martes, 10 de noviembre de 2015

   Dejémonos, al menos por hoy, de zarandajas. 

   La chica, cogiéndome una mano, tiró de mí hacia las barcas. Mi capacidad de respuesta hace tiempo que se había fugado en largo viaje. Así que me dejé llevar y salté a la más cercana, que se meció desperezándose. Y de allí a la siguiente y a la siguiente y así, no siempre, claro, en línea recta, y con las barcas en un bamboleo sensual, llegamos a la última, alejada por igual de ambas orillas, ya en lo más profundo del río. 

   Y sí, no son nada cómodas las barcazas del río Pisuerga, sobre todo si lo que pretendes es tumbarte en el fondo y hacer allí el amor. Y es complicado el irte quitando la ropa y además, que hace un frío del carajo, así que más que quitárnosla nos la fuimos arrancando (Para, para, Michelle, que me desencajas la mandíbula).

   Y dejamos de darnos cuenta de dónde estábamos hasta mucho después, de veras agotados, casi heridos, desvencijadas nuestras junturas. 



   Y allí nos quedamos dormidos, apenas arropados por nuestras exiguas vestimentas, rodeados de silencio que solo allá lejos se convertía en ruidos cotidianos, abrigados, eso sí, de una absoluta  oscuridad que se iba rompiendo según se alejaba y llegaba al resto del mundo.












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