viernes, 29 de noviembre de 2013

No adivinarme (antiprescencias)

   No me gusta saber del futuro. Ni tan siquiera imaginarlo. No quiero ir comprobando antes de tiempo (antes de que ocurra) cómo van doliendo más los huesos, cómo van menguando los ya escasos músculos (tensándose), cómo se va llenando mi cuerpo de pequeños y no tan pequeños dolores e incapacidades en lugares de los que desconozco (en el ahora) hasta su existencia. Llegar a arrascarme cada vez menos cacho de espalda, tener que tomar asiento para enfundarme los calcetines sin demasiado peligro. Que el frío se vaya infiltrando cada vez más adentro y el cansancio se haga grandote y se cuelgue del cuello y lo más liviano se vuelva tan complicado...

   Podemos también, en este festival de la alegría, meternos en los jardines de los deterioros mentales. El olvido, la desidia, las rencillas, la locura, la pérdida de la razón entera. O que no se dé del todo esa pérdida y nos lo notemos pero no seamos capaz de compartirlo. 

   Las caídas, las incontinencias y las impotencias, el hartazgo de los cercanos.  



   Joder, macho. Casi que nos quedamos en Segovia otro rato.








jueves, 28 de noviembre de 2013

La gallina de los huevos de oro

   Nada, Luis, que me quedo con el Marino otro rato en mi imaginada Segovia. ¿No has notado que me rejuvenece?



   Me hago trampa, ya. Porque aquel Gulliver no es el mismo que escribe esto ahora, aunque coincidan en el nombre y en (algunos, muchos de) sus rasgos.  Y aunque siga existiendo una ciudad con tal nombre y con tal (o parecida) situación geográfica en el presente, tampoco es aquella Segovia, de la misma manera que el agua que corre ahora mismo por sus dos ríos no es la misma agua. Eso lo explica mucho mejor Marías en su novela oxoniense, llena de charcos en los que meterse (amor, locura, palabras). 

   Así que mira si soy burro ya que queda claro que las palabras que ahora intenten expresar aquellos días nunca, ni entonces ni ahora, serán aquellas palabras. Y con todo, reincido, decido con el corazón no irme aún de aquel lugar aunque la cabeza, machacona, me dicte otros caminos y otros lugares.  

    Sí, retardo la llegada, enlentezco el paso, me paro a menudo a observar detalles nimios cuando no inexistentes como escaparates vacíos. En cambio, Gulliver se mueve desaforado por todo el camarote intentando encontrar el hilo de la madeja. Diciéndome que soy un insensato.


   Pero yo no quiero llegar. Venirme al ahora y escribir que escribo (que escribo que escribo). Y tener luego que seguir para tener luego algún sentido. Y tener que adivinarme, y tener que adivinar los años trabajando mi cuerpo, los persistentes días trabajando mi mente, lo que de ella me vaya quedando.







miércoles, 27 de noviembre de 2013

12 años

   Hoy, no sé por qué coincidencia de fechas (debe de ser el aniversario de boda de sus padres), me he enterado gracias a Charo de que llevamos justamente 12 años viviendo en nuestra casa de Cardeña. Un buen pedazo de nuestra existencia. Pero...



   Cómo cambia la medida del tiempo con los años. O lo que cambia es solo su percepción y el terco reloj se empeña en ser exacto hasta la prudencia, matemático, irreal, cruel.

   Así debe de ser, ya que, por poner otro ejemplo que nos es propio, no me puedo creer que tú y yo nos conozcamos desde hace apenas media docena de años (aprox., soy un pésimo cronometrador,  entre otras múltiples, amplias y quizá más perniciosas carencias). Me imagino que el andar contándonos nuestras vidas, de un modo u otro, hace que ese tramo vital se aquilate, tanto en mérito como en realidad, y, bueno, qué quieres que te diga, a mí me parece conocerte desde hace mucho.



martes, 26 de noviembre de 2013

¿Dar un paso adelante?

   Quizá vaya siendo hora ya de dar un paso más, hacia delante, en la vida del marino Gulliver. Ya que si no, corremos el grave riesgo de caer en la contradicción de que nos dure más el relato que la vida. Se resiste, aún así, el escribidor. Las balas están contadas y no es inteligente marlotarlas. Y hay tanta Segovia aún en él:

   Las visitas que nos hacían las chicas de Valladolid, chicas premonitorias  por lo tanto. 

   El T, huerfanito que era la auténtica recaraba y al que entendemos con ápice de cordura que es mejor citar por su (o no) inicial.

   El pantano de Revenga.

   Moca, la secretaria de alto cargo. 

   ...




   Cada cual daría para uno y cien gulliveres. 

   Quizá sea una de las ventajas de todo esto.

     

  

   




lunes, 25 de noviembre de 2013

Dos dedos

   Releo a menudo los últimos gulliveres en busca de más erratas de las que me señalas con primor. De fallos garrafales en el estilo. De grietas insalvables en la trama. Y también por ver si me gusta. Como soy presumido e inconsciente, a veces me viene de perlas para seguir escribiéndote. 

   Así que he repasado ese diario de bitácora de los últimos días. Desde que conversaba con el camello labrador. Y justo al final, cuando ya terminaba y me disponía a realizar otros viajes en mi mundo, he reparado (tú ya lo habrás hecho hace tiempo) que en la foto de Ricardo sale la esquina de una mano que le protege. 

   Llevo días hablando de Cuchi. He revisado los rincones de la memoria a su encuentro. He vuelto a ver las fotos que tenemos juntos. Cuando escribo estoy todo el día alerta, pensando, marrullando en mis adentros mientras imagino recuerdos. Esa música repetitiva, casi salmódica, que a veces se muestra al mundo en un revibrar de mis labios, me ayuda a concentrarme. A Lucía y a Charo les hace mucha gracia. El día que me falte ese retumbar del pensamiento, que es como una pátina que recubre todo mi decorado cotidiano (como un enorme chal), que es una manera de estar pensando más rato, que es la manera de pensar en lo que luego te escribo, ese día, sansejodiose el Gulliver.  



   Llevo días imaginándome (e imaginando, supongo) a Cuchi, te decía. Y no ha sido hasta que he visto sus dedos, apenas una falange pero que casi he tocado, de lo próximos que me han parecido, que no me he acordado realmente de ella.

   A ver si van a ser verdad todas estas cosas que te cuento.





viernes, 22 de noviembre de 2013

Ricardo

   Como Gulliver es personaje juguetón y saltarín y bastante barullero, le gustan los bucles y las peripecias. Así que no es infrecuente que me haga vagar de un lado para su contrario. Aunque no sabemos si existen los contrarios. Y eso es algo en lo que tendríamos que pensar. La cuestión es que si ayer bregábamos con el indómito sobrino hoy nos viene a visitar nada menos que Ricardo.






    El hecho de que Ricardo naciese con Síndrome de Down seguro  que altera la percepción que tuve de este chico. Fijo que su mal le hacía comportarse como la persona más maravillosa del mundo, por que le tuviesen cariño. Mas eso es algo que se habrá ido fraguando en las calderas de nuestros genes desde hace la tira y a Ricardo le llegase sobrevenido ya que a su edad, que coincidía aproximadamente con la del sobrino (3 o 4 años tendría) era evidente que no cabían razonamientos tan abstrusos con el que hemos dejado caer en la búsqueda de porqués para su empatía. Como que hiciesen falta esos porqués. Pero te cuento.

   Ricardo era el (llamémosle) casus belli de uno de los minitrabajos de Cuchi. Y lo llamamos así porque allí, menos Ricardo, todo el mundo estaba a la gresca. Cuchi se encargaba de estar con él por las mañanas y también las noches cuando los padres faltaban. Estos, es típico, eran médico y enfermera (respectivamente). Ambos en la cuarentena. Él circunspecto, ella era bruta. Tanto entre ellos como con Cuchi las trifulcas eran constantes, la mayoría de las veces con motivo de discrepancias en la educación del chaval. El padre directamente pasaba. La madre pasaba también pero había adoptado la postura, fija, inamovible, de tratarle como si fuese una persona completamente normal. Y Cuchi que no se enfadaba porque no sabía pero se ponía de los nervios. Supongo que conoces que, además de cierto déficit mental, esa enfermedad lleva asociadas otras cuantas en el mismo paquete. Las probabilidades de ser diabético se multiplican, los dientes nacen en sierra y se convierten en un arma con la que lastimar pero sobre todo lastimarse. Solo son dos ejemplos. 

   La técnica de la niñera era sobreestimular al crío. Y así se pasaba las mañanas metiéndole tralla, de aquí para allá. La mayoría de las veces hacían por estar en la plaza mayor a la hora de mi desayuno. Nos tomábamos un par de cañas, nos pedíamos un par de pinchos. De estos uno y medio se lo cepillaba un Ricardo de lo más agradecido. Serán mecanismos de defensa y lo que quieras, pero tenía una sonrisa que más que contagiosa era pegadiza y unas salidas de madre que nos dejaba flipaos. Sí, llegué a adorar a ese chaval. Incluso, en nuestra juvenil inconsciencia, nos pensamos adoptarle.

   Luego, como vengo amenazando desde hace ya ni se sabe, me fui para Valladolid. 

   Después volví poco, si exceptuamos los meses siguientes, el tiempo en el que Pepe aún vivía allí. No sé el motivo. Pienso quizá que vaya a darme pena encontrarme con otro lugar y con otro yo. 

   Solo una vez he estado allí con Charo y de eso ha pasado un rato. Lucía aún no había nacido. Me sentí gratamente turista. Y a la vez conocedor. Así que no es raro que llevase a Charo (casi con los ojos tapados) a un chiringo que había a pie de carretera en Valsaín. Nos rodeaba el olor de los pinos silvestres que, según dicen, son oriundos de allí. En ese chiringo, si sigue existiendo, ponen una tortilla de patata y unos callos que, directamente, te mueres de placer. Estábamos sentados en la terraza, a la sombra de los árboles. A mi espalda oí una voz machacona que impelía a su interlocutor a ir  otro lugar. Aquello me sonaba. Me di la vuelta y allí estaba un Ricardo ya adolescente, grandón, con una sonrisa como la luna, dándole la tabarra a su madre (por la que también habían pasado los años). Al levantarme me vio y no veas el abrazo que nos dimos. 

   Bueno, en fin, que aquí te lo presento. 




   

jueves, 21 de noviembre de 2013

El sobrino

   Los domingos a la noche, cuando llegaba a Segovia, Cuchi me esperaba ya acostada. A veces me sorprendía en la cama, en la oscuridad de la habitación, otro cuerpo menudo. Era su sobrino, al que había rescatado del frenesí de su hermana y su cuñado, los padres del chaval, que pululaban por la ciudad como fantasmas histéricos en busca de sus dosis. Así que el chaval era hosco y pendenciero. A sus tres años ya no había quien hiciera carrera con él. Con nosotros medio se comportaba. A veces hasta jugabamos como niños de tres años. Pero había que estar siempre al tanto, ya que no conocía la palabra gratitud o la tenía tan cubierta por otras menos amables que le costaba, al chaval, le costaba. Recuerdo un día. No haría mal tiempo porque estabábamos en un bar en la calle. En Segovia es frecuente que los bares tengan una ventana que dé directamente a la barra y desde allí, te sirvan las bebidas. Después de negociaciones y algún ruego, Cuchi se rindió y sentó al niño en esa barra. Como era muy parlanchina en seguida estaría embebida en alguna conversación con amigos. Yo simplemente observaba. El crío me miró y después me desafió con la miraba. Y acto seguido, dándome un tiempo precioso pero no el necesario para reaccionar y llegar hasta él, se dejó caer desde allí, pegándose un buen batacazo. 

   Fue la primera vez que entendí el concepto de la palabra sadomasoquismo. El pedazo de cabrón.   








miércoles, 20 de noviembre de 2013

   He bregado con un buen número de camellos, bien por necesidad bien por mera casualidad. Son engendros de variado pelaje pero en todos he encontrado una característica en común: el estado de alerta. Lo que les confiere unas personalidades en las que es complicado introducirse, ya que no se están quietas. En algunos el asunto llega a la paranoia. Otros, que lo llevan razonablemente, pueden iniciar contigo una conversación ligera pero sus ojos saltan cada poco a la puerta del local donde nos encontremos. Y así, has de reconocer que es difícil. 

   Los hay que lo llevan mejor pero, chico, el negocio es el negocio, y cuando llega el siguiente cliente pasas a ser transparente. 

   Por el ajetreo o por los nervios, estas conductas se convirtieron hace tiempo en hábitos y en casa son igual. De pensar breve, sin casi rascar. 



   Por ello me resultó curioso el proceder de aquel al que conocí en mis tardes dominicales y medinenses, del que te hablaba ayer. Se llamaba Manolo, lo cual siempre amoldará la actitud. Parece ser que llevaba la explotación agrícola de sus padres, ya jubilados. Había estudiado Filosofía y Letras y al acabar se pensó que el sitio más rentable y cómodo en el que aposentarse iba a ser allí. La mayoría de las tierras las tenía en La Seca y, pese al topónimo, no eran del todo infértiles. Como el número de hectáreas no era excesivo y contaba con la maquinaria adecuada, las labores le llevaban el tiempo que le llevaban y el resto le daba de sí para leer, escribir y echarse buenos ratos en los bares del pueblo, con la gente. Le gustaba fumar hachís y, como tonto no era, hacía que se lo trajesen de buena calidad. Como Medina, mucho nudo ferroviario, pero no deja de ser un pueblo grande, pronto las amistades, envidiosas del género, le empezaron a pedir. Y así poco a poco...

   Nunca había vendido otra cosa que chocolate y en unas cantidades que le permitían amortizar sus vicios y a la vez no meterse en excesivos problemas. No hacía por ampliar clientela y estoy seguro que al mínimo toque de atención por parte de la autoridad, hubiera dejado el trapicheo sin ningún esfuerzo. Por ello, su comportamiento era tan natural, tan ingenuo, que no levantaba sospechas. 

   Tenía un concepto del mundo bastante alejado del academicismo, aunque se le notaban los estudios. Yo se lo decía y él, sin falsa modestia, me retrucaba que más se le apreciaban las horas de tractor. Al cabo del tiempo llegamos a prestarnos alguna lectura.  

   Luego apareció Pepe con su Corsa y todo termino como había empezado.

martes, 19 de noviembre de 2013

Domingos en Medina

   Que nos conforme la ubicuidad. Y que luego haga de nosotros trocitos de papel que el viento transporte en primera categoría.

 
   Sí, Luis. Todavía estoy mareado con el bueno aquel del portero de college inglés a más no poder. Toditas las almas. Y no sé si ando aquí y ahora o en los años 90 del siglo pasado. El cuerpo lo tengo bien ecológico y la cabeza a pájaros. Será el trancazo o la vida que va a trasiegos. A salto de mata. Hoy Sara (sí, mi cajera predilecta) me ha reconocido que casi nunca se maquilla. Los sábados, en cambio, sí. Tiene una compañera de exactos horarios y parecido diseño. Pelo lacio y dientes de ratita. Se intentan poner en puestos cercanos por si ha lugar a retazos de conversación. Eso sí, si se enteran los encargados, les preparan la bronca. Tendría que convocarlas a ambas a una reunión en terreno neutral por ver cómo se comportan. Ya jugamos a devolvernos la tarjeta con mano y al lío que nos hacemos al soltar la tarjeta y quedarnos aunque sea un segundín con la mano e ir esbarándonos en el espacio tiempo. Suena, entonces, fuerte, la bocina de un tren. 

   En Segovia, antes de actualizar mi carné de conducir y de que Pepe entrase en mi vida a facilitar los desplazamientos, no me quedaba más remedio que volver de mis descansos burgaleses en tren. Salía desde la estación a media mañana del domingo. Allí me encontré la última vez a Angélica. Allí me había encontrado por última vez con María. Luego vino el tiempo a remediarlo pero ese es otro cantar.

   A la hora de comer estaba en Medina del Campo. Hasta las nueve de la noche no salía ningún operativo para mi destino. No sé si es un poco triste haberse hecho amigos de unas horas de domingo. 

   Comía cada vez en un establecimiento distinto y después me volvía a la estación, en cuyos aledaños existían un par de pubes de pueblo, quizás los únicos del lugar, en los que sonaba buena música. El camello local le dedicaba a su jornada laboral una gran parte de su vida. Era vocacional, lo suyo. Hubo grandes partidas de billar contra él, con inciertos resultados. Y charlas de taburete.  








lunes, 18 de noviembre de 2013

la camiseta del bosco

   En las fiestas de guardar, llevaba el Marino, hace no tanto, una camiseta con El Jardín de las Delicias de El Bosco estampado en toda la superficie de torso. Con ella tuvo encendidos duelos y sonadas verbenas. Se acercaba cierta gente a preguntar. Las cuestiones más nefandas. Pero siempre terminan llegando unos ojos que brillan sin preguntas. Y esas cosas. 

   Si quieres más detalles, aquí los tienes.




Ah, que era de El Bosco.
   Los días tristes suelo terminar poniendo estas chorradas.

-o-

    La canción de hoy creo que es de esas que lo mismo le gustan a Arturo que a tu hermana, la de Berlín. Pero tú sabrás. Luke Haines. "Gorgeous George".



 

viernes, 15 de noviembre de 2013

Sanabria, otras veces (en blanco y negro)


    Sí, he vuelto a los lagos en otras ocasiones. Ninguna tuvo el encanto de aquella, por iniciática, supongo. Pero siempre, hasta en las situaciones más adversas, he sentido el encanto y he bebido de esa fuerza. Y hablando de situaciones adversas...

-o-

No, nunca apareció Norma Jean por las aguas sanabresas, nada más había faltado. Solo es que he visto esta foto en El País y me ha gustado mucho la forma que tenía esa mujer.

   -o-

   Sí, el Marino fue un osado una vez más.  Se me ocurren pocas situaciones peores que la que vivió en sus carnes en aquella ocasión. 

   Pese a su gran valentía y arrojo el Muchacho es un pésimo enfermo. Ya lo hemos mentado en estas crónicas otras veces. Dada la genética que le ha conformado, es infrecuente, muy raro, que su temperatura corporal sobrepase apenas los 36 grados centígrados. Así que cuando esta se eleva aunque sea un par de grados, Gulliver nota el peso del Universo sobre su cabeza y está cerca del delirio. No será quizá el mejor momento de salir de excursión pero...

   Ha quedado con su amigo Tetu. Como ya le conocemos, hemos de saber que si se ha quedado con Tetu, se ha quedado con Tetu. Llevo un rato imaginando una catástrofe de la suficiente envergadura para romper una cita con él. Y no se me ha ocurrido ninguna. Así que el Marino se planta su mejor cara, pasa a buscarle y los dos enfilan la carretera rumbo a Sanabria. Y ahí está lo gordo del asunto. Ya que, digámoslo de una vez, Tetu ronca. No osaría este narrador decirlo con tanta rotundidad si ello no fuese cierto en  gran medida. Conozco amigos que se han cambiado de hotel por no dormir en la habitación de al lado. Incluso un par de amistades dejaron de serlo por ese motivo. Y al tonto y febril del Marinero no se le ocurre otra cosa que compartir con semejante león los días, pero sobre todo las noches, de una ya lejana Semana Santa. ¡Y en una tienda de campaña!

   Fue horrible. Pero cuando se es joven y se está repleno de la energía del lago llega a pasar que lo que más le cuesta al chaval es salir por la mañana de la tienda, por si existe confusión en los moradores del resto de las 699 tiendas de quién de los dos era el de los tremebundos ronquidos. 

   Son de esas veces que, al recordarlas, te confortan por quizá hablarte del valor de la amistad.

   Para lo del más inri, el segundo día, de anochecida, diluvió. Y aquí toca poner refrán o pensar en aquello de las recompensas. Ya que, cuando todos los campistas intentaban salvar malamente sus pertenencias de la riada que caía por la montaña, Tetu sacó tranquilamente una azadilla de su mochila y cavó una trincherita mínima en todo el perímetro de nuestra tienda. Un surco que daba la risa nada más verlo pero que, increíblemente, hacía que el agua corriese por los dos lados de la tienda ladera abajo. Nuestra llegada al bar donde se había refugiado todo el mundo fue recibida con aplausos. 

   He vuelto al cajón de los recuerdos y he rescatado de él una foto. No se me veía tan enfermo ni ojeroso.




jueves, 14 de noviembre de 2013

   ¿A qué tanta vaina con Sanabria y su energía?, te preguntarás. Y yo también, que es lo malo. 

   Al final pasamos allí unos días tan cojonudamente. A veinte minutos de la playa, yendo por un camino en la espesura, encontramos una calita arenosa, con sitio suficiente para los cuatro. La hicimos nuestra isla de Robinson. Nos despelotamos, costumbre se ve que arraigada en aquella época, y se nos iba el día en no hacer nada. Comer, leer, chapuzón tras chapuzón. Después de comer siempre jugábamos al "quinito", que es con dos dados. Muy de tanto en tanto pasaba una piragua. Incluso algún pedalete llegamos a ver. Siempre contestaban muy contentos a nuestros saludos. Una vez Carlos Costa (a él le jodía pero ahora acabo de recordar que siempre le llamábamos así) divisó ya bien profundo el lago a un pato o ánade similar, no soy ducho y la distancia era grande. Cogió una piedra y lo que menos se podía esperar él es que amerizase el tiro a veinte centímetros del animal que, al no entender nada de lo sucedido, practico la sumersión y consiguiente emersión sus buenos diez minutos. ¡Para haberle dado!



   A media tarde volvíamos cada vez más morenos y salvajes. Y nos íbamos de excursión. A un pueblo arrasado por una tromba y al que el Caudillo, misericordioso, mando construir al lado. Sobraban los presos en aquellas épocas. Untábamos Cabrales con sidra en pan de hogaza. También tenían buenos embutidos. 

   En el camping, una noche, parece ser, unos tiernos adolescentes llegaron a las tantas y bastante mamados. Digo "parece ser" ya que en aquellos tiempos dormía yo como el lirón careto. Poco pero sumamente intenso. Y no había ruido ni luz que entorpeciesen mi descanso. Al levantarnos a la mañana siguiente Gema y Carlos estaban que trinaban, alborotados a lado de la tienda de los escándalos. Cuchi sí que se había enterado de algo y me lo hizo saber. Yo no sé de dónde sacaría Carlos una pandereta pero doy fe de que le hizo muy buen acompañamiento cuando se sentó a la puerta de la tienda de los chavales y les cantó, una y otra vez, la de "Si toco la trompeta". Hasta que se hartó. Y con muy mala voz, además. 





miércoles, 13 de noviembre de 2013

Agua, mucha.

   Creo que fue a mi vuelta de una baja médica, de al menos un mes, de habérmelas pasado más triste que un viudo, que Junquera, aquella chica que trabajaba por aquí, me recetó agua. Agua, agua a más no poder, agua en cantidad para las penas, por la parte magnética del asunto. O qué se yo.

   Pero eso fue mucho después. Y yo ya lo sabía.

   No es mi deseo ponerme esotérico ni mucho menos. Pero hay cosas de las que no te explicas ni el cómo ni el porqué pero pasan. 

   Como tampoco sus efectos son muy concretos ni definidos, puedes tener la tentación de creer que no han pasado. Eso también puede ocurrir. Mas al haberme puesto yo en idéntica situación en unas cuantas ocasiones y en todas sentir lo mismo (o, en cualquier caso, algo muy parecido), he llegado a la conclusión de que no son imaginaciones mías y me aventuro a contarlo.

    Lo malo es que no sé si voy a saber hacerlo con la suficiente persuasión para que te hagas la más mínima idea. En fin, como siempre.

   Una vez montadas las tiendas pasamos por el bar, que era a la vez comedor, sala de estar y en menor medida ultramarinos. No faltaba el futbolín, al que los cuatro éramos adictos. Nos tomamos un par de cañas para escrudiñar el terreno, en busca de otros posibles divertimentos. Estos dos, como tenían mucha más práctica, se enteraron de los precios de casi todo. Y de su funcionamiento. Ponían cerveza Mahou, algo que para Carlos es imprescindible. Quizá fueron cuatro o cinco las cervezas hasta que nos animamos a bajar al lago. 

   Desde el bar hasta la playa de cantos no hay ni dos minutos de distancia.  El lago es grande. Y oscuro, rodeado de verdor. No hay muchos bañistas. Y es cuando me acerco a la orilla que me pasa lo que me ha vuelto a pasar las sucesivas veces que, claro, he regresado. Sería chapucera la similitud del enchufe y el cargador (no había cargadores sino de balas, en aquel entonces). Pero yo sentía... sentía... como que me entrase una fuerza por los pies. Pura fuerza. Tensión. Que me cargaba no sé qué coño de pilas pero que me duraba la juerga mucho rato. Días, semanas. La cosa volvía a funcionar igual cada vez que me acercaba a alguna de las lagunas de arriba. Pero solo la primera vez. Qué cosas. 


   Podría pensarse, sí, que el factor determinante de todo esto es el agua pero yo lo dudo. Ya que, si bien me ha ocurrido en otros lugares líquidos (la playa de los Locos en Suances, la Mareta, que es la que pilla justo a poniente de la Montaña Roja, en Tenerife, la misma Cuerda del Pozo soriana, aunque aquí con menor intensidad), también lo he percibido en enclaves áridos como mi corazón. Así que a ver cómo me lo explicas todo esto tú.



 




martes, 12 de noviembre de 2013

Sanabria

   Al poco de adquirir mi primer vehículo y con el objeto de festejar dicha compra y de ir yo soltándome al volante, organizamos una excursión a los lagos de Sanabria. Nos acompañaría, en esa ocasión, un pareja bastante peculiar. Baste de muestra el tiempo que tardaron en decidirse a aceptarnos como dignos acompañantes, basándose en vete tú a saber que conjeturas científicas que hacían improbable que se diese algún tipo de problemática entre todos nosotros. Se trataba de Carlos Costa y su pareja de siempre, Gema. Ella era mucho mayor que los demás. Creo que era profesora y como que le pegaba muy bien a Carlos. Conjuntaban. Él era alto y fornido y hablaba siempre en serio. No fuese a pensarse por ello que adoleciese de sentido del humor. Más bien muy al contrario. Era pintor. En aquella época, y según bajo mi estrecho punto de vista, era bastante malo aunque a veces, sin explicarte el porqué, le salía una obra de categoría. Iba viviendo como podía con su arte.

   A Sanabria llegamos sin percances reseñables, a la hora de comer. Íbamos a quedarnos en el camping que hay a pie de lago, un pinar enorme donde cabían 700 tiendas de campaña. Pero antes comimos en Puebla de Sanabria, un pueblote en cuesta, oscuro de humedad, que termina en una iglesia románica y un castillo del siglo XV, con unas vistas acojonantes sobre el valle de Tera. Tanto la comida como las edificaciones eran recias.

   Pero fue más tarde, cuando hubimos plantado las tiendas y nos acercásemos en un paseo al lago, cuando lo sentí.







lunes, 11 de noviembre de 2013

Sensatez

   Este fin de semana hemos celebrado en el pueblo las fiestas de san Martín. Pese a haberme portado bastante decorosamente, una nube de resaca me tiene la cabeza colonizada y así es difícil, Gulliver.




   Lucía lleva una semana dándome la matraca con eso de que me porte con decoro.  La verdad es que ha tenido que ser bastante traumático para ella. Estar con sus amigas de fiesta y ver como, de repente, su padre se sube al templete de los músicos y se canta íntegra aquella de "Arde la calle al sol de poniente". O que te toque el bingo, con la carpa abarrotada en la sobremesa de la gran alubiada popular , y que cuando subes a por el lomo embuchado que te corresponde de premio, tu padre, con ese vozarrón que se le pone, convezca a todos de hacer la ola, "hola fondo norte", "hola fondo sur". Así que, justo después, cuando empieza el karaoke, no me extraña que Lucía esté muy cerca de entrar en pánico.  

   Este año, en cambio, he sido bastante bueno, en lo que a este tipo de acciones respecta. Y me he venido para casa, cansado pero contento, mucho antes que la propia Lucía y que su madre. ¿Te imaginas que esté adquiriendo la debida sensatez?


  




viernes, 8 de noviembre de 2013

Inexplicaciones

   Me imagino como que estuviésemos haciendo chi kung todo el rato, pero sentados o mejor tumbados. Me imagino paseando por el sencillo motivo de querer ir a algún sitio. Me imagino no haciendo nada del verbo nada y que aquello no fuese fuente de recelos. Con Cuchi era así, y me sigo sin explicar. Ya el mero hecho de tener ese nombre de pila hubiese propiciado en mentes más movedizas y vulgares,  comportamientos nerviosos, arranques de sospechas . Y me sigo explicando sin explicarme lo que se dice nada.  
  

   Así que pasaré a lo práctico, que tengo por ahí apuntado para no olvidarme. No olvidarse de contar de un viaje magnético a Sanabria. No olvidarse contar lo del bueno de Ricardo. No olvidarse de hablar de algún miembro más del clan familiar. 

    Pero todo eso será en otro momento, por ver ahora si termino de explicarme, aunque sea con unas fotillos de las que suelo poner aquí, a veces con intención.

















jueves, 7 de noviembre de 2013

Regreso que es casi regresión



   Después de estas dos breves y timoratas incursiones en los movedizos territorios del placer, oh, ah, creo que ya va siendo hora de regresar al lugar en el que dejamos esperando a Cuchi, si nos acordamos de cuál es y ella ha tenido la paciencia necesaria. Tanta.

   Segovia, eso sí. Pero es complicado afinar más el tiro ya que en nuestra vida juntos, cómo decirlo, no hubo grandes hitos. Quizá los únicos de auténtico peso fueron aquel inicio que ya te he contado y, claro, el final. Un final  poco melodramático, también, pero triste a más no poder, cuando me iba yo a Valladolid y le intentaba convencer de lo difícil que iba a ser continuar juntos. Y ella... y yo... Recuerdo el lugar, la plaza de San Esteban. Entonces no dejaban aparcar como en la foto que hoy te muestro. 



   La plaza estaba vacía. La caliza brillaba y me tenía sitiado, dándole a mis palabras una patina de pomposidad que... en maldita la hora, si para nada  hacía falta. No había eco, en la plaza, pero sí una luz poderosa de teatro romano. A Cuchi, como era de prever, no le convencían mis baratos argumentos. La torre de la iglesia me amenazaba con que existe la justicia divina. Y en esos momentos uno se lo cree todo. Lo intenté con otras palabras. O con las mismas pero cambiadas de orden. No se alteró el producto o si lo hizo fue a peor. Cómo me hubiera gustado no causarle ese dolor.   Pero creo que, al menos, fui honesto. El triste consuelo de los cobardes.

   El hecho de no recordar, en nuestro cacho de vida juntos, grandes aventuras, terribles borracheras, tremendos ataques de celos, inenarrables acontecimientos no significa que no los hubiera. Dentro de lo triviales que resultan ser para los demás mis inenarrables (y tremendos y terribles y, en fin, grandes) sucesos. Lo que pasa es que al ser ella tan ecológica y estar yo tan contagiado hacía que la vida fuese transcurriendo sin altibajos, sobresaltos ni nada parecido. Todo era tan natural, no sé si me entiendes. Continuará.




miércoles, 6 de noviembre de 2013

Yin. Absorción.

   Esa era la idea que veníamos buscando. 

   La mujer te absorbe. Te aspira, te zampa. Terminas teniendo esa sensación en la cabeza mientras los dos os movéis medio acompasados, entre gemidillos. La de ser comido, la de dejar de existir, la de que te está digiriendo todas las tristezas y los miedos y los odios y las rabias.

   Luego, cuando lo del cúlmen, notas como te vas vaciando por dentro y por fuera, se te desmadeja el cuerpo y, en fin, que pues qué bien. 

   Eso sí, va a quedar un poco raro cuando diga lo de "absórbeme, muñeca".





martes, 5 de noviembre de 2013

Penetración y absorción

  Sí, Luis, el preciso momento en que alcanzas a tocar con la punta de tu polla, dura como un ciruelo, en el principio de su sexo. Y ella te recibe y te invita a entrar, te coge de la manga y te atrae hacia sí y lo mejor es cuando ves en su cara cómo está encantada de meterte para dentro, cuanto más mejor, pero despacito, sin ninguna prisa, que no las tenemos. 

   ¡Qué hostia!, Luis.



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lunes, 4 de noviembre de 2013

YY

   De persona imaginaria se piensa más tiempo. Aunque  creo que con idéntico aprovechamiento.




   No es así difícil de llegar a conclusiones de este pelo: todo yin tiene su yang y también, claro, viceversa. El yang es el cacho masculino del asunto, el cielo, la luz, la actividad y la penetración. Mientras, el femenino yin tiene su ser en la tierra, la oscuridad, la pasividad y la absorción. 

   Siempre he pensado en el sexo como, entre otras cosas, un compuesto de dos acciones bien conjuntadas y hasta abiertamente complementarias. Y estaba disgustado con nuestro idioma por primar a una de las partes. 

   Aborrezco el lenguaje no sexista. No puedo con los a/o, as/os.  Pero me extrañaba que a un idioma tan antiguo y completo, tan vivaz, tan competente, le faltase una manera de definir medio componente de algo tan importante en la vida, de ese afán tan deseado por los humanos.

   ¿Sería, como casi siempre, mi ignorancia?

   Cosas en las que no tienes porqué pensar. Ya.

   Tenía claro que el hombre penetra. No termina de gustarme el verbo, por sus contonaciones belicosas, rudas, pero así es la vaina. Algunas veces he optado por la variante "entrar", que conllevaría su contrario, el "recibir". Mucho mejor "recibir" que "tomar"."¡Tómame, tómame!". Para mear y no echar gota. 

   No sé quién me ha mandado meterme en semejantes zascandileadas pero, chico, cuando un asunto de este cariz se introduce en mi agujereada cabeza, ya puedes ser lo imaginario que quieras, que aquello no deja de bullir. El hombre penetra en la mujer. La mujer lo recibe. Suena muy moro, qué quieres que te diga. Las mujeres no reciben sino mucho más. No simplemente se dejan, por decirlo fácilmente. 

   Gira y gira el Gulliver en su búsqueda. Cuando eso ocurre es peor ya que las ideas le vienen en tropel y no hay quien las separe, las ordene, las ponga en fila india para poder pasar lista. 

   Y va y de repente, como el reflejo del sol en un cristal lejano, cristalino, la coges a la idea por la pierna. La coges por el hilo de la madeja  y al final no resulta ser tan buena pieza pero hete aquí que, ¿cómo no?, existía la respuesta. Precisa, atinada, aunque hay que reconocer que tampoco, como palabra, muy bella.

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   Cuatro nuevas canciones de los Pixies. Veintitantos años después. Te pongo hoy una antes casi de escucharla yo.