jueves, 31 de octubre de 2013

Gulliver el Imaginado




  Oye, ya llevo unos días así y no está nada mal, lo de vivir como un ser imaginario. Me siento muy redimido del pesado yugo de la responsabilidad cotidiana, ese bichito llamado Conciencia.

   Mi mundo se ha vuelto más gaseoso y liviano. Menos católico, apostólico y romano (esto por la parte de llas cicatrices de a infancia). Mi cuerpo, otrora macizo, compacto, se divierte y mariposea ligero, prácticamente ingrávido. Las fronteras que antaño constreñían las ansias de mis alas (estas, claro, en sentido figurado) se han borrado de mi vista cual utopía cumplida.

    Te puedes permitir lujos como andar sobre arenas movedizas con la misma soltura con la que Dios hecho Hombre anduvo sobre las aguas del Támesis. En contrapartida, se espera de ti que te pases el día bailando con los brazos en alto. Los brazos no pesan pero, claro, por otro lado está la estética. Y esta, la verdad, no se ha reconsumido ni perdido prestancia por mucho que seas el Imaginado. 

   Las órdenes son de fogueo, los golpes de trapo.

   La sonrisa, esta sí, de verdad.

   Hola, Luis, ¿se me ve? ¿Estás tú convencido de mi existencia?

 
   Se acabaron las prisas. Y la polución. Y las medicinas para no sé qué. Y los chirridos y otras clases de ruidos molestos. Se puede elegir el tamaño de las cerezas y el tipo de letra. 

   Se acabaron los cables y otras molestias. Los descascarillados y las flemas. Los rotos y los descosidos. 

   La verdad es que es todo un plan.

  Por no perder del todo la chaveta, por la noche me hago real un rato. Y me acerco al espejo del baño a comprobarlo. Me acerco mucho para encontrarme imperfecciones. ¡Tantas! Los ojos reflejados no me mienten. Eres un jodido villano, me dicen. Yo les digo que sí, que un lobo. Y poco de fiar. Pero se me nota en la risa contenida que lo digo de mentiras, que lo digo en bromas.

   En casa todos duermen y yo allí mirándome.

   Quizá sea el mejor momento para ponerte una canción.


   



  





martes, 29 de octubre de 2013

Ser o no ser



   Eso de ser o no ser me tiene a mí desconcertado.Y eso que presumo de residir en un descreimiento mayor que el de don Rigoberto y La Pasionaria juntos. Hasta tenemos una broma privada, una buena amiga y yo. Decimos que solo creemos en el "Más Acá". 

   Lo malo es cuando te entran las dudas incluso de la existencia del más acá. Vamos a ver si ocurre no nos hallamos aquí ni el Marinero ni yo. Pero entonces... ¿dónde estamos?, ¿cómo es esto? Espero que estos intrincadas fantasías sean producto de mis mareos y no su causa. Me consuela saber con seguridad que tú sí que existes y que mi amiga también. Y, después de todo, tampoco está tan mal, ahora que lo pienso, ser una persona imaginaria.

   ¿Cómo se comportarán las personas imaginarias? Eso me preocupa, por si no lo estoy haciendo bien. 




¿Quién soy yo?, ¿quién es Gulliver?

   Una vez finiquitado, espero que de una vez por todas,  el tema de la automoción en mi vida, quiero pegar un saltito de esos con los que tanto disfruta mi alma. De ayer al hoy, ya que el mañana... pues no existe. Cuchi, a la que dejé empantanada ya ni sé por dónde, seguro que me lo perdona, haciendo gala una vez más de esa personalidad suya tan ecológica, tan entrañable. No sufras, mujer, que volveremos a acordarnos de ti en breve. 



   Ando leyendo la última novela de Vargas Llosa. En una de las varias tramas que en ella se van desarrollando aparece una familia bien avenida. Se trata de don Rigoberto y los suyos. A este personaje ya le conocía de otra de las ficciones del mismo escritor. Pero esta vez el conflicto está centrado en su hijo Fonchito, que ve o imagina o se inventa o vete tú a saber qué (terciada la lectura aún no está el punto aclarado) a un señor pulcro, educado, bien arreglado, que bien puede tratarse del mismísimo Luzbel. Andan todos muy revueltos ante la mera posibilidad. Incluso una especialista de la mente asegura que las visiones del "churre" son, más que ciertas, ciertísimas.  El padre, que es descreído absoluto por convencimiento, no sabe como reaccionar. Y para calmarse, e intentando meter algo de humor en el drama familiar, llega a admitir la posibilidad de que el diablo exista, hasta eso está dispuesto a hacer, pero no piensa tragar porque el mismo se llame Edilberto Torres y sea peruano.

   Pues según leía estos jaleos (he de decirte que con bastante placer), me he sentido extraño. 

   No sé si ha sido un alumbramiento, una paramnesia o, esto es lo más probable, una paja mental típicamente mía. Sí, ya, pero por un momento he dudado de mi existencia. A ver si en el fondo no soy otra cosa que inasible materia de la que están hechos los sueños del Marino.



lunes, 28 de octubre de 2013

Celo profesional

   Yo no sé comprar coches. No sé comprar casi nada en esta vida pero con los coches se me aniebla  el entendimiento y acentúa la tartaja. No sé lo que hay que mirar, ni qué cara poner, ni sé cuáles son los estándares mínimos exigibles, ni tengo preferencias por marca alguna. Ya ni te cuento con lo del regatear. Agrava la cuestión el andar siempre a dos velas, con lo que se reduce el abanico de posibilidades, no siendo ello, en este caso, una ventaja. 

   Es por eso que tan bien me vino el conocer el taller militar del sargento amigo de Pepe, donde todo eran facilidades al máximo y te podías fiar. Se encargaba de todo, Chiapucci: puesta a punto, retirada al cementerio de elefantes (cuando llegaba la ocasión, el triste día), él mismo te hacía póliza de seguros y le confiabas todo el papeleo. Hasta me pasaba la ITV cuando llegaba el momento. Con lo que yo, encantado, me desentendía de todos esos trámites tan farragosos y pésimos para mi salud mental. Pero todo en esta vida tiene trampa, vuelta de hoja o llámalo como quieras.

  En este caso, adquirió el aspecto de funcionario del Ayuntamiento de Segovia, persona celosa de sus deberes. Un profesional, el hijo de puta. Viviendo ya en Burgos me llegó una notificación  del citado organismo, ¡a mi puesto de trabajo! Lo peor de todo, quizá, es que no me llegó a mí sino a la jefa de asuntos generales. Ya sabes, los temas económicos y de personal de una tacada. Suelen ser unas joyas. La que entonces ocupaba el puesto en la Delegación (llamémosla cripticamente M.M., por evitar futuros problemas judiciales) era digna de tal tópico. Iba a ponerme a dedicarla una larga serie de epítetos pero no se lo merece. Digamos, contrayéndolos todos, que era mala. De esas que se alegran con la desgracia ajena. Se vino hasta mi despacho agitando un papel. Nunca fue tan ella. "Nos ha llegado este essscrito". Siempre la pronunciaba así, la tal palabra. Tenía unos conocimientos tan pésimos de los asuntos en los que trabajaba que no diferenciaba una resolución de un pliego de cargos, por ponerte dos sencillos ejemplos. Todos eran "essscritos". Lo pronunciaba así, como que le diesen asco. El papel, que agitaba ante mis ojos cogido con dos deditos, conminaba al departamente competente a retenerme el sueldo hasta saldar yo con el municipio segoviano una deuda que con él tenía, en concepto de impuesto de tracción mecánica de vehículos. Le dije a la tipeja que lo dejase estar, que en un par de días lo solucionaba. 

   Y me puse a llorar.

   Ya que, según la notificación, adeudaba yo a las arcas municipales de esa ciudad el citado impuesto, por el periodo de 5 años. Lo anterior a esa fecha habría prescrito. Pero durante esos largos cinco años, el pedazo de cabrón se había dedicado a publicar mi nombre en el boletín de la provincia, comunicándome cada actuación que había seguido y otorgándome el plazo legal para presentar cuantas alegaciones creyese yo convenientes. 

   Seguro que nos pilló en el peor momento para lo del bolsillo familiar. No ha habido en nuestra trayectoria doméstica momentos propicios para recibir tales noticias pero hasta en la ruina hay grados. 

   Todo esto tendría cierto grado de gravedad pero no sé si por sí solo merecería ser aquí contado. La peculiaridad se encontraba en que el citado impuesto se multiplicaba por tres, ya que, al no haber dado ni yo ni nadie de baja todos estos cochecitos cochambrosos de los que te vengo hablando, figuraba yo allí, en los archivos de esa ciudad a la que tanto cariño cogí, como orgulloso propietario de tres vehículos por los que cotizar a la Hacienda Pública, por más que llevaran años y más años fenecidos. Un pastón.

   (Otro día te cuento cómo acabó el problema, pero quiero agradecer enormemente desde estas páginas a Charo, que es ciega para ellas, lo bien que se le dan esas cosas de renegociar con los organismos. Un beso, cariño).

-0-


   Como lo prometido es deuda, hoy te pongo algo de la Bjork, cuando era jovencita. ¡Pero qué bien que pronuncias "Bjork"!






viernes, 25 de octubre de 2013

El resto de la "flota"

   No lo recuerdo con nitidez pero sospecho que, ya aquel fin de semana, cuando llegué a Segovia con las justas con el R12 clínicamente fallecido, regresaría el domingo a Valladolid con otro de los coches del compraventa Chiapucci. A mucho más tardar a la semana siguiente. 

   Con la nueva adquisición mejoré mi estatus notablemente ya que se trataba de un automóvil de fabricación inglesa, nada menos, un Rover, por puntualizar, también entradito en años pero en un estado de conservación bastante aceptable. Ignoro de qué tipo en concreto se trataba. No logro recordarlo ni aún mirando modelos antiguos en internet. Bien pudiera tratarse de un 420, aunque no pondría yo la mano en el fuego. De lo que sí me acuerdo es de su color cremita, muy sufrido para mis escasos miramientos, y de que en el interior de las puertas tenía unos detalles ornamentales de madera. Qué prestancia. Me duró el resto de mi estancia en Valladolid e incluso un par de años más, viviendo ya en Burgos. También lo dejé bastante machacado. Tuve la suerte de coincidir su dada de baja con el momento en que nos fuimos a vivir a Cardeña, pues no hubiera aguantado demasiados trayectos. Siempre he pensado que compro los coches no de segunda sino de penúltima mano, no sé si me explico.





    Después vino el ZX que tan bueno me salió y el Mitsubishi que ha hecho cambiar mi forma de conducción. Me parece que parezco un camionero, tan arriba del asfalto. Pero a esos dos ya les has conocido y no hace falta que te cuente.

   Terminaré, pues, este apartado automovilístico con una pequeña anécdota que habla mucho de cómo soy, a veces, de animal. Pero creo que lo dejaré para la siguiente entrada, que no sé qué hago con mi vida pero no me da tiempo para nada.

   Hoy va un vídeo que, según me aseguran, fue el primero de toda la historia de la industria musical. Vete a saber. 






    









jueves, 24 de octubre de 2013

Un año

   Si no recuerdo mal, hoy se cumple justo un año de que empezamos con esta vaina. 

   Por ello, pero también porque te vas hoy pronto de la oficina y porque voy justo de contenidos, lo celebraremos con sencillez. No habrá canción (por hacer este día diferente). Solo unas cuantas imágenes para nuestros ojos.



















miércoles, 23 de octubre de 2013

Los autos también van al cielo

   Creo conveniente, por no dejar deshilachados en nuestro recorrido, y se formen luego nudos gordianos, que he de hacerte una descripción somera del resto de, por así llamarla, mi flota.

    El R12 no duró mucho más. Un día en el que pretendía volver con él de visita a Segovia, ya al atardecer, el jodido no arrancó. Abrí el capó y pude observar que cubriendo toda la batería y sus inmediaciones había una espuma sulfurosa y espesa, que no vaticinaba nada bueno.  Ya por el hábito, avisé a los de la ayuda en carretera. Siempre tengo suerte con los desconocidos. Y esta vez no iba a ser menos pues me llegó el de la grúa que era un cacho de pan. Abrió de nuevo el capó (que yo ladinamente había cerrado) y se llevó el gran disgusto. Aquello tenía mal arreglo, a no ser que nos acercásemos a una gasolinera a por una batería nueva. Y aún así... Le hice saber que, por la parte económica, no andaba demasiado boyante y que, encima y además, había quedado en una hora y en otra ciudad con la mujer de mis sueños. Aquello de la princesa debía de ser mentira pero sirvió para acrecentar su disgusto y avivar su ingenio. Con unos trapos quitó como pudo la espuma y con unas pinzas logró arrancar el motor. Me aseguró que no era lo más conveniente hacer un trayecto largo con el automóvil en ese estado pero al verme tan convencido de casi que me abrazó y me deseó mucha suerte. 

   Un trayecto sin más angustioso , con la noche oscura merodeando todo el camino y el coche pegando unos estrincones tremendos. Como que fuese a reventar o simplemente a apagarse, pero, supongo que por su propia inercia, fuimos haciendo kilómetro a kilómetro, en una agonía mecánica y dinámica como para narrarlo. Te juro, Luis, que aguantó hasta estar en la bajada que me llevaba al Regimiento de Artillería. Allí se paró ya para siempre. Le dejé caer hasta la puerta del cuartel, avisé a los reclutas que hacían guardia en la puerta de que aquel auto fenecido era para el sargento Michel y me fui a buscar a los amigos. No sin un gesto, eso sí, de agradecimiento y despedida para mi renolcito.







martes, 22 de octubre de 2013

   Así soy o así me hicieron. Releo el gulli del viernes y creo que, no valgan falsas modestias, está muy bien explicado lo que me pasa por dentro cuando la vida me puede y se adueña de mi ánimo. Y encima, bastante resumido.




   Pero no nos vayamos por esos oscuros derroteros ya que, como te decía, la angustia de conductor novato me duró justo una semana. Exacta. De reloj. Y fue cumplirse y me empezó a gustar aquello. Hasta llegar a utilizar habitualmente mis vehículos como medicina contra: a) el aburrimiento, b) el encono, o para: c) acrecentar el mero placer. Lo cual, que quede claro, no me ha convertido en un apasionado del motor. Los hay a miles, Luis, y bien peligrosos. Por poner un ejemplo, cuando salía a desayunar con los de Presidencia (el alto, el bajo y el otro), era uno de los temas que llenaba nuestros almuerzos. Marcas, remarcas, características bien precisas de tal o cual modelo, últimos avances tecnológicos, casi siempre pertenecientes a productos de una gama fuera de nuestro alcance.  Chico, a mí un coche me parece bien igual a todos los restantes. Puede variar el tamaño, fabricarse, como es moda ahora, bastante achaparrados, el color también puede ser distinto, dentro de una gama de estrecho abanico. Y poco más. Que nos llevan y nos traen. Y que no den mucha guerra. Nunca estrené  un coche. De hecho, siempre los compré con demasiados años y a buen precio. Al 127  azul oscuro le siguió un R12 azul purísima, con matrícula de Córdoba y arena del desierto en sus entresijos. Esto último se debía a que había pertenecido a un teniente destinado en Ceuta. Siempre según nos iba contando el sargento Michel, al que todos, no me digas porqué, llamaban Chiapucci. Y qué ibas a pedir si este me costó veinte mil pesetas. Y me duró unos añitos y hasta el traslado a Valladolid que se hizo, el muy valiente. Con él hube de utilizar frecuentemente el servicio de ayuda en carretera que me brindaba mi seguro, contratado, ¿cómo no?, con el sargento mecánico como corredor. La penúltima vez , llegó la grúa a por el vehículo humeante y al poco, apareció un Mercedes de cinco metros y pico de largo y reluciente como un tesoro, asegurando su conductor que se trataba del taxi que nos había de llevar a nuestro destino. "Es que lo mismo te quedas tú tirado que un ministro". Venía de Cuéllar y no le dolieron prendas en ayudarnos a cargar el maletero con el montón de paquetes y paquetillos, de bolsas y más bolsas, todo bien apilado en la margen de la carretera, con destino a mi nuevo destino. Bien majo el chaval. Además de ayudar a su padre con el coche, tocaba en un grupo y tenía un pub al que me invitó desde la sinceridad, las veces que me pasase yo por su pueblo. En el asiento de atrás, Quique, que era mi compañero de viaje en aquella ocasión, no pronunció una palabra en todo el trayecto. Al llegar a la plaza de las Batallas, fue tan amable el cuellarano de ayudarnos a subir todo el equipaje hasta un cuarto piso sin ascensor y dejarse invitar luego a un par de cervezas en el bar del barrio, antes de iniciar su viaje de regreso. 

   Y así de bruscamente finaliza el gulliver de hoy, que el Marino ya casi no atina a mojar la punta de su pluma en el tintero. Ha pegado dos cabezazos de sueño en el papel, que observarás por estar un poco corrida la tinta. Lleva, bien lo sabes, sueño atrasado de mil noches y una noche más. No sé si te he dicho que la pluma es de ala de lechuza, un poco incómoda por su anchura pero alegre y de vivos colores.

-o-

   La canción de hoy ya ha cumplido 15 años. Aúna tradición y electrónica y tiene algo de salmódico. 





  





lunes, 21 de octubre de 2013

Minucias



1.
Damajuana de Agosto le dijo al señor Cartero: “¿Por dónde queda el Amor?”
Se extrañó el repartidor de estas inquietudes, pésimo como era en captar las segundas intenciones.

2.
Talludo de Huelva ha vuelto a dejarse ver. Durante un tiempo se le tenía por un fantasma.

3.
Abalorios Díaz. Sus abalorios.

4.
Pepino y Loreto suben a un autobús. No sabemos dónde van.


viernes, 18 de octubre de 2013


   Todo lo que, en estos anteriores días, ha sido un plácido navegar por un mar de miel sobre hojuelas, se convirtió de repente en una de miedo, de la serie B. La vida, que tiene esas maneras de divertirse o qué sé yo. Así que lo que venía siendo un colchón de aplomo y soltura en el que cómodamente iban transitando mis días, se tornó en acelere y desvelo, chirriar de dientes y desesperación. Ocurrió esta mutación, además, de un modo muy evidente, en el preciso momento en que, aquella noche de aquel día en que compré mi 127, con el mismo perfectamente aparcado a la puerta de nuestro edificio, a los cinco segundos de, una vez acostado, apagar la luz de la mesilla, con la sana intención de dormir como un lirón careto (ah, qué tiempos), me entraron los pánicos.

   Ignoro si alguna vez en la vida has padecido una sensación semejante. Yo podría escribir varias tesis a tal respecto, pero te resumiré aquí alguna de sus características más evidentes. Lo primero que uno percibe es que se te estrecha la mente. Es un sentimiento con un importante componente físico aunque imperceptible para el resto de la humanidad, ya que la frente se te estrecha por dentro. Y no lo hace a lo alto sino a los ancho. Y fuese porque se constriñese el cerebro o por una cadena de reacciones más complicada, elaborada con mimo y paciencia por los siglos de los siglos, en lo que llamamos evolución de las especies, la cosa es que esa presión en la cabeza conllevaba un movimiento de apertura en los ojos no muy resaltado pero sí constante y un fruncir la boca en dirección al suelo. Al poco (cuestión de segundos) es cuando sobreviene un sudor frío por toda la zona. La oscuridad de la habitación se llena de indeseables fantasmas. Ese es el momento de ponerte a adelantar el futuro, con todas sus posibilidades, tremendas y trágicas. La imaginación, otrora divertida compañera, se te desmanda y no atiende a razones. Y aparecen de la nada las obsesiones, que por definición son persistentes, las pesadas. Y no te dejan ni a sol ni a sombra. 

   Sí, Luis. Me pasé toda una semana con un agobio del tamaño de un mercante, que no me abandonaba un momento pero que se hacía más profundo en la soledad. Era allí cuando me imaginaba  al volante de mi auto. Había un semáforo enseñoreándose a mitad de la cuesta que era la calle de La Granja, la que me llevaba a casa. Y el muy cabrón siempre estaba en rojo. Y a mí no me quedaba otra que parar, imaginaba. Y se iban deteniendo también los coches que venían detrás y la cola era infinita. Y justo allí es cuando se me desobedecían los pies o quería hacer siete cosas a la vez (y tan perfectas) y en vez de obligar al vehículo a reiniciar suavemente su marcha lo que provocaba es que el coche diese un par de estrincones y se apagase. Imaginaba que con tan mala fortuna que eran vanos todos mis acelerados intentos por volver a ponerle en funcionamiento y la cola llegaba ya hasta el otro extremo de la ciudad y los pitidos no cesaban y los improperios y la gente que ya se bajaba de sus autos y vociferaba detrás de los cristales y con cuánto odio en sus caras ... y... Y los chirridos en mi cuello, y los ojos muy abiertos, y el tembleque, y el sudor helado, y la frente que se apretaba más, y más... Jo, Luis.







jueves, 17 de octubre de 2013

El taller

   Así que sí. Desde aquel día de la revelación, los viajes los hacíamos ambos con las gafas bien caladas y degustando al frente lontananzas.

   Se ve que le comentaría que estaba bonito aquello de viajar y fue entonces que Pepe ya tenía una misión. Ignoro si es por su educación castrense o que le venga por la parte genética del asunto, pero cuando Pepe tenía una misión no cejaba en el empeño ni existían barreras imposibles de derribar. 

   Sí. Se le metió en la cabeza que yo tenía que volver a conducir (si aquella brevísima intentona de hace ya tanto sirviese de precedente). Como le conocía bien tampoco pondría demasiados reparos a sus pretensiones y me dejaría arrastrar por la suave pendiente de su estrategia. 

   Empezaría todo con una clases recordatorias en un polígono a las afueras. Era buen profesor ya que te elogiaba los éxitos y se tronchaba con los errores, pese a los raspones que sin duda quedarían como testigos en su caja de cambios. 

   Cuando me vio apto para salir al mundo exterior, me llevó una tarde a su cuartel. Trabajaba en la Academia de Artillería, en un pedazo terrenón a las afueras de Segovia, "con piscina privada y un salón de té". En la piscina, cuando nos colaba, en los veranos, me hacía yo el chulito con mi melena mojada delante de tanto rapado y de las hijas de los oficiales, todas tirando a preciosas. Pero ese es otro cantar que lo mismo cabe en esas páginas, pero en otra ocasión, que se me van las peteneras al desgaire.

   Al fondo del amplio recinto estaban los talleres mecánicos. Allí campaba por sus respetos el Sargento Michel, madrileño y lince en el mismo paquete. En los largos periodos en los que no tenían ningún carro de combate ni blindado militar al que echarle el diente, se dedicaba a lo que podía denominarse, sin temor a caer en exageración, como su Palacio del Motor. Con media docena de soldaditos enchufados (que tenían una buena oportunidad de aprender un oficio) entregados a sus órdenes. Dudo que hubiese en toda la provincia un taller mejor equipado. Como no podía ser de otra manera, también se dedicaba a la compra-venta de vehículos y ese parecía ser el motivo de nuestra visita. 

   Salí del recinto montado en un Seat 127 de un color azul muy oscuro, sí, ya, casi negro. Tenía su prestancia. Parecía uno de los que usaba la Guardia Civil. Y me costó cincuenta mil  pesetas.






miércoles, 16 de octubre de 2013

Allí, a lo lejos

   El trayecto Segovia-Burgos lo hicimos en innumerables ocasiones, Pepe y yo. Y por supuesto que (aprox.) el mismo número de veces lo realizamos viceversa. Siempre elegíamos, para estos últimos, los regresos, unas horas inhumanas, ya que, al ser el "movimiento tráfico" mucho menos denso y las luces de los coches muy orientativas en aquellas épocas, según el conductor Pepe, se hacía el viaje más cómodo y seguro. Llegábamos a nuestro destino con las justas para quitarnos las legañas y la tontería y encaminarnos a nuestros respectivos curros, con más sueño que el perro de un ciego, que no sé si sabrás pero no solo de hambre estaban hechos sus pesares. 

   Fui cogiendo yo, a base de estas costumbres tan reiteradas, una gallardía aplomante de copiloto profesional, siempre pendiente del más ínfimo detalle para hacernos los trayectos más beneplácitos y complacientes, amenos y socorridos. Lo que se dice una madre, allí a la diestra del que manejaba el volante. 

   Hete aquí que un ¿viernes?, ¿sábado?, quién sabe, ya anochecido el día, íbamos para Burgos y salió a colación el tema de las dioptrías. No ha de parecerte extraño el motivo de conversación elegido, ya que fueron años de convivencia y en tal alargado transcurso de tiempo da para hablar de las cosas más inauditas e insospechadas. Y menos te ha de extrañar si tienes en cuenta que, cada vez que montábamos en su Opel Corsa, rojo como mi corazón, Pepe, al acto reflejo de ponerse el cinturón de seguridad, acompañaba  el acto reflejo de sacar de la guantera una funda y de la funda unas gafas, que se encasquetaba como mandan los cánones de cualquier óptica que se precie de serlo. Con las dos manos (utilizando únicamente los dedos índices y pulgares) abría las patillas, que se acomodaba con habilidad detrás de las orejas, sin aproximarse en ningún momento a las lentes del artilugio. Hay gente así. 

   Quizá me interesé por el grado de necesidad de aquel gesto para nuestra integridad física. Quizá fue una hablar por hablar. La cosa es que Pepe, que la mayoría de las veces era explícito y dicharachero, optó aquella vez por conminarme a volver a abrir la guantera del auto, ubicada justo enfrente de mis rodillas. Encontré allí, sin gran esfuerzo, otra funda con otras gafas dentro, de un modelo más anticuado pero aún aptas para la función que fueron diseñadas. 

   Joer, macho. Hay ocasiones en la vida que siempre se recordarán por el impacto que han causado en nuestra psique. El momento exacto en el que te dijeron que un pirado había matado a tiros a John Lennon. La colisión del avión en la segunda de las Torres Gemelas. Y sí, para mi anodina historia personal, aquella vez que me encasqueté las gafas de repuesto de Pepe. 

   Se veían las señales de tráfico, Luis, allá a lo lejotes. Nítidas como el diamante. Los pueblos, Luis, se veían los pueblos de la meseta mucho antes de que nos aproximásemos a ellos. Eran infinitas las estrellas en el cielo. Nunca. Nunca como en aquella ocasión se me abrieron los ojos.  





martes, 15 de octubre de 2013

G al volante (2)


   No volví a tomar un volante en mi vida. Hasta que, terciada ya mi estancia en Segovia, Pepe vino a solventar esa mácula en mi currículum. 

   Todo comenzó en uno de nuestros múltiples viajes de ida y vuelta a Burgos, el lugar de nuestros amores. No te digo más que, un poco antes de llegar a Pardilla, justo al dejar atrás el cartel verde, indicador de que entrábamos en nuestra querida provincia, apagábamos el radiocasete y entonábamos en el tono más grave y circunspecto que nuestras cuerdas vocales nos permitían "El Himno". Íntegro.

   "Tierra sagrada donde yo nací,
suelo bendito donde moriré".


   "...robusto poema tallado en granito
cual timbre glorioso de nuestro blasón".

   "Salve tierra adorada de mis amores
salve cuna sagrada de mis mayores".

   Así en ese plan.

   El resto del trayecto nos dedicábamos a berrear lo más florido del pop español de entonces. Recuerdo con especial cariño la del "Tonto Simón", de Radio Futura, ya que, una vez, al poco de empezarla, comenzó a chaparrear y el coche de Pepe hizo perfecto un aquaplaning. Enmudecimos mientras dabamos un giro exacto de 360 grados por la carretera. El auto se detuvo, enfilado de nuevo hacia nuestro destino. Sí, reinaba el silencio. Pepe pisó el acelerador y empezamos otra vez a cantar por donde lo habíamos dejado. 

   "Ya se retira el sol y los hombres acechan
   sentados en la puerta del bar..."


  
    Recuerdo también otra ocasión, que nos aventuramos en una tarde de gran nevada. Ay, juventud insensata. Seguro que ya existía la AEMET, que entonces sería instituto o subsecretaría pero que avisaría a los usuarios del peligro. Andarían las prediciones por el medio metro de altura por lo que  en ningún momento se veía el gris de la carretera. Ni casi las señales de tráfico, del pedazo de nevadón. Fue una de esas ocasiones en las que, una vez superada la prueba, mirabas a Pepe y no te quedaba otra que sacudir la cabeza, reconociéndole el mérito.




  




lunes, 14 de octubre de 2013

Gulliver al volante

   Con Cuchi terminó pasando lo que tenía que pasar. Que me contagió esa manera de ir por el mundo. Y mira, chico, hasta hoy. Es fácil que esto le ocurra a alguien cuyo primer y único mandamiento ha sido siempre el no molestar. 

   El hecho de ser una pareja tan ecológica (en el más amplio sentido de patatín...) no cambiaba para nada mi forma de proceder. Seguía igual de tímido o de pendejo. De payaso o de soseras. De insensible o de llorón. Pero con cada mínimo movimiento parecía que se conjuntasen los astros del cielo para lo de la amplia armonía. No aprendí a levitar pero me faltó bien poco. Y encima con una suavidad y una guasa...

   Hasta que llegó Pepe en mi ayuda. Te cuento.

   Nada más cumplir los 18 y con la pastizara fresca de mis trabajos estivales, me saqué el carnet de conducir. A la segunda, esto por culpa de los contratiempos con los que a veces se entretiene la vida. Por aquel entonces, para conseguir el ansiado documento rosa había que superar tres pruebas: la teórica, las maniobras y la práctica. Las maniobras, que ahora no existen como tal, consistían en una docena (aprox.) de situaciones muy habituales en el mundo real pero llevadas al laboratorio. Que si la rampa, que si el zigzag, que si el aparcamiento. La más temida de todas era la curva marcha atrás. Te iba a explicar someramente en qué consistía pero creo que con su mera denominación queda bastante claro el asunto. La cuestión era no pisar las dos rayas paralelas pintadas en el suelo y que marcaban los límites del recorrido del auto. A tal efecto, y por calmar las angustias de los alumnos, en las autoescuelas pintaban una serie de rayitas en el marco del cristal trasero del coche con el que dabas las prácticas. Metías la marcha atrás y tú ibas todo recto, lentamente, hasta que la marquita azul coincidía en el espacio y en el tiempo con la raya exterior de las dos que había en el asfalto. Justo en ese momento, con sumo celo había de darle un cuarto de vuelta al volante y permanecer en esa posición hasta que la marquita verde llegase a solapar la raya interior, momento en el cual deshacías el movimiento, o sea que girabas el volante su cuarto de vuelta pero en sentido contrario. No sé si me explico. El coche, obediente, volvía a tomar una dirección recta, dejabas atrás el obstáculo y prueba superada.

   El día del examen, en unas pistas que tenían al efecto en una explanada por la carretera de Cortes, yo iba  sobrado. Cada uno tenía que hacer 2 pruebas, que te adjudicaban por el sencillo procedimiento de sacar 2 bolas de una bolsa de tela bastante mugrienta. El puro azar. A mí me tocó la rampa, que superé sin dificultad y, ¿cómo no?, la curva marcha atrás. Dejé el coche perfectamente cuadrado en la posición inicial. Pisé a fondo el embrague, para que engarzase sin esfuerzo la marcha adecuada, y le fui soltando con una suavidad de libro. Sin apenas pisar el acelerador, el motor obedeció mis órdenes y empezó a moverse con lentitud. Aproveché a mirar un momento las caras circunspectas  de mi profesor y el examinador y, justo cuando echaba el brazo atrás, para ver la conjunción de las marquitas, choqué con un elemento inesperado, que nunca había estado ahí: el reposacabezas. 

   Me cagué en la puta, supongo, y busqué la mirada de mi profesor, por ver si me entendía de un solo vistazo. Con lo que a todas estas, me salí. 

   Aprobé a la semana siguiente. Ya las prácticas fueron un paseo. Y mi padre me dejó su coche, un Simca 1200 dorado (sí, dorado) para un viajecito a Basconcillos del Tozo. No me digas a qué íbamos a semejante localidad. Solo me acuerdo que a mi lado iba mi hermana Bego y en los asientos de atrás un par o tres de amigos suyos, uno vestido con una túnica y todos sin excepción acojonados.





viernes, 11 de octubre de 2013

El hijo de Martin

   Ay, la enfermedad.

   Eso sí, cuando los vértigos y los estertores me dan cuartel, me pongo a pensar en el Gulliver que tan abandonado tengo. Y así que, sin pretenderlo, me veo como un figurón a la proa del Proud Mary. Abolutely Sweet Proud Marie. No es extraño pues que el mistral me golpee en la cara y me enrede la melena y me sobrevengan más recuerdos segovianos. 

   Como cuando aquella vez, que nos encontramos con Martin (no Martín sino Martin), que acababa de ser padre y andaba (y de qué manera) festejándolo. Le volvimos a ver, trascurridas sus buenas 24 horas, y el tío seguía festejando y de qué manera. Y pasó otro día y aún le quedaban fuerzas al animal. La cara era un poema pero aguantaba la sonrisa aunque fuese a verso quebrado. La misma ropa, ya bastante mugrienta. Seguía, eso sí, invitando a tragos a Troche y Moche. Logramos, por las buenas aunque con gran derroche de energías, que se sentase con nosotros y nos intentase explicar algún detalle de sus sentimientos, que le rebosaban por las orejas. Estaba encantado. Era lo más grande que le había pasado en la vida. Y eso que su vida tendía a ser excesiva sin necesidad de acontecimientos como aquel. No cabía en sí, siendo de gran tamaño su sí. Cada poco le teníamos que convencer de que no se levantase y siguiese dándole, a su modo,  gracias al cielo. Por calmar sus arrebatos y por pura curiosidad, le preguntábamos los pormenores del feliz suceso. Que si cuánto había pesado, que si a quién se parecía... Y cuál no fue nuestra sorpresa cuando, ante lo escueto de sus explicaciones, llegamos a comprender que, con tanto festejar, aún no había tenido tiempo de pasarse por el hospital a conocer a su hijo. 

   Lo más seguro es que le pudiese la responsabilidad. 






jueves, 10 de octubre de 2013

Aclaración (¿pertinente?)

   Me he quedado atragantado con una palabra. No creo que vaya a más la cosa pero como estoy débil de defensas y, consiguientemente, picajoso por dentro, no quiero que se me infeste o se me enquiste.  

   Define la Real Academia ecología como la "ciencia que estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno". Y por ahí que me vienen a mí las preocupaciones de no ser bien comprendido, ya que el uso que en la actualidad se da a ese término está mucho más cercano al ámbito referido al entorno que al que atañe a los seres vivos y sus relaciones entre sí, cuando, precisamente, los académicos han reseñado estas relaciones en primer lugar y solo después meten al entorno en el saco.



   Cuchi era (y seguro que sigue siendo) ecológica en el más amplio sentido de la palabra ya que se relacionaba con suma facilidad tanto con los demás como con el medio circundante. No recuerdo haberla visto ni una sola vez enfadada. Quizá preocupada o triste sí, pero no enfadada. Ni tan siquiera las veces que, porque sí, por esa característica que poseemos el resto de los seres humanos, la puteaba yo sin tener ni motivo ni razón. Seguro que no fueron muchas veces pero sí, Luis, yo también puedo llegar a ser un gilipollas integral a nada que me lo proponga. 








martes, 8 de octubre de 2013

Cuchi


 -o-

   Ignoro como acabó aquella tarde que sin darnos cuenta se convirtió en noche. Solo sé que al amanecer Cuchi seguía a mi lado. Y que al poco se vino a vivir a casa como si tal cosa. Como que se fue quedando. Y así estuvimos pero que mucho tiempo.

   Olía a bebé. No sé si es una característica extendida entre los casi albinos. 

   Aparecía siempre a tu lado riéndose, nerviosa. No sé. Era como la niña chica de Segovia, a la que todos cuidaban y daban caramelos y se partían el alma por ella, si fuese preciso. Ha sido la persona más ecológica que he conocido, y quizá sólo yo me entienda ante esta afirmación tal a destiempo, tan fuera de lugar.

   Por seguir con la fijación, tenía unas tetas redondas, con unos pezones chiquitos, en el puto centro. No era guapa pero tampoco fea. O tenía un abellaza alejada de los cánones. La quise a rabiar pero nunca estuve enamorado de ella. Y ella lo sabía. No sé si sufría por ello. Si era así, nunca lo demostró. No se le ocurría luchar contra lo invencible. A cositas de este tipo me refiero cuando digo que era adorable y ampliamente ecológica. 

   Su futuro era incierto pero tampoco aquello hacía que se desviviese. Por haber estado siempre en la calle no acudió demasiado a la escuela. Ser la última y con unos hermanos tan desastrados tiene que los padres, ya aquella vez, con ella, dejaron funcionar a la Naturaleza y se despreocuparon de su educación. Se ve que ya estaban agotados de intentos fracasados. Les salió una buena persona. Mientras yo la conocí no tuvo un trabajo que le durase más de unas semanas. Pero nunca le faltaba un duro para los escasísimos vicios. Sus botellines de Mahou y poco más. Comía como un pajarín y se vestía con cualquier cosa. 

   A muchos de sus muchos amigos ya les conocía yo de antes pero el hecho de estar con ella traía en los bolsillos que volvías a conocerles de otra manera. Como que todos formásemos parte de una gran familia, dedicada a la bendita tarea de librar a Cuchi de los peligros en los que nunca iba a meterse. 

   La última vez que la vi fue en mi boda con Charo. Lucía preciosa e incómoda en un vestido de rasos y destellos, azul. Su pelo de chico echado hacia atrás con una diadema plateada. Se había maquillado y todo. Hoy me la imagino regentando un bar cualquiera de los muchos en los que trabajó. Un bar que ella ha convertido en especial, con música cañera y clientela fiel y bebedora.









lunes, 7 de octubre de 2013

Colapso en el salón (segunda o tercera parte, ya quién sabe)

   A ver cómo ponemos todo esto otra vez en marcha. No me aperece el mero chascar de dedos ni tampoco quiero que luzca demasiado teatral. Vale, vale. Lo haremos como en las pelis. 

   Suena un chirrido de cadena repasada y todo adquiere el movimiento habitual

   La paloma y la chica de la Vespa abandonan la escena con la celeridad adecuada. El camarero, al que ahora vemos en su totalidad, con su brazo izquierdo debidamente colocado a la espalda, muy profesional, termina de verter la bebida y golpea suavemente con la botella en el canto del vaso, por que la espuma no se desparrame y afee la toma. Dentro del bar de moda, en el piso superior, las chicas le enseñan a Pepe un truco viejo y sabido. El chaval baraja las cartas como un profesional del poker por ver si impresiona. Ignoro si Gabriela ha mirado hacia los sofás y se ha percatado. Si así ha sido, ni un músculo de su preciosa cara lo ha delatado.

   En el tresillo, termina el beso que nos ha durado una semana. Cuchi se echa para atrás y en su cara relumbra la perenne sonrisa que la define. Gulliver no sabe qué pensar ante ese gesto feliz. La mira largo rato, seguro que intentando adivinar el significado de aquello. Un tic de intención. Nada. Las cejas se suben ellas solas, la sonrisa no acaba. La sonrisa, que se le ha contagiado al muchacho navegante sin que él se diese cuenta. La chica le coge con suavidad la cabeza y la posa en su regazo. 







viernes, 4 de octubre de 2013

El muchacho presuntuoso

   Anda Gulliver aún a vueltas con el tono que ha adquirido su diario de bitácora en estos últimos tiempos. Y así, no para de explicarse. 

   No. No es el marino un pretencioso de libro ni un creído de salón. Está muy lejos de pensar que lo normal sea que, en este mundo en el que vivimos y en el resto de mundos posibles, las mujeres se le echen encima como a un panal de rica miel. Y es por ello, por lo sorprendente del asunto, que lo intenta narrar, por más torpemente que sea, en estas páginas inacabables. 

   Y sigue y sigue el Marinero dando razones, arguyendo excusas, y recuerda frases que oyó a su madre. Hay ojos que se enamoran de legañas, y otros decires por el estilo. Me está poniendo la cabeza como un bombo, el Barquero, con tanta súplica de perdón. No quiere parecer chulesco. El de las mil princesas, el irresistible caballerito chico. 

   Y venga a hablarme de sus notables defectos. Que si narigón, que si gordito desde pequeño. Que si tiene todo caído, como una vez le dijeron con maldad. Los ojos, los mofletes, las comisuras de la boca. Lo que más los hombros. Que es asimétrico y de orejas grandes. De verdad que me está sacando de mis casillas, quizá porque le comparo con la Pollo, que anda a vueltas con su cuerpo, que se está empezando a hacer. 

   Aunque quizá me sirvan sus sollozos para poder explicarle a mi hija de qué va todo esto. Y ya sé que no la convenceré pero quizá en algún momento se detenga a pensar que no es probable pero sí posible que su padre tenga aunque sea un poquito de razón.

   Y eso no deja de ser un efecto colateral estupendo de estas humildes escrituras.



jueves, 3 de octubre de 2013

Un alto obligado en el camino

   Llegados a este punto de nuestra narración, creo conveniente parar la historia como hacen en algunas películas. Ya sabes. Arriba, a la izquierda, la paloma detiene su vuelo en mitad de la nada. Al humo del cigarrillo del protagonista se le hielan las volutas. La Vespa que pasa por la calle, en primer término, manejada por una jovenzuela con el casco enorme y colorido, se mantiene en un extraño equilibrio, tapando de nuestra vista, sin ella pretenderlo, casi el cuerpo entero del camarero que está derramando una bebida de cola sólida como el mercurio (y yo me entiendo) en un vaso de hielos cúbicos como el azar. Quizá sea lo más curioso de la estampa, la desfachatez de la espuma de la bebida, paralizada, contranatura. 

   Dejemos así pues a Pepe y a las chicas, alborotados en la mesa camilla. Dejemos también a Cuchi, que estaba a punto de acabar de besar al Marino, que simplemente se deja hacer.

   Y puntualicemos, maticemos, y a la vez conjeturemos. 

   Lectores habrá que intenten precisar, casi científicamente, el porcentaje de verdad y de mentiras que se incluyen en estas páginas. Estarán en su derecho, pero por mor de facilitarles la costosa tarea, Gulliver ya ha puntualizado en algún momento que un 37%. Una cantidad exacta de desmemorias, locuras, sueños, deseos y paparruchas. La dosis adecuada, le ha parecido al que esto escribe, para mantener a la vez la tensión y la credibilidad.

   Ya que, en el fondo, ¿qué es la mentira?, ¿qué es la verdad?




   Hoy te vas a la Sierra, de visita expost o como las llaméis. Vas con inspectora y ya sabes cómo se las gastan. Así que saldréis prontro. Espero que los tejemanejes en los que se ha metido el muchacho navegante no te despisten de las vistas. Espero que no os llueva y que veáis el millón de colores que veía yo cuando iba al pueblo de mi madre en estas fechas. Los amarillos, los rojizos y los ocres. Mi padre, que era guarda pero que de árboles sabía lo imprescindible, le echaba la culpa a los fresnos. Y bien puede ser. 


   Espero también, que, por el camino, tararées sin darte cuenta la canción que ahora te pongo y que a mí me gusta mucho.





miércoles, 2 de octubre de 2013

Justo antes de pasar diez minutos

   Hablábamos ayer de Gabriela, la niña diosa, en el bar de moda. Mencionábamos, aunque más bien someramente, las artimañas que te enseña la vida para sortear según qué situaciones, una vez trancurridos los años necesarios, con sus meses, sus semanas y sus días. Para incluso salir airoso y pinturero. Ay si desde siempre hubiéramos sabido lo que ahora sabemos de la condición humana. 

   Lo malo de todo esto es que estoy escribiéndote con un saco calentito sobre mis hombros, de esos rellenos de trigo sarraceno o cualquier otra clase de trigo que al efecto valga. Por ver si mis escasos músculos se descontracturan o lo que tengan que hacer los músculos para dejar de marearme y que mis cincuenta años de humanidad no me parezcan una cuesta en bajada bien pronunciada hacia la mierda.

   Y voy yo y me pongo con valentonadas de conquistador.

  



   Pero así va la vida.

   Te decía que seguro que fue por cosa de diez minutos que no me raptase a la niña diosa. ¿Hubiera quizá cambiado mi vida? Visto con la debida distancia, tengo casi la seguridad de que no. Una de las características consustanciales a este tipo de mujeres es que o dejas de existir y dedicas tus fuerzas únicamente a su veneración o la relación dura un minuto. Eso lo saben hasta en párvulos. Mas no era aquello lo que me paralizaba en aquellos momentos. Es un precio que se paga sin mirar, sin saber dónde te metes. Eran, fueron, aquellos diez minutos que no terminaron de pasar.

   Ya que...

   ... ya que Cuchi, de la que ya casi nos habíamos olvidado, me reclama desde el sofá del tresillo, al fondo del salón del bar de moda. Con alguna urgencia o qué sé yo. Lo primero que siento es curiosidad por saber cómo ha llegado hasta allí sin que yo me diese cuenta. Luego pienso que parece perentorio que acuda a su llamada. 

   Llegados a ese término, lo único que hace la muchacha es abrazárseme al cuello y darme un muy duradero y extraño morreo. 










martes, 1 de octubre de 2013

Colapso en el salón

   Ayer me quedé colapsado ante lo intrépido de mis conjeturas. Ante lo osado de mi sinceridad. La niña diosa con ojos solo para mí. Qué desfachatez, qué soberbia, qué presunción, qué arrogancia. Y más en un pendejo desorejado, con mil quinientos complejos en las alforjas, todos muy motivados, muy antiguos y muy profundos. Dolorosísimos. Pero aunque estos obnubilen y te impidan ser natural en tu comportamiento, en tus movimientos más habituales y sabidos, en tu manera de intentar estarte quieto, existe, incluso en los intelectos más primarios y descacharrados, una forma de sabiduría, ya no sé si instintiva, química, olfativa... muy primaria, en cualquier caso, que te avisa de que la niña diosa te está mandando dardos cargados de intención a más no poder. 

   Con la connivencia de sus amigas, además. Para lo del más inri. Esto ya me lo pienso yo ahora, porque cuando uno va en caída libre hacia el gran océano de las vergüenzas, no hay nada como meterse un par de ladrillos más en las alforjas para acelerarlo todo y llegar antes al desenlace.

   Visto con la distancia y la experiencia que ahora poseo, mi reacción de entonces a tan deseados como inesperados mensajes era digna de un perfecto estratega. ¿Cómo reaccionaba yo?, quizá te preguntes. Pues como que no iba conmigo el asunto. Como quien oye llover en pleno chaparrón universal. 

   Es posible que aquella respuesta que tan automática me salía formara parte de mi (presunto) encanto. Qué sé yo. En cualquier caso, allí estaban Pepe, Cuchi, las chicas, la diosa. Para mí eso ya es multitud. Sobre todo si hay una diosa presente y te manda unos pupilazos de hacer pupa si te pillan desprevenido. Y todos tus enormes y antiguos complejos te dicen que, por más que lo sepas, es imposible. 

   Con lo que empieza, o ya ha empezado hace rato, el baile de don Tristrás, lo del tuya mía, que sí que, que no que. Y los complejos, desde el hombro izquierdo me susurran maldades. A ver si solo se está riendo del tonto marino, la diosa. Y mis prestancias, que se me han subido como han podido al hombro derecho, no dicen nada y cada vez se las ve más reconsumidas. Hasta que llega por correo urgente el, por ahora,  último mensaje en forma de pregunta. "¿Y tú qué?". Breve pero certera la saeta porque con la niebla que se ha puesto hace ya rato no tengo ni idea de lo que me está preguntando. No sé ni tan quiera si aquello era una pregunta o una declaración de intenciones.

   Joder, Luis. Si me pilla entonces con lo que ahora sé. 

   O quizá fue solo cuestión de tiempo, quizá con diez minutos más hubiera bastado. No sé, a la siguiente puya haberme vuelto ya del todo loco y  cogerla por las piernas y cargármela como un saco y salir pitando, habiéndola raptado, y no parar hasta que dijese "me rindo".

   Diez minutos de mierda. Pero hay veces en la vida que, por una cosa o por otra, no se dispone de esa mierda de diez minutos...

   ...como sin duda se verá en venideros gulliveres.



   Mientras llegamos o no al desenlace, te dejo trago largo por si no te cuadra lo que echen en Radio Clásica esta mañana.