El R12 no duró mucho más. Un día en el que pretendía volver con él de visita a Segovia, ya al atardecer, el jodido no arrancó. Abrí el capó y pude observar que cubriendo toda la batería y sus inmediaciones había una espuma sulfurosa y espesa, que no vaticinaba nada bueno. Ya por el hábito, avisé a los de la ayuda en carretera. Siempre tengo suerte con los desconocidos. Y esta vez no iba a ser menos pues me llegó el de la grúa que era un cacho de pan. Abrió de nuevo el capó (que yo ladinamente había cerrado) y se llevó el gran disgusto. Aquello tenía mal arreglo, a no ser que nos acercásemos a una gasolinera a por una batería nueva. Y aún así... Le hice saber que, por la parte económica, no andaba demasiado boyante y que, encima y además, había quedado en una hora y en otra ciudad con la mujer de mis sueños. Aquello de la princesa debía de ser mentira pero sirvió para acrecentar su disgusto y avivar su ingenio. Con unos trapos quitó como pudo la espuma y con unas pinzas logró arrancar el motor. Me aseguró que no era lo más conveniente hacer un trayecto largo con el automóvil en ese estado pero al verme tan convencido de casi que me abrazó y me deseó mucha suerte.
Un trayecto sin más angustioso , con la noche oscura merodeando todo el camino y el coche pegando unos estrincones tremendos. Como que fuese a reventar o simplemente a apagarse, pero, supongo que por su propia inercia, fuimos haciendo kilómetro a kilómetro, en una agonía mecánica y dinámica como para narrarlo. Te juro, Luis, que aguantó hasta estar en la bajada que me llevaba al Regimiento de Artillería. Allí se paró ya para siempre. Le dejé caer hasta la puerta del cuartel, avisé a los reclutas que hacían guardia en la puerta de que aquel auto fenecido era para el sargento Michel y me fui a buscar a los amigos. No sin un gesto, eso sí, de agradecimiento y despedida para mi renolcito.
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