jueves, 17 de octubre de 2013

El taller

   Así que sí. Desde aquel día de la revelación, los viajes los hacíamos ambos con las gafas bien caladas y degustando al frente lontananzas.

   Se ve que le comentaría que estaba bonito aquello de viajar y fue entonces que Pepe ya tenía una misión. Ignoro si es por su educación castrense o que le venga por la parte genética del asunto, pero cuando Pepe tenía una misión no cejaba en el empeño ni existían barreras imposibles de derribar. 

   Sí. Se le metió en la cabeza que yo tenía que volver a conducir (si aquella brevísima intentona de hace ya tanto sirviese de precedente). Como le conocía bien tampoco pondría demasiados reparos a sus pretensiones y me dejaría arrastrar por la suave pendiente de su estrategia. 

   Empezaría todo con una clases recordatorias en un polígono a las afueras. Era buen profesor ya que te elogiaba los éxitos y se tronchaba con los errores, pese a los raspones que sin duda quedarían como testigos en su caja de cambios. 

   Cuando me vio apto para salir al mundo exterior, me llevó una tarde a su cuartel. Trabajaba en la Academia de Artillería, en un pedazo terrenón a las afueras de Segovia, "con piscina privada y un salón de té". En la piscina, cuando nos colaba, en los veranos, me hacía yo el chulito con mi melena mojada delante de tanto rapado y de las hijas de los oficiales, todas tirando a preciosas. Pero ese es otro cantar que lo mismo cabe en esas páginas, pero en otra ocasión, que se me van las peteneras al desgaire.

   Al fondo del amplio recinto estaban los talleres mecánicos. Allí campaba por sus respetos el Sargento Michel, madrileño y lince en el mismo paquete. En los largos periodos en los que no tenían ningún carro de combate ni blindado militar al que echarle el diente, se dedicaba a lo que podía denominarse, sin temor a caer en exageración, como su Palacio del Motor. Con media docena de soldaditos enchufados (que tenían una buena oportunidad de aprender un oficio) entregados a sus órdenes. Dudo que hubiese en toda la provincia un taller mejor equipado. Como no podía ser de otra manera, también se dedicaba a la compra-venta de vehículos y ese parecía ser el motivo de nuestra visita. 

   Salí del recinto montado en un Seat 127 de un color azul muy oscuro, sí, ya, casi negro. Tenía su prestancia. Parecía uno de los que usaba la Guardia Civil. Y me costó cincuenta mil  pesetas.






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