viernes, 31 de mayo de 2013

Sin título

- ¿Te acuerdas?

- Claro que me acuerdo.

   En las noches largas, cuando ya ni se sienten deseos de dormir, Gulliver habla de tú a tú con su  estampa. La estampa se le parece mucho pero es más sabia, más valiente y tiene mejor planta. A veces Gulliver quiere ser ella y otras se caga en su estampa. Él, en cambio, es más prudente. Y más ladino.

   Le viene bien al muchacho tener cerca a su otro yo, cuando le caen los recuerdos a tropellón. Intentan entre ambos ponerles su poquito de orden y cordura. Y a veces los que se vuelven locos son ellos. Y pelean y se abroncan. Digno de ver.  

   Verdad será si lo dijo el Manco.  "¡Oh, memoria, enemiga mortal de mi descanso!".

    Ya, Luis, ya. Hoy tocaba Elena. Pero he decidido pararme un día a respirar. He estado mirando mucho rato allá. Allá a lo lejos. Después se ha levantado un viento cabrón, que me ha traído más recuerdos. Así no hay manera, Luis. Además, venían los recuerdos montados en extraños pájaros y cuestionaban mis deseos y mis certezas con miradas insondables. Cuestionaban hasta mis dudas. Y eso ya no. Lo que me faltaba.



    Hay días que, conforme transcurren, van adquiriendo una textura especial, muy poco aerodinámica. 



jueves, 30 de mayo de 2013

F.P.

   No corras, Gulliver, no te aceleres.  Que antes de que llegase Jimmy a tu vida (esa suerte) pasaron días y días y días que, lo mismo, merecen ser contados. ¿Nos retrotraemos?





   Por llenar las tardes ociosas de contenido y alejarme un poco de las morriñas de Javier, que eran sumamente contagiosas y a poco que me descuidase iban a terminar matándome a mí también, a los pocos meses de llegar a Segovia me apunté a estudiar informática en un centro de formación profesional. Se me daba bien aquello. Iba con mi manera de ver el mundo: absoluto control, ausencia de errores, lógica aplastante. Qué grande era mi ignorancia. 

   Teníamos unos profesores competentes que hacían lo complicado sencillo y, además, lo difícil fácil. Pero, como siempre, lo mejor fue la de compañeros que me eché. Algo de veras inaudito, con mi profunda timidez. Al principio me sentaba al lado de un muchacho enorme, de aspecto porcino y las uñas pintadas de color naranja. Era como el de los Cure con elefantiasis. Al segundo día, me pinté yo también la uñita de un menique del mismo color y así anduve cierto tiempo. Al muchacho le hacían el vacío, el resto de tropa se mofaba de su naricita de cerdo, le tiraban bolas de papel, le escondían los apuntes. A él le daban unos tremendos ataques de ira que, por suerte, siempre pude reprimir. No era tan odioso. Incluso, en el fondo, era una madre. Me traía y me llevaba de casa en una moto ruidosa. Compartíamos confidencias. Quedábamos en algún bar a hacer la tarea, que se nos multiplicaba hasta llegar a idear el programa total, "la Aplicación", con el que manejar el mundo. No sé si iba en basic o en cobol



   No cejé hasta que el muchacho, cuyo nombre he olvidado, fue admitido por el club. Por decirlo de alguna manera. Y así, creció el grupo que iba al bar ya que se nos juntó un carcelero reconsumido y también irascible, y dos chicas. Una, rubia natural y de metro ochenta y cinco, con andares desganados en su tipazo de reina y un montón de vida acumulada detrás. La otra, de media melena, entradita en carnes, pizpireta, de ojos vivos y gran retranca. A mí me gustaba más la regordeta pero acabé con la rubia.  Lo cual, te imaginarás, va en el siguiente gulliver. 

   De aquellos días y de aquella escuela me queda el recuerdo raro de otro amigo, seguidor empedernido de Elvis Presley, con el que me paseaba por la ciudad en un Chrysler de época (reluciente como el sol, color crema) escuchando las canciones de su ídolo, o de los Straits Cats, o de Gene Vicent. Era rubio de película. De película californiana con brillantina, atardeceres gloriosos, un poco de surf y unas chicas deliciosas que, la verdad, nunca aparecieron por allí. 


   El otro gran recuerdo que tengo de aquellos días, un recuerdo intenso pero como con la niebla echada, es la amistad extraña, la camaradería que se creó en tan breve tiempo entre los que te he contado antes (el Suspicios Mind rubio fue como un paréntesis que no sé dónde meter, seguro que también era de la pandilla, no me acuerdo). Con la banda del Mirlitón, por llamarles de alguna manera, quedaba para comer, quedaba para cenar, quedaba para festejar; a clase, bien es cierto, dejamos de ir bastante. Nos presentábamos a los exámenes pero estos siempre coincidían en el tiempo (qué mala suerte) con alguna sobremesa larga, de cartas y órgados. Aún así íbamos, bastante bebidos. Una ocasión especialmente festiva se tradujo en sonada apuesta. El carcelero no se podía creer que, en nuestro lamentable estado, pusiese yo algo coherente en el examen. "Mínimo notable. Fijo", estaba yo baladrón. A los pocos días, conocido ya el resultado, se tuvo que pagar el guardián una cena elegante para todos. Nueve y medio que saqué.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Entra Jimmy

   Al poco llegó el Maño al piso. Ya te he contado de su calaña por lo que no vamos a reincidir. Solo apuntar que grande es el aguante y larga la paciencia de las almas jóvenes. 

   Por aquello de que una de cal y otra de arena, tampoco tardó en aparecer Jaime Lobo Fernández, directamente empaquetado desde León. Siempre que aterrizaba chico nuevo en la oficina, las compañeras, que eran unas madres, nos lo ponían en los pechos, por ver si le podíamos sacar adelante. Es que llegábamos en unos estados anímicos... Nosotros no nos cansábamos de repetir que el nuestro era un piso de tres dormitorios, que coincidía con el número de moradores, pero ellas insistían.Teníamos ya predicamento, se ve. La llegada de Jimmy contó, cómo no, con sus singularidades, que, si te portas bien, paso a contarte. 


   Miento como un bellaco en aras de la literatura. En la vida he trabajado en el Torreón de Lozoya, aunque el de verdad también era un egregio lugar. El Palacio del Conde de Alpuente, un poco más abajo, y en la otra mano de la Calle Real. Para ganar espacio útil, al palacete le habían colocado recientemente una tremenda vidriera cubriéndole el patio. Había sido un trabajo tosco y cuya mayor cualidad había resultado ser dejar al patio absolutamente oscurecido. Y más a las tempranas horas a las que llegábamos a trabajar. Una mañana nos encontramos al entrar a un muchacho recién escapado de una película francesa. Rubio, extremadamente delgado, con una nariz definiéndole la cara. El peinado era curioso hasta para nuestra amplitud de miras. Melenita flequillera tapándole la frente y de las orejas para abajo, rapado integral. El chico miraba con curiosidad forzada hacía arriba, a la vidriera. No era extraño en Segovia encontrarse en cualquier rincón con turistas, fuese la hora que fuese. Mas no se libraría de nuestras chanzas el chaval, que estábamos seguros no llegaría a comprender.

   Me causó cierta sorpresa,  cuando no habían pasado dos horas de aquello, que apareciese Javier en mi despacho, seguido de cerca por el presunto turista. Las compañeras, que nos lo querían encalomar. 


   Desayunamos con él en un bar que había justo en frente de la Casa de los Picos, con vistas a los barrios de los artesanos y mercaderes y enorme variedad de bollería. El establecimiento anunciaba el nombre de cada dulce con primorosos carteles. Siempre me dejó k.o. uno en el que se leía "Cura Sanz", clavado en la bandeja de los croissants.  Pero Jaime no estaba para semejantes lindezas. Miraba fijo su café como si fuese a encontrar en los posos la respuesta. No decía ni mu. Javier y yo cruzábamos miradas divertidos. Al chaval le habían traído sus padres la tarde anterior y le habían colocado en una residencia de curas donde le cuidaban de postín pero donde por tales servicios le despojaban casi íntegramente de su sueldo. Se podía decir que en lo geográfico no se daban urgencias pero ¿y en lo anímico?, ¿era ético dejarle adobarse en semejante situación? Sucedía, como ya hemos dicho, que nuestro piso tenía tres habitaciones y, contando al Maño, nosotros éramos ya tres. Pero no menos cierto es que la habitación de Javier tenía el tamaño de un hipódromo de tipo mediano. Y él grande su magnanimidad. Cruzamos unas palabras gruesas con el Maño, que no lo veía, lo de ser uno más, pero su postura se ablandó notablemente al enterarse de que el alquiler mensual íbamos a pagarlo a pachas, no por número de habitáculos sino por cabezas de ganado, por explicarlo a su modo. 

   En cuanto llegó el siguiente viernes, a Jaime le entraron las urgencias de regresar a casa, a su tierra, a por una maleta más en condiciones, sobre todo, alegó. Las combinaciones terrestres Segovia-León dejaban en aquel entonces mucho que desear. Pero Pepe, que ya estaba por allí, le buscó al leonés medio de transporte, sargento como él y de nombre Felicísimo. Lo cuál es tan inverosímil como cierto. Habían concertado el encuentro a la salida del trabajo, en el Azoguejo, plaza emblemática partida en dos por un acueducto romano. Y allí que dejamos al chaval, como en la puerta de embarque. Nos fuimos Javier y yo para casa con la sensación del deber cumplido y más hambre que el perro de un ciego. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando, a los postres, llamó a la puerta el muchacho leonés, con su equipaje a los pies y terrible llorera. Parece ser que el sargento se había aburrido de dar vueltas a la plaza pero en ningún momento se había dignado en parar el vehículo. Tampoco a Jaime se le había ocurrido, cada vez que el coche llegaba a su altura y pasaba por su lado, lo de hacerle holita con la mano.



   Nos le llevamos a festejar, por ver si mejoraba su humor. Resultó contraproducente. No nos aguantó ni el primer bar. Se puso a morir. Doy fe, yo que posé mi mano en su frente mientras vomitaba hasta la primera papilla, el chaval. Le tuvimos que llevar a casa en carretilla mientras en la gramola del bar sonaba esta canción.



   Y así fue, Luis, que entró en mi vida Jaime Lobo Fernández, Jimmy, y esa ha sido, sin dudarlo, una de las mejores cosas que me hayan pasado nunca.




martes, 28 de mayo de 2013

Insecto soy

   Alguien dijo que pobre es la memoria si sólo funciona hacia atrás. 

   Se está acostumbrando el Gulliver, presumido como es, a estos inicios tan conceptuales. Que si una cosa, que si la otra. 

   Voy a obviar en este blog, para gran alivio de su destinatario,  todo el proceso de búsqueda de un piso que permutar por la pensión del extremeño. Es sobradamente conocido el ritual. Aunque cada caso concreto tenga sus peculiaridades. En el nuestro, por poner un ejemplo, se daba el hecho de que el periódico local en el que buscar las ofertas, pese a llamarse El Adelantado, salía a las tres de la tarde. 

   Aún así, hacíamos sobremesa larga, Javier y yo, y solo al final del último orujito abríamos el diario por la página de los anuncios, nos insuflábamos valor y remarcábamos en rojo las posibilidades. Vimos auténticos tesoros del pasmo. Inimaginables muestras de irrealidad. Cochambres inhabitables cuando no infectas. La sensación al final de la tarde era de desánimo y dolor de pies. Volvíamos a la pensión y nos encontrábamos un japonés o nos bebíamos con el posadero un botella de vino de Toro que había traído Javier, espeso como la miel. 

   Podía más la velocidad que la intriga,  aquellos días. Al marino le caía un pedrisco de sensaciones y sucedidos y le pillaba mirando hacia otro lado. Pendiente de no sé qué. Ya al hacerse mayor aprendió a ir quitando, con mimo, los celofanes de los regalos que le llegaban. Se le fue alargando el pico para mejor libar. Se le multiplicaron los ojos, se le encendían las bombillas de aviso. ¡Lo que es la práctica, Luis! 




    Al final alquilamos un cuarto piso en un barrio de los años del desarrollismo. Tenía unas canchas cercanas en las que Isern y yo batallábamos con los chavales del barrio a eso del baloncesto. Quemábamos las energías sobrantes y nos íbamos conociendo. Van a tener razón sus defensores, que el deporte, como el alcohol, unen mucho. 

   Lo más probable es que viviésemos allí una buena temporada porque en el festival de los recuerdos aparecen ínclitos protagonistas en posiciones diversas. 

   Dado lo mostrenco de la decoración que teníamos en el salón (puro minimalismo del de a la fuerza ahorcan: mesa camilla, 4 sillas y un aparador de mírame y no me toques) pasó a ser mi habitación el campo de juego, por así llamarlo. Tenía, además de la cama, un mueblote con un cajones en los que cabía un ternero, una mesilla irrisoria (por mera comparación) y un escritorio macizo. Allí recuerdo una noche, a las tantas, de vuelta de festejar, a Pepe y a servidora, comiéndonos directamente de la cazuela, con dos cucharas, las lentejas preparadas para el día siguiente. No anduvimos ni calentándolas. Teníamos un hambre...










lunes, 27 de mayo de 2013

¿Tú hablas japonés?




     Esta sí que es fractal, Luis. Empieza  a quedarse corto el acervo popular. Unas cosas llevan a otras, patatín, patatán. Ha sido zambullirse en esta vaina y me han  caído los recuerdos como en granizada. Y, claro, con esos mimbres y mi condición, va a terminar mi vida contada durando más que la vivida. Y tampoco es eso. Tendríamos que salir de una vez de mi despacho segoviano para que nos dé un poco el aire. Pero es que me da una pena. Abandonaría a su suerte a tantos conocidos dignos de alabanzas, de peroratas, de cuentos largos, de cotilleos...

   Se me está llenando esto de fractales, Luis, ¿qué hacemos?






   Del mar de camas pasé a pensión enmoquetada pero que también tenía su punto underground. El dueño nos regalaba una de cada tres duchas y también, claro, hay anécdota.

  Utilizo en la anterior frase el verbo en plural ya que Javier Isern (ya te he hablado de él, el cataluño-salmantino con ojeras) había tenido más pericia o más suerte que servidora a la hora de elegir descanso para su primera noche. Llevaba unos días y me invitó al cambio. Es obvio decirlo, no me hice gran cosa de rogar. Por la nostalgia que le entraba al compañero, llegábamos las más de las tardes borrachos perdidos a esa otra pensión, en plena Calle Real. Una de las noche había en la fonda gran alborotina. Carreras nerviosas por los pasillos, un clamor de murmullos. Parecía ser que a un japonés que llevaba solo una noche allí le habían bailado sus pertenencias. Por el sencillo pero eficaz método de haberle metido algo en su zumo de naranja. Estaba grogui el animal. Todo eran palanganas. Hasta ahí todo normal, pero empezaba el problema a darse por el hecho de que el amo de la posada, un extremeño entre amable y astriñido, no le había pedido la documentación al nipón y lo que es ahora, el nipón ya no la tenía. No parece así de primeras muy grave el asunto pero tanto a Javier como a mí se nos desbordaba la solidaridad por los cuarto costados. Y al hospedero le iba a dar algo. Se dibujaron en el aire gruesas palabras, "policía", "denuncia", "ruina". Intentamos una aproximación al japonés pero no estaba para trotes y solo conocía la lengua del bardo y Javier, francamente, estaba más pez que yo en lo del inglés, ni te digo el posadero, para que veas lo peliagudo de la situación. El chaval sólo decía "mailagich, mailagich" como implorando.  Solo algunos meses después me enteré yo de que se refería a su maleta.  Pero ya era demasiado tarde. Lo que más le dolía, en eso sí que se hizo entender, era haber perdido las fotos. Y a veces, se ponía a hablar en su lengua materna y parecía de blasfemaba. Después de una reunión de urgencia, con sus tiras y sus aflojas y sus acercamientos de posturas, buscamos una solución intermedia entre nuestra posición, que era la de llamar a un médico para el muchacho, y la de la pareja de caseros que optaba más  por la vía de dejarle en el banco más próximo que encontrásemos en la calle. Te preguntarás, Luis, o no, por ese acuerdo, que no fue otro que llevarle hasta la puerta de una  Comisaría y salir pitando. 






viernes, 24 de mayo de 2013

Kafka detrás del espejo

   No te preocupes, Luis, que, aunque al Universo del Sexo no le hayamos visto el pelo últimamente por estos andurriales, sabemos de buena tinta que se coló de polizón en el barquito y se vino con nosotros a Segovia.  Le han visto caminar despistado por la Fuencisla, por el Azoguejo, sentado en un banco de madera de un jardín propiedad de un uruguayo que era paisajista, pintor, grabador y arquitecto. Un par de tardes charlaron el Universo y Leandro, que así se llamaba el de Uruguay, calibrando posibilidades, sopesando futuros. El pintor es optimista y le recuerda los inescrutables caminos del amor. Universo menea la cabeza lleno de dudas. ¿A quién dará la razón el innegable mañana? Huele a romero en el jardín, por más que no haya empezado la primavera más que a asomar por una punta.


-o-

   Mientras, en el Palacio de los Lozoya...

   Quizá fuese ese primer día. A lo más tardar el siguiente, cuando Gulliver ya se presentó pulcro y descansado en el trabajo. Que le explicaron los pormenores de sus encomiendas allí. Siempre pensó el chaval (y lo sigue creyendo a día de hoy) que la administración es una empresa tan bruta y lerda que nunca prevé el porvenir, ni en sus mayores y más cercanas evidencias. Así que tiene la sensación el chaval de que le han confiado unas tareas al azar, al buen tuntún,  lo primero que se le ocurrió al jefecillo de turno. Le mostraron dos pilas de expedientes que le llegaban a la altura de las cejas, estando él de pie. Y esos fueron todos los pormenores. Como tonto no era el muchacho, cogió el primero del montón, se fue a su mesa y se lo leyó enterito. Ya en el segundo cayó en la cuenta de que en aquellas tierras, por esas extrañas costumbres, los expedientes se leen al revés, teniendo que empezar, por lo tanto, por la última página. Al cuarto o al quinto se le iban quedando conceptos. Ya para empezar le tenía mosca la etimología de la palabra "expediente". Ni te hablo entonces de pliego de cargos, periodos de prueba, resolución. De esta iba a necesitar en gran cantidad si quería que el gigante de los papeles no se lo comiese por las patas. Las tres mujeres le miraban con curiosidad. 



   Tampoco se le escapó al chico, espabilado como era, que aquellos asuntos venían del año la tana. Y que hacía tiempo que nadie había puesto sus ojos encima de ellos. Mas tiene el chaval, aún reciente la mili, el concepto de la jerarquía muy interiorizado, por más estúpidas que fuesen, como solían, las órdenes recibidas.


   Creo recordar que no pasó mucho tiempo antes de que aquello empezase a liarse como acostumbran a liarse las cosas. Se le llenó el despacho de abogados indignados, de abogados melosos, de abogados amenazantes, de inquilinos esperanzados. Visto con la debida distancia aquello fue una locura. La mayoría de las historias debían de llevar prescritas mil años. El chico, a falta de otras agarraderas intentaba tirar de sentido común pero no siempre le salía, así que se iba para casa con un saco de papeles metido en la cabeza, por consultar con su almohada, y algunas veces hasta lloró. Eso sí, ninguno de los asesores legales de los sancionados alegó prescripción en ningún asunto, los listos. 


   El expediente más flagrante fue uno en el que, resumiremos, el delegado provincial de Hacienda, por tener los altillos de un palacete como vivienda por razón del cargo, doscientos y pico metros de altillos, eso sí, pues había alquilado por más renta de la autorizada un pisito que le habían concedido, de protección oficial, que ya les valía. Se lo arrendó a un médico que, cuando le iban a trasladar, vio que delante de sus narices se pintaba calva la ocasión para sacarle los cuartos al político. El chaval les juntaba, a sus abogados, y no paraba de repetirles: "que la vamos a liar". Ni al mismo Salomón se le hubiera ocurrido un acuerdo más adecuado para las partes. Es lo que pasa con esos problemas que no tienen ninguna solución buena, que el muchacho se quedó con un regusto extraño en el estómago. Pasados los años, muchos, lo que más recuerda el marino es la pinta que tenía el letrado del político, triste, enjuto, marmóreo, quevedesco y otra vez triste. Era clavado al enterrador de Lucky Luke.



   Hoy me da a mí que la canción no pega ni con cola pero aún así ahí queda. Es de Los Burros, el grupo de Manolo García que venía justo después de Los Rápidos y justo antes de El Último de la Fila. Por eso de lo curiosa que es la vida, llevo toda la tarde escuchándoles. O a lo mejor no es por eso. Tú me sobrevuelas es la canción, en cualquier caso.






jueves, 23 de mayo de 2013

El Azor

   Nos está costando tanto como al Marino, al muchacho de las orejas largas, alcanzar nuestro destino. A él le tenemos que perdonar que no quiera hacerse mayor. ¿Pero... y nosotros? ¿Qué excusa pondremos? ¿Qué escondemos detrás de nuestra sonrisa?


   Es jodido, Luis, levantarse una mañana con un clavo de la hostia, en la sien, y naufragado perdido, en un océano de camas bravas, por las olas de tanto y tanto gintonic. Es más jodido si tienes que ir a trabajar. Ya ni te digo si, encima, es tu primer día allí. Y porque todo puede ir a más, al geométrico modo, es ya requetejodido mirar el reloj y ver que son las doce del mediodía. No te quiero contar lo de ir a quitarse las legañas al fondo del pasillo, a un cuartito con taza y lavamanos, y ponerse la ropa de la noche anterior. Quizá es que dormiste vestido, desastre, que eres un desastre. Tampoco te cuento el pepinazo que te mete en medio de los ojos el sol de febrero, al salir a la calle. Ya qué más dan unas horas si llegas un mes y un día tarde.  No queda del todo elegante pero... quizá pronto lo olviden.


   Me acogieron bien en el Palacio de los Lozoya. Dicho así, Luis, es como que te hayas pasado sin darte cuenta al libro de Sterne, mas no te hagas ilusiones. Me presentaron a medio mundo, que era, con total exactitud, lo que más me apetecía en aquel momento. Y llegamos, por fin, a mi lugar de trabajo. Una sala de cinco por cinco, dos ventanucos minúsculos con su arco de mediopunto, eso sí, techos bajos y tres señoras dentro. Iban a ser mis futuras compañeras y amigas pero, entonces, quedé acojonado. Estaban detrás de un mostrador de baquelita que, unos meses más tarde, salté a la caza de un listo. Si no es por Daniel, anciano venerable y arquitecto del urbanismo provincial, que salió de su despacho, la liamos allí gorda. 




   Pero no empecemos de aquí para allá, que nos volvemos majaras. Te echo a ti parte de la culpa, querido Luis, que se me amontonan las ganas de contarte. Y de llegar por fin al anhelado tema con que titulamos este volumen. Ay, los deseos. Ay, la carne.

   Estábamos con lo de mis compañeras. Con ellas y sus revistas me aprendí las monarquías reinantes en Europa (hasta tercera generación). Me regalaron apoyo en la tristeza y en la alegría jaleo. Y un montón de comidas y cenas. Me verían, por entonces, desnutrido. Me verían como a un hijo, casi, entonces. Una de ellas, a la que más quería, era una gallega en proyecto de solterona. Diminuta y de nariz pizpireta, repleta de pecas. Lo más parecido a Pippi Langstrump que me encontré en la vida. Pero sin coletas. Tenía un perro chiflado. Se llamaba Azor, como el barco. No le cabía más cariño al animal en el cuerpo cuando nos oía llegar. No le cabía más pena cuando Marisol se piraba cada mañana a la oficina. Así que se quedaba a la puerta aullando dolores, íntegra la mañana. Con gran contento de los vecinos de todo el edificio. Aquello fue un traumón. Y la gran solución que se le ocurrió a la gallega, que vivía como a treinta metros del curro, era meter al gran Azor en el maletero del coche y aparcarle a la sombrita, allí cerca, para que aullase sus penas sin molestar. Bajaba a verle cada diez minutos y cada vez subía más atacada. 

   Otro día se nos perdió el perrito en el Pinar de Valsaín y estuvimos hasta las tantas dando alaridos a la noche, por ver si aparecía. Lo hizo a los dos días, muy compungido, eso sí. Pero no volvamos a fugarnos hacia el futuro.


   Aquel primer día y una vez acabadas las presentaciones, la gallega me invitó a un café doble y a magdalenas, en el Abuelo, vetusto restaurantito que nos pillaba al lado y que aún existe. Espero. Eran claras las señales de mi rostro de que eso era precisamente lo que necesitaba.

   ¿Qué será de Marisol, ahora?



miércoles, 22 de mayo de 2013

Plaza Mayor. Habitaciones

[Resumen de lo publicado: Terminadas las labores de atraque, el Marino Gulliver se aleja del barco y piensa que quizá en aquellas tierras encuentre por fin el sosiego]




   Llega el Marino a la Plaza. Ya ha tardado, ya. Llevamos tiempo aquí esperándole. No disponemos en la redacción de imágenes que ilustren aquellos tiempos. Nos servirá esta, tan actual, para hacernos una vaga idea y a la vez confundir  nuestras impresiones. Siguen en su puesto las casas esgrafiadas que la rodean y conforman, el quiosco de la música, mudo. Desde una esquina, desvelada, siempre pendiente, siempre aguaitando a sus criaturas de los posibles peligros, la Dama de las Catedrales. Han desaparecido casi los árboles y todo está más pulcro. Qué pena. Pero...

   Retrotraigámonos a aquellos días, con cuidado, que parece ser este un verbo amenazador y fullero, del que cualquier trampa pueda esperarse.

   Llega el Marino a la Plaza Mayor. Sí, por fin. Ha dejado atrás la Judería y, antes, solo unos metros antes, la Casa de los Picos. No ha alcanzado a atisbar esa primera noche el acueducto romano. Eso sí, respira el aire frío que llega de la sierra. Y otea en rededor el horizonte cercano. No está acostumbrado el muchacho a distancias tan cortas.

    De uno de los balcones cercanos al ayuntamiento, cuelga un cartel en el que se lee "Habitaciones", escrito en cristiano, y para allí que aunque no quiera se encaminan sus pasos de marino errante. Debe de rondarle por las sienes la palabra sueño.

   Ya se ha encargado sobradamente la literatura de dibujar estos mundos sórdidos y rancios. No dirá él pues más que sí, le abrió la puerta un paisano cincuentón, mal afeitado, que vestía pantalón de pijama y camiseta de follar, de esas de caladitos, no muy limpia, que le enseñó  lo que sería el dormitorio de su primera noche segoviana. Albergaba en su interior el habitáculo un armario ropero ciertamente destartalado, una cómoda a juego y , lo más curioso, cinco camas de matrimonio, cruzadas de cualquier forma. Con en un tetris a medio jugar. El marino le muestra su inquietud al hospedero, por el uso que espera debe darle a tanto catre. "Elija usted solamente". 

   Intenta leer. Intenta dormir. Pero es solo un muchacho con el que el sueño juega al pilla pilla.

   Por alejarse de aquel mar de camas y que se le pasase el vértigo (sí, el marino se marea, desde que nació), por olvidarse también de su soledad y de su pena, tira de sí hacia la noche. Hacia la calle. No lo había notado pero tiene hambre, también, el muchacho capitán.

  En una ciudad sobradamente conocida por su gastronomía, seguro que aquellos primeros bocados no le defraudan. Satisfecho, decide rematar  la cena con una copa y le acompaña una vez más la diosa Fortuna, que se lo lleva hasta La Concepción, simplemente conocida como La Concha, próxima a la esquina que da a la Dama de las Catedrales, que allí sigue blanca y maternal. La Concha. Sí. Famosa por el trato exquisito que ofrece a sus clientes y por un fondo sonoro siempre embriagado de palabras entredichas y música de jazz. Pero sobre todo conocida por el dueño del establecimiento, un gitano engominado, entre bruto y encantador de serpientes, con un defecto en el hablar que agranda su compostura, la apostilla. Se crió el calé, dicen, en las cuevas de la Cuesta de los Hoyos, al atardecer de Segovia, como un cachorro de raposa herida. Impecable en el vestir, servicial y a la vez altanero. No se le conoce mujer, y grandes son las voces de los malpensantes por dicha carencia, pero sí que cuida a una hija que recién acaba de cumplir los 17, guapa, guapa es poco, guapa a rabiar, guapa hasta el dolor, más guapa aún, y que ha heredado talmente el temperamento del padre, como a su tiempo se verá. Ella se llama Graciela. A él le conocen por el mal nombre de El Jay. Quien lo dude puede acercarse a hojear el libro de los personajes del lugar. Aparece, su rostro renegrido a toda página, justo detrás de la semblanza rasgada, rota,  de El Aborigen, quien, si la salud y los nervios nos lo permiten, volverá a visitarnos en estas crónicas gulliverescas, gulliverianas.


   Esa noche el dueño mimaría al que imagina, con excelente tino, potencial buen cliente. El lugar está casi vacío en un martes de mediados de febrero, en noche de provincias. Una copa más, y otra más, la del estribo. El muchacho ya se cree hombre.

-o-  








martes, 21 de mayo de 2013

Segovia viva el salero. 2. El aterrizaje.

   Tengo unas amigas que, hoy es el día, cada viernes que me ven por ahí, me cantan aquello de "una niña en Segovia, se, se se..." Quizá sea de los pocos recuerdos tangibles que aún me acompañan de aquellos años, que me aseguran que sí, estuve allí.


   Con el puesto que alcancé en la relación de aprobados a cuerpo administrativo de esta, nuestra querida Comunidad, no podía aspirar a elegir destino. Me tuve que conformar con los saldos por liquidación, restos de temporada. Segovia es una ciudad que vive de su pasado y su proximidad a la capital del Reino. No tiene industria pero sí una ubicación privilegiada. Por ello y por el hecho de que las garras de nuestro Agapito, el de la academia, no habían mancillado aquellos dominios, no figuraba en la larga relación de aprobados ningún segoviano. Los chavales en edad de trabajar lo tenían bien fácil en la hostelería. Y se ganaba buen dinero haciendo alguna extra. Buena gana de andarse a vueltas con los temarios y la máquina de escribir (¡Había máquinas de escribir, en aquel entonces, Luis!). Con lo cual, las plazas que quedaban por cubrir eran de allí. Con lo cual, para allí que me mandaron.



   Existe la leyenda, entre los empleados públicos, de que en cuanto te dan una plaza de funcionario, debes ir corriendo a por ella. No porque te la vayan a quitar, hasta ahí aún no han llegado nuestros amos. Pero sí con la intención de adquirir una antigüedad mayor que tus adversarios poco enterados. Yo, en cambio, oficié una vez más de absoluto irresponsable. Como aún me quedaba dinero de los sustanciosos sueldos que me pagaban como vigilante de incendios y teníamos un mes para tomar posesión (bonita  y aclaratoria expresión, "tomar posesión"), decidí que bien valía la pena festejar el último mes de mi vida sin haberme convertido aún en en "un funcionario". Sospecho que lo pasé bien ese mes pero no guarda mi memoria detalle de los hechos concretos. Bien pudo ser esa la vez que me fui con Carol y Olvido de viaje a Galicia. 

   Admiro mi pachorra de aquellos años. Con lo responsable y preocupón que he sido yo siempre, no se me ocurrió otra que equivocarme de día y de lugar. Me fui a Valladolid y un día después del último día de plazo. Con lo que me aseguré ser el peor puntuado en los méritos por antigüedad de mi promoción, lo cual, para desmontar la falacia tan extendida, no me ha provocado ningún perjucio en mi ya dilatada carrera laboral. Y alego en mi defensa que tampoco en el boletín aclaraban mucho dónde debía uno tomar posesión.

   Por ello, regresé de Pucela, preparé maletina y ya ese mismo día, solo que al atardecer, me sorprendí pululando por las librerías y quioscos de la Calle Real, con la sana intención de comprarme un plano del lugar. 

   No había. 

   Quizá fuese este uno de esos detalles de los que a veces te hablo, que te terminan cambiando la vida. Como no había plano me junté con un nutrido número de especialistas y en vez de plano, hicimos  un librote de la madre que lo parió, yo creo que el mejor que existe sobre Segovia. 








   




















   Cacareo como una gallina vieja y presumida, ya que mi aportación a ese trabajo se limita a que les pasaba los textos al ordenador, ya que uno de los coordinadores era buen amigo, y les avisaba cuando se repetían entre ellos. Eran como cincuenta  y de las más variadas ramas del saber. Por ello y por ir conociendo de lo que contaban, me pateé la ciudad un millón de veces. Tiene rincones imposibles, Segovia, lugares de otro lugar. 

   Pero corre el corazón más rápido que los pies, a veces. Ya hemos escrito un libro cuando nosotros aún estábamos recién aterrizando. Llegando, por la calle Real, a la Plaza Mayor. 

   Descansemos del paseo con un poco de música. Beth Orton, que es clavada a una amiga mía. Natalia. 



   Que nos sirva esta música sin pretensiones para esperar al siguiente gulliver, el de mañana. No vaya a ser que con tanto se nos empiecen a mezclar conceptos, momentos e impresiones y la vayamos a liar.



lunes, 20 de mayo de 2013

Viva el salero

   No te me quejes, Luis, que te estoy viendo.


   Sí, ya, en las dos últimas entradas no ha aparecido el anunciado sexo por ningún lado, y se te ve triste y apenado, pero es que se trataba, como podrás comprobar si relees con cierto detenimiento, de entradas de transición. Las así llamadas consisten en un par de parrafadas incongruentes y, a primera vista, desprovistas de toda sustancia. Taylor Alison Swift las denomina entradas puente, lo cual no tendría nada de especial si no fuese porque dicha señorita es actriz, cantante y compositora de música country. Así va la vida a veces, de loca.

   Las entradas de transición tienen como principal virtud llevarnos de un lugar a otro de la existencia por un precio módico. Así que agradéceles que nos traslademos, con cierta nostalgia pero con suma comodidad, para qué negarlo, de Burgos, ciudad sin sur, a Segovia, viva el salero. 

   Con lo que quizá fuese el momento perfecto, en lo musical, de viajar en el Gulliver hasta el Territorio de la Copla, también canción pop(ular) donde las haya, no me vengas a decir. Y muy apreciada por mis sentidos. Durante una temporada que me duró años, regalaba a mi castigado cuerpo con unos baños semanales, espumosos y como de dos horas. Salía clavado a Benjamín Button nada más nacer, pero sumamente relajado. Impepinablemente, mi inconsciencia, con grave peligro de electrocución (incluso de electrocutación), enchufaba por allí un radiocassete y siempre, siempre escuchaba a doña Concha Piquer. Los más de los días soltaba la lagrimita con la Banderita Española, con los Ojos Verdes, pero la que cantaba a voz en cuello, también con gran emoción y sobradas dotes, es esta que aquí te traigo. La Lirio, pa' duquitas madre.



   Si existen las diosas, que existen, la Piquer es una de las más grandes.

viernes, 17 de mayo de 2013

Willy Berg

   Y ahora viene este, el Gulliver, con que lo suyo es un apodo, que él es de ascendencia holandesa y hace mil años que vive en Stuttgart. Que es trompetista y en su puta vida se ha montado en un barco. ¿Y ahora qué hacemos, Luis?

  Pues continuar como si nada. 




  Una vez sorteado el huero paréntesis que la mili significó, regresé a casa. Allí mis padres dieron una vez más buena muestra de su bondad y paciencia infinitas. Mi actividad principal, o al menos en la parte oficial del asunto, era prepararme oposiciones. Iba a la Academia Castilla, de un tal Agapito, que se hizo rico a nuestra costa. Iba pero sin mucho entusiasmo. Fíjate lo desgarramantas que puedo llegar a ser que la noche anterior al primer examen (ay, las vísperas) llegué a casa a las cinco de la mañana. Y gracias. Nada, que le tocaba a mi amigo Nacho Cuevas lo de irse a la mili, de alférez provisional, eso sí, y había que festejar su despedida en la casa del pueblo de otro buen amigo. Y después de mucho festejar nos fuimos a las fiestas de Masa, entidad local menor de la Merindad de Río Ubierna, por seguir festejando. Y allí no había dios que me llevase de vuelta para casa. Por grandes que fueron mis súplicas. Los muy cabrones. Al final, abordé a una parejita con auto pero claro, ya eran las tantas. Mi madre, esa santa, me despertó sin mucha confianza. Y así que fui aprobando con las justas y alguna otra anécdota los tres exámenes, uno tras otro. Y aquí estamos ahora, Luis. Solo que nueve trienios después. 

   Creo que ya te he dicho que, en aquel momento, mi padre, una vez cerciorado de la veracidad de las noticias, que nos iban llegando de diferentes fuentes y que apuntaban todas a que su hijo había aprobado la última y definitiva prueba, me soltó de sopetón la gran frase que indicaba cuánta esperanza había depositado en mi futuro y lo angustiado que debía de estar por él. "Bueno, esto de las comunidades autónomas, como va a durar tres días..." Era el pesimismo hecho persona, el pesimismo con patas, cuando quería, mi padre. Y casi tan excesivo como yo. En cuanto los prebostes de turno se enterasen de que un hijo suyo, inopinadamente, había logrado un puesto de trabajo, y encima para toda la vida, se desmontaban ese tinglado territorial que se habían organizado, nada más que por joderle.

   Es más que probable que, cuando salíamos de aprender gestión financiera y otro saberes fundamentales para mi futuro profesional,  y nos íbamos  a la Pécora (un histórico de la noche burgalesa) escuchásemos esta canción.



   Me da que es una canción esta con mal envejecer, aunque tiene una entrada en wikipedia absolutamente portentosa.


jueves, 16 de mayo de 2013

Las fiestas y las vísperas

   Dice el acervo popular que a las fiestas se las conoce por las vísperas. No seremos nosotros quienes lo pongamos en duda en esta bitácora. Y más cuando se nos van las vísperas un poco de las manos y le toca a uno volver al lugar del crimen, por decirlo de alguna manera. He tenido que bajar un par de veces a la tercera, esta mañana,  y será que soy un susceptible, pero notaba cierto pitorreo. Por consolarme, me he pensado: "La envidia, que es muy mala". Y menos mal, Luis, que no me has dicho nada de lo de mi frente coloradita. Y digo "frente" en el sentido más amplio del término, y digo "coloradita" de haberme pasado media tarde de jornada laboral  en grata compañía, tomando vinos en la terraza de la cafetería del curro. Y no me vengas con que no tenemos terraza en la cafetería, que eso ya me lo sé yo. En fin. Que ya sé que está feo tomar el sol en el curro, a no ser que te hayan encomendado buscar en Camboya al renegado del coronel Kurtz y esto sea Apocalypse Now, que no lo descarto. Un poco forzada la similitud, pero es lo que tienen las fiestas con semejantes vísperas.

   Así que preveo gulliver corto, hoy, y plagado de insensateces. Y encima me levante retrechero. Ya sabes, Luis, lo insensato, si breve, dos veces insensato.





   ¿Dónde estábamos, Gulliver? Ah, sí, en el País de los Gigantes y sin visado. Que no nos pillen los malos que nos extraditan. 


   Lo malo de ir viviendo despacito es que vas aprendiendo las cosas poco a poco. Está bien ir aprendiendo cosas y darte cuenta de ello. Te crees como más importante. Casi dios menor. Luego hay momentos en que no aprendes nada y te das perfecta cuenta, también. Y más si duran trece meses. Así que no es de extrañar que en este alocado viaje en pos de las delicias, nos saltemos de un brinco todo el trozo relativo al Servicio Militar Obligatorio. Qué año más tirado a la basura. Y especialmente en lo que concierne al universo del sexo. Y encima vine pocas veces de permiso. No me extraña que nos diesen bromuro. Menuda olla a presión, si no, el cuartel. Ingobernable. Lo bueno de todo esto, triste consuelo, es que la mili ya no existe.

   El hecho de haber eludido con tan fina cintura ese ingrato y yermo cacho de la vida de uno bien se vale por un gulliver. Y además, qué joderse, Luis, que estoy con resaca y sin ninguna entrada para días venideros. Y a estas alturas de curso, eso acojona.

   Acabo de recordar que al menos, en la Granada donde hice de soldadito, teníamos a los Police.






miércoles, 15 de mayo de 2013

¿Tiempos salvajes?

   Uno piensa que aquello es lo máximo y rauda se apresta la vida, esa jodida tunante, a hacerte nonito con el dedo índice. Qué gracia que tiene a veces la vida. Nonito, nonito.


-o-


    Reconozco que esto de zambullirme en el Universo del Sexo ha sido cuanto menos osado, cuando no meterme en todo un berenjenal. Pero Gulliver es guerrero y cumple sus promesas. Al igual que Yorick y con los mismos usos y herramientas. No retrocederé por grande y pesado que sea el respeto que tales asuntos me produzcan y complicado me resulte arrastrarlos hasta la punta del  plumín de mi estilográfica.  

   [Esta evidente alusión al pene del autor no será tenida en cuenta]

   Llegó la temporada en que tocaba levantar el vuelo. De la pandilla, unos se irían a estudiar fuera, otros a currar. Y a otros, después de ir repitiendo y repitiendo cursos, no nos quedaría más remedio que  hacer la mili.

   Dicho así suena como que se hubiese oigo un a sus puestos, listos, ya. Y no, qué va, aquel proceso que he contado en tres segundos bien pudo durar dos o tres años. La primera consecuencia que tuvo, o al menos la más determinante en nuestro quehacer diario, fue que tuvimos que dejar el piso de Trinas. Todo pasó a ser mucho más callejero.  ¿Tiempos salvajes? No sería para tanto. 

   Consecuentemente con lo anterior (fractal de segundo grado) vino que carecíamos de habitáculo apropiado donde seguir experimentando. Bien por eso, bien por tener yo un alma aventurera y un tanto impudorosa, los revolcones de entonces tuvieron ocasión en los más inimaginables rincones de la ciudad. La socorrida Pradera, de que te hable no hace tanto, el rellano de mi casa, las orillas del río (bien Espolón, bien La Isla y más raras veces La Quinta, ignoro el motivo). No podía faltar el asiento trasero de un Seat 124, creo recordar, rojo. Ni un rincón no muy recoleto del mismísimo Tu Bar, que estaba al lado del Mi Bar, templos ambos de la diosa noche burgalesa.

   Lo del rellano de mi casa tenía su aquel, además de la cercanía a mi piltra y una vez allí, al bien ganado descanso del guerrero (ya sabes, Luis, perro ladrador...) En la Alhóndiga vivíamos en un séptimo. Nos llegábamos hasta allí servidor y una chica de cuyo nombre no debo acordarme, llamábamos al ascensor por si llegaba algún vecino aún más trasnochador, por ponerle las cosas fáciles y evitar que subiese por la escalera, y nos agazapábamos en el descansillo de la entreplanta. Aquello era una competición de acrobacias llena de duro suelo y esquinas que se te clavaban por todo el cuerpo, los escalones, la barandilla, una auténtica tortura. Ay, juventud, ay, deseo. Una noche llegó a casa más tarde que nosotros Alberto Morquecho, compañero del colegio, en la infancia. Y como vivía en el primero, despreció el ascensor, agarró las escaleras y de casi que se nos lleva por delante. Se quedó muy quieto, se ve que aturdido, y solo acertó a decir "Hola, buenas noches". Transcurrido un tiempo prudente de cortesía le tuve que decir que si se iba a quedar allí mucho tiempo.

   Pero la anécdota de ese cariz que más se me ha quedado grabada no me concierne. Era de esperar. El protagonista es uno de los principales machos alfa de la manada de búfalos que tenía entonces como amigos. Omitiré una vez más el nombre del causante, por ser hermano de una compañera de nuestra querida empresa (que mil años dure) y por tener una vida pública notoria en esta ciudad. Conjetura, Luis, conjetura. Habíamos salido a celebrar su cumpleaños. Había nevado y estábamos refugiados en un pub de nombre Trastos, si la memoria no me falla. Ni nos dimos cuenta de que el homenajeado llevaba un tiempo sin aparecer. Y cuando lo hizo traía escrita en la cara la huella de la delectación. Siempre fue muy teatral. Nos contó que habiendo procedido a invitar a un trago a una de las innumerables diosas que plagaban el lugar y al ofrecer como excusa que el motivo del gesto era por cumplir ese día él años, cuál no fue su sorpresa cuando la interpelada aceptó de buen gusto la bebida y propuso corresponder con un regalo. Le arrastró hasta los baños y le hizo una buena mamada, así resumiendo y según nos contó. Era teatral el chico, pero no fantasma. Mas no tendría tanta importancia en mis recuerdos la ocasión si no viniese la misma acompañaba de una segunda parte que, si eso, ahora te cuento.

   No habiéndole parecido el regalo de la chica cosa menor, mi amigo A. decidió que debía ser complementado con... la guinda al pastel, pongamos. A tal fin, desapareció por la puerta del bar llevándose tras de sí a la muchacha. Al día siguiente nos contaba entre carcajadas que había sido la noche más bonita de su vida. A falta de mejor lugar y con los deseos muy crecidos, no se le había ocurrido sitio mejor para completar la tarta que las laderas del Castillo. Allí se despelotaron, la chica se tumbó en el suelo esperando las acometidas del chaval. Nos contaba que cada vez que se le echaba encima, por estar el terreno elegido en cuesta y cubierto de nieve, resbalaban por la pendiente unos cuantos metros para abajo, entre risas y jadeos. "Lo más bonito que nunca me ha pasado", no se cansaba de repetir.  


   Y ahora toca la canción. ¿Y con cuál de ellas edulcoro semejante bravata? Me queda poco tiempo para pensar y una especie de nebulosa pues vengo de la fiesta menor, vísperas en honor del santo patrón de nuestras cuitas. San Isidro Labrador. Mañana te cuento pero te juro que me comían en las manos las más bellas funcionarias  del lugar. ¿Quieres nombres? Pero bueno, Luis, es que no me conoces. Te fuiste pronto. Tú te lo perdiste por ese afán de ser mayor aunque no lo parezcas, de ser sensato aunque eso no, eso no lo pareces. Me sentí libre.


   
   Qué fuerte, macho.

  



martes, 14 de mayo de 2013

La excepción a la regla

   Tenía que suceder. Hubo un día en que Quique no vino. Faltó. Vete a saber el motivo. Cualquier fruslería. Por lo que, después de la apabullante victoria al futbolín fui siguiendo a los jabalíes con otro muy mejor amigo. Omito su nombre porque no descarto que aún pueda alcanzar los más grandes éxitos en su vida pública y la vayamos a liar. 

   Estaría ya el día atardecido y La Flora era íntegramente lo que hoy se conoce como botellón. Un botellón con patas, por así decirlo. Cuando el fino olfato de mi amigo dejó de percibir las feromonas que sin duda emanaba el resto de la manada empezó a ponerse nervioso. Estiraba el cuello y no alcanzaba a ver a nadie. Se ve que conocía bien mis hábitos. Así que me conminó a dejar de ser un bragazas y, al menos aquella noche, hacer una excepción. Se ve que mi negativa no fue demasiado contundente. Yo qué sé.

   Tampoco me acuerdo mucho del desarrollo de los acontecimientos. Iríamos a un bar, pediríamos de beber, nos acercaríamos a alguna pareja de princesas. En estrategia estaba yo muy pez pero mi amigo tenía un pico de oro pulido, además de una planta que hacía que le confundiesen, para su gran disgusto, con un cantante de moda en aquel entonces. Todo ello facilitaba mi papel de comparsa pero no por ello mejoraba mi humor. Pese a mi reconocida inconsecuencia se dan veces en las que no soporto saltarme mis reglas de andar por casa. Y esa era una de ellas. Ya te digo, no recuerdo muy bien cómo pero al rato me vi sentado con una desconocida en un banco de la parte del Paseo del Espolón que linda ya con la ribera del Arlanzón, donde los sauces llorones. Mi amigo y su amiga ya retozaban en el banco más próximo. La luz era diminuta y azulada, quizá hubiese empezado a levantarse el norte. Haría frío. Por no estar allí de miranda y conociendo mi intrincada conversación, supongo que empezaríamos a besarnos y, tal como entonces se decía, a magrearnos. Lo cual no hizo sino empeorar mi estado de ánimo. Debo ser rarito ya que la chica no estaba mal, quizá demasiado joven, por poner algún reparo. 

   Bajé hasta su cintura con la intención de ir liberando nuestros cuerpos de las ataduras que los ropajes imponen. Su pantalón no tenía cremallera sino una filita de botones. Agarré con suavidad el primero entre mis dientes y me sorprendió lo fácil que se arrancó de la tela. A la chica le dio como un estremecimiento de placer. No le hizo tanta gracia cuando procedí de igual manera pero más bruscos modos con el segundo, tercero y así hasta el final de la bragueta. Me apartó de malas formas, lo cual, ciertamente, no le reproche. Llamó a su amiga con voz de urgencia y salieron las dos pitando hasta confundirse con la gente. Mi amigo me insultó con severidad y se fue corriendo tras ellas. Y yo me quedé allí un buen rato más, partidito de la risa.



   Alguna vez me permito celebrar los aciertos. Por más que pírricos. Y hoy se da el caso, ya que la canción está muy bien traída. Brindemos por ello con los gigantes del País de los Gigantes. Música turbia para tiempos salvajes. The Nomads, ahí es nada.





lunes, 13 de mayo de 2013

De pillar y futbolines

   Sí, Luis, sí. Como llevabas previendo un par de gulliveres, María me abandonó y me quedé hecho polvo. Todavía existe un viejo y tonto cuento con el que exorcicé mis males. Final literario (sí, ya, sí, pseudoliterario). Elegancia en el sufrir. Así, en ese plan. Y con una voz en off que le daba al hilo narrativo su puntito de distancia. 

   Pero la vida continúa, y menos mal, ya que en todo nuestro periplo nunca me había costado tantos sudores escribir los gulliveres. Y lo malo es que seguro que me lo estás notando. 



   Ya con la debida experiencia y sin el lastre del novato, todo empezó a ser mucho más fácil. Dentro de lo complicado que le resulta todo a la gente como yo. Por decirlo de alguna manera, había dejado de ser la existencia a vida o muerte. No voy a decir ahora que me convirtiese en un don Juan desorejado, no doy la talla ni van por ese camino mis apetencias. Siempre, siempre obedecí la máxima de acompañar sexo con amor. A raudales. Y en defensa de esta postura puedes consultar las crónicas de la ciudad que se refieren a aquellos años. 

   Ya te he hablado aquí de la ideología que prevalecía entre mis amigos de entonces. Aquello que tan horrible suena. "Pillar braguita". Se resumían aquellos días en echar mil futbolines en lo que aún más antaño fue una chocolatería, entonces un bar, a la entrada oriental de la Flora y cuyo nombre no acude ahora a mi llamada. Se hacían dos equipos y había, claro, alineación titular. Como no soy dado al pisto ni al protagonismo me tengo que callar  que rara vez me quedé en el banquillo. Dada mi versatilidad, dejaba elegir al compañero posición. Aunque eran mayores mis triunfos en la delantera. Nos jugábamos cañas de vino claro, los titulares y los reservas, a una por partida, en vasos de duralex hasta los topes. Siempre se daba un crescendo en la pasión de la hinchada y en nuestras adrenalinas, repleto de voces y risas. No faltaron los gloriosos días en que, por la propia pasión del juego, el futbolín acababa en la otra punta del bar y boca abajo. 

   Me acabo de acordar del nombre del bar. Me ha llegado como una bofetada de energía multicelular o algo así. Chocolatería El Pilar.

  Una vez convenientemente mamados, era que llegaba el momento en el que el grueso del pelotón  dedicaba su tiempo, sus esfuerzos y su dinero a lo de pillar "braguita". Incansables pero impacientes, ansiosos, y sin el menor atisbo de elegancia, hozaban por todos los locales en busca de sus complementarias. Era entonces que Quique y yo nos íbamos quedando atrás, al trasvoleo, como sin querer, hasta que se perdían nuestras sombras y respirabamos. Y dale gracias a aquello, Gulliver, por tu existencia. Ya que los dos amigos nos mezclábamos con la maraña enorme y polimorfa en los lugares donde sonase la muy mejor música y nos dedicábamos al humor. Coño, aún es hoy que le echo de menos al Quique lo que es una barbaridad. 

   Oíamos canciones como esta, y lo digo sin el menor rubor. 




   Hubo un día que se convirtió en la excepción. Quizá merezca la pena contarlo en nuestro siguiente gulliver.



viernes, 10 de mayo de 2013

Cosas que me ha traído María

   Además de mariposas en el estómago, este reencuentro con María me ha regalado varios tesoros.


   Quizá el más notorio sea un empeoramiento en el patrón de mis alocados tiempos de sueño. Sabrás que hace unos años pasé por una fase de dormir muy apretado pero durante muy pocas horas. Era un sueño denso y reparador que me hacía levantarme cada vez más pronto. Llegué a pensar que iba a levantarme antes de haberme acostado. Luego, por esas extrañas piruetas que da la vida y sin motivo aparente ni causa conocida, empecé a dormir más tiempo pero despertándome a cada rato. Con el agravante de que cada vez que me despertaba, para volverme a dormir, me tenía que fumar un cigarro.  El agravante viene de que la nicotina y demás venenos hacían efecto a las dos o tres caladas y un día la voy a armar, con los cigarritos en la cama. Pues estos últimos días, desde que se produjo, si, ya sabes, il incontro, se me han juntado los dos modos de dormir y no sé si eso hay cuerpo que lo resista.

   Otro gran regalo es que estoy aprendiendo a no creerme tan listo. 

   Y a soltarme la faja. Tengo con María arranques de sinceridad que no me permito ni conmigo mismo. ¿Será eso malo, doctor? 

   Pero lo que más me parece es que María me haya obsequiado con un billete para un viaje al pasado en alfombra mágica. Tú, dado a trepar hasta los más altos riscos, ya sabes lo bien y lo diferente que se ve todo desde las alturas. Lo gracioso del asunto es que abajo estoy yo, a mis 18 años, y no termino de ser yo. Ya ves, a estas alturas y aprendiendo a conocerme. 

   Vaya esta canción en honor y gloria de tan dadivosa mujer.