Llega el Marino a la Plaza. Ya ha tardado, ya. Llevamos tiempo aquí esperándole. No disponemos en la redacción de imágenes que ilustren aquellos tiempos. Nos servirá esta, tan actual, para hacernos una vaga idea y a la vez confundir nuestras impresiones. Siguen en su puesto las casas esgrafiadas que la rodean y conforman, el quiosco de la música, mudo. Desde una esquina, desvelada, siempre pendiente, siempre aguaitando a sus criaturas de los posibles peligros, la Dama de las Catedrales. Han desaparecido casi los árboles y todo está más pulcro. Qué pena. Pero...
Retrotraigámonos a aquellos días, con cuidado, que parece ser este un verbo amenazador y fullero, del que cualquier trampa pueda esperarse.
Llega el Marino a la Plaza Mayor. Sí, por fin. Ha dejado atrás la Judería y, antes, solo unos metros antes, la Casa de los Picos. No ha alcanzado a atisbar esa primera noche el acueducto romano. Eso sí, respira el aire frío que llega de la sierra. Y otea en rededor el horizonte cercano. No está acostumbrado el muchacho a distancias tan cortas.
De uno de los balcones cercanos al ayuntamiento, cuelga un cartel en el que se lee "Habitaciones", escrito en cristiano, y para allí que aunque no quiera se encaminan sus pasos de marino errante. Debe de rondarle por las sienes la palabra sueño.
Ya se ha encargado sobradamente la literatura de dibujar estos mundos sórdidos y rancios. No dirá él pues más que sí, le abrió la puerta un paisano cincuentón, mal afeitado, que vestía pantalón de pijama y camiseta de follar, de esas de caladitos, no muy limpia, que le enseñó lo que sería el dormitorio de su primera noche segoviana. Albergaba en su interior el habitáculo un armario ropero ciertamente destartalado, una cómoda a juego y , lo más curioso, cinco camas de matrimonio, cruzadas de cualquier forma. Con en un tetris a medio jugar. El marino le muestra su inquietud al hospedero, por el uso que espera debe darle a tanto catre. "Elija usted solamente".
Intenta leer. Intenta dormir. Pero es solo un muchacho con el que el sueño juega al pilla pilla.
Por alejarse de aquel mar de camas y que se le pasase el vértigo (sí, el marino se marea, desde que nació), por olvidarse también de su soledad y de su pena, tira de sí hacia la noche. Hacia la calle. No lo había notado pero tiene hambre, también, el muchacho capitán.
En una ciudad sobradamente conocida por su gastronomía, seguro que aquellos primeros bocados no le defraudan. Satisfecho, decide rematar la cena con una copa y le acompaña una vez más la diosa Fortuna, que se lo lleva hasta La Concepción, simplemente conocida como La Concha, próxima a la esquina que da a la Dama de las Catedrales, que allí sigue blanca y maternal. La Concha. Sí. Famosa por el trato exquisito que ofrece a sus clientes y por un fondo sonoro siempre embriagado de palabras entredichas y música de jazz. Pero sobre todo conocida por el dueño del establecimiento, un gitano engominado, entre bruto y encantador de serpientes, con un defecto en el hablar que agranda su compostura, la apostilla. Se crió el calé, dicen, en las cuevas de la Cuesta de los Hoyos, al atardecer de Segovia, como un cachorro de raposa herida. Impecable en el vestir, servicial y a la vez altanero. No se le conoce mujer, y grandes son las voces de los malpensantes por dicha carencia, pero sí que cuida a una hija que recién acaba de cumplir los 17, guapa, guapa es poco, guapa a rabiar, guapa hasta el dolor, más guapa aún, y que ha heredado talmente el temperamento del padre, como a su tiempo se verá. Ella se llama Graciela. A él le conocen por el mal nombre de El Jay. Quien lo dude puede acercarse a hojear el libro de los personajes del lugar. Aparece, su rostro renegrido a toda página, justo detrás de la semblanza rasgada, rota, de El Aborigen, quien, si la salud y los nervios nos lo permiten, volverá a visitarnos en estas crónicas gulliverescas, gulliverianas.
Esa noche el dueño mimaría al que imagina, con excelente tino, potencial buen cliente. El lugar está casi vacío en un martes de mediados de febrero, en noche de provincias. Una copa más, y otra más, la del estribo. El muchacho ya se cree hombre.
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