Es jodido, Luis, levantarse una mañana con un clavo de la hostia, en la sien, y naufragado perdido, en un océano de camas bravas, por las olas de tanto y tanto gintonic. Es más jodido si tienes que ir a trabajar. Ya ni te digo si, encima, es tu primer día allí. Y porque todo puede ir a más, al geométrico modo, es ya requetejodido mirar el reloj y ver que son las doce del mediodía. No te quiero contar lo de ir a quitarse las legañas al fondo del pasillo, a un cuartito con taza y lavamanos, y ponerse la ropa de la noche anterior. Quizá es que dormiste vestido, desastre, que eres un desastre. Tampoco te cuento el pepinazo que te mete en medio de los ojos el sol de febrero, al salir a la calle. Ya qué más dan unas horas si llegas un mes y un día tarde. No queda del todo elegante pero... quizá pronto lo olviden.
Me acogieron bien en el Palacio de los Lozoya. Dicho así, Luis, es como que te hayas pasado sin darte cuenta al libro de Sterne, mas no te hagas ilusiones. Me presentaron a medio mundo, que era, con total exactitud, lo que más me apetecía en aquel momento. Y llegamos, por fin, a mi lugar de trabajo. Una sala de cinco por cinco, dos ventanucos minúsculos con su arco de mediopunto, eso sí, techos bajos y tres señoras dentro. Iban a ser mis futuras compañeras y amigas pero, entonces, quedé acojonado. Estaban detrás de un mostrador de baquelita que, unos meses más tarde, salté a la caza de un listo. Si no es por Daniel, anciano venerable y arquitecto del urbanismo provincial, que salió de su despacho, la liamos allí gorda.
Pero no empecemos de aquí para allá, que nos volvemos majaras. Te echo a ti parte de la culpa, querido Luis, que se me amontonan las ganas de contarte. Y de llegar por fin al anhelado tema con que titulamos este volumen. Ay, los deseos. Ay, la carne.
Estábamos con lo de mis compañeras. Con ellas y sus revistas me aprendí las monarquías reinantes en Europa (hasta tercera generación). Me regalaron apoyo en la tristeza y en la alegría jaleo. Y un montón de comidas y cenas. Me verían, por entonces, desnutrido. Me verían como a un hijo, casi, entonces. Una de ellas, a la que más quería, era una gallega en proyecto de solterona. Diminuta y de nariz pizpireta, repleta de pecas. Lo más parecido a Pippi Langstrump que me encontré en la vida. Pero sin coletas. Tenía un perro chiflado. Se llamaba Azor, como el barco. No le cabía más cariño al animal en el cuerpo cuando nos oía llegar. No le cabía más pena cuando Marisol se piraba cada mañana a la oficina. Así que se quedaba a la puerta aullando dolores, íntegra la mañana. Con gran contento de los vecinos de todo el edificio. Aquello fue un traumón. Y la gran solución que se le ocurrió a la gallega, que vivía como a treinta metros del curro, era meter al gran Azor en el maletero del coche y aparcarle a la sombrita, allí cerca, para que aullase sus penas sin molestar. Bajaba a verle cada diez minutos y cada vez subía más atacada.
Otro día se nos perdió el perrito en el Pinar de Valsaín y estuvimos hasta las tantas dando alaridos a la noche, por ver si aparecía. Lo hizo a los dos días, muy compungido, eso sí. Pero no volvamos a fugarnos hacia el futuro.
Aquel primer día y una vez acabadas las presentaciones, la gallega me invitó a un café doble y a magdalenas, en el Abuelo, vetusto restaurantito que nos pillaba al lado y que aún existe. Espero. Eran claras las señales de mi rostro de que eso era precisamente lo que necesitaba.
¿Qué será de Marisol, ahora?
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