martes, 21 de mayo de 2013

Segovia viva el salero. 2. El aterrizaje.

   Tengo unas amigas que, hoy es el día, cada viernes que me ven por ahí, me cantan aquello de "una niña en Segovia, se, se se..." Quizá sea de los pocos recuerdos tangibles que aún me acompañan de aquellos años, que me aseguran que sí, estuve allí.


   Con el puesto que alcancé en la relación de aprobados a cuerpo administrativo de esta, nuestra querida Comunidad, no podía aspirar a elegir destino. Me tuve que conformar con los saldos por liquidación, restos de temporada. Segovia es una ciudad que vive de su pasado y su proximidad a la capital del Reino. No tiene industria pero sí una ubicación privilegiada. Por ello y por el hecho de que las garras de nuestro Agapito, el de la academia, no habían mancillado aquellos dominios, no figuraba en la larga relación de aprobados ningún segoviano. Los chavales en edad de trabajar lo tenían bien fácil en la hostelería. Y se ganaba buen dinero haciendo alguna extra. Buena gana de andarse a vueltas con los temarios y la máquina de escribir (¡Había máquinas de escribir, en aquel entonces, Luis!). Con lo cual, las plazas que quedaban por cubrir eran de allí. Con lo cual, para allí que me mandaron.



   Existe la leyenda, entre los empleados públicos, de que en cuanto te dan una plaza de funcionario, debes ir corriendo a por ella. No porque te la vayan a quitar, hasta ahí aún no han llegado nuestros amos. Pero sí con la intención de adquirir una antigüedad mayor que tus adversarios poco enterados. Yo, en cambio, oficié una vez más de absoluto irresponsable. Como aún me quedaba dinero de los sustanciosos sueldos que me pagaban como vigilante de incendios y teníamos un mes para tomar posesión (bonita  y aclaratoria expresión, "tomar posesión"), decidí que bien valía la pena festejar el último mes de mi vida sin haberme convertido aún en en "un funcionario". Sospecho que lo pasé bien ese mes pero no guarda mi memoria detalle de los hechos concretos. Bien pudo ser esa la vez que me fui con Carol y Olvido de viaje a Galicia. 

   Admiro mi pachorra de aquellos años. Con lo responsable y preocupón que he sido yo siempre, no se me ocurrió otra que equivocarme de día y de lugar. Me fui a Valladolid y un día después del último día de plazo. Con lo que me aseguré ser el peor puntuado en los méritos por antigüedad de mi promoción, lo cual, para desmontar la falacia tan extendida, no me ha provocado ningún perjucio en mi ya dilatada carrera laboral. Y alego en mi defensa que tampoco en el boletín aclaraban mucho dónde debía uno tomar posesión.

   Por ello, regresé de Pucela, preparé maletina y ya ese mismo día, solo que al atardecer, me sorprendí pululando por las librerías y quioscos de la Calle Real, con la sana intención de comprarme un plano del lugar. 

   No había. 

   Quizá fuese este uno de esos detalles de los que a veces te hablo, que te terminan cambiando la vida. Como no había plano me junté con un nutrido número de especialistas y en vez de plano, hicimos  un librote de la madre que lo parió, yo creo que el mejor que existe sobre Segovia. 








   




















   Cacareo como una gallina vieja y presumida, ya que mi aportación a ese trabajo se limita a que les pasaba los textos al ordenador, ya que uno de los coordinadores era buen amigo, y les avisaba cuando se repetían entre ellos. Eran como cincuenta  y de las más variadas ramas del saber. Por ello y por ir conociendo de lo que contaban, me pateé la ciudad un millón de veces. Tiene rincones imposibles, Segovia, lugares de otro lugar. 

   Pero corre el corazón más rápido que los pies, a veces. Ya hemos escrito un libro cuando nosotros aún estábamos recién aterrizando. Llegando, por la calle Real, a la Plaza Mayor. 

   Descansemos del paseo con un poco de música. Beth Orton, que es clavada a una amiga mía. Natalia. 



   Que nos sirva esta música sin pretensiones para esperar al siguiente gulliver, el de mañana. No vaya a ser que con tanto se nos empiecen a mezclar conceptos, momentos e impresiones y la vayamos a liar.



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