jueves, 2 de mayo de 2013

Cien Gulliveres

   No te creas que me he dedicado a contarlos uno a uno desde el principio. Me lo chiva, aquí, el cuadro de mandos. Ya sabes, nave moderna. Cien días no son una enormidad  y no soy muy dado a estas efemérides fruto de la convención pero creo que esta vez debo festejar. Ya tendrías que conocer mi incongruencia pero sobre todo mi inconstancia. Así que te agradezco que estés ahí, por más que de una manera bastante callada, como decía el poeta, tan ausente. 

   Y para la celebración, haremos algo distinto hoy. No, no faltará canción ni cerveza para brindar. Pero dejaré que las palabras sean de otro. Teju Cole, afroamericano, promesa de gran icono de las letras.






            Me acuerdo de que aquel día me arrodillé a oler las tenues fragancias. El parterre contenía saponaria y hepáticas, hierbas que habían recibido sus nombres del antiguo saber de la semejanza o medicina herborística simpática, un arte casi místico según el cual las propiedades medicinales de las plantas se relacionaban con su apariencia física. A la hepática se la consideraba buena para los males de hígado porque las hojas evocan la forma de los lóbulos de ese órgano, y del mismo modo la pulmonaria curaba las dificultades de respiración porque la hoja parece un pulmón, y a la saponaria se la valoraba por sus usos dermatológicos. La búsqueda de significado había conducido a nuestros ancestros medievales a la certeza de que Dios, artífice de toda la creación, había distribuido en esas cosas claves o signaturas para el uso benigno de lo creado, y que para descodificarlas bastaba con un poco de vigilancia. La semejanza no era sino lo más básico de esta clase de conocimiento, pero una extensión posterior de la idea fue la búsqueda de signos, tal como la asumió en el siglo XVI el humanista alemán Paracelso.

            Paracelso creía que la luz de la naturaleza obraba por la intuición, pero también que la experiencia la agudizaba. Leída adecuadamente, nos informaba de la realidad interior de una cosa por medio de su forma, de modo que en la apariencia de un hombre había cierto reflejo válido de la persona que era en verdad. En efecto, según Paracelso la realidad interior es tan profunda que no puede sino expresarse en la forma externa. Por otro lado, como ocurre con los artistas, los signos externos de una obra de arte estarán vacíos a menos que aborde la cuestión de una vida interior. En consecuencia Paracelso desarrolló una teoría de cómo se manifiesta la luz de la naturaleza en cuatro aspectos del hombre individual: las extremidades, la cabeza y el rostro, el cuerpo en conjunto y el porte, o manera de andar y postura.

            Nosotros estamos familiarizados con la teoría de los signos en las formas degradadas de la frenología, la eugenesia y el racismo. Sin embargo, la sensibilidad al vínculo entre espíritu interior y sustancia exterior también subyace al éxito de muchos de los artistas de la época de Paracelso, como los escultores en madera del sur de Alemania. Gracias a una atención extrema a las propiedades de su material, y al modo en que esas propiedades pueden traducirse en términos de escultura, crearon obras de arte perdurables, precisamente del tipo de las que se ven en las salas y corredores de los Cloisters. Riemenschneider, Stoss, Leinberger y Erhat sustentaron la talla en un complejo conocimiento material de la madera de tilo, y sus intentos de maridar el espíritu del material con su forma visible, por artesanales que sean, no difieren mucho de la lucha por el diagnóstico que absorbe a los médicos. Esto es particularmente cierto en el caso de los psiquiatras, que tratamos de emplear signos o síntomas exteriores como claves para entender realidades internas, aun si la relación entre ambos no está del todo clara. Tan modesto éxito tenemos [el protagonista es psiquiatra] en la tarea que no cuesta demasiado admitir que hoy nuestra rama de la medicina es tan primitiva como la cirugía en tiempos de Paracelso.

            Aquel día, mientras pensaba en los signos y la semejanza, yo había intentado contarle a mi amigo cómo había evolucionado mi visión de la práctica psiquiátrica. Le había dicho que veía a cada paciente como una habitación oscura y que, cuando en una sesión con un paciente entraba en esa cámara, consideraba esencial ser lento y premeditado. Todo el tiempo tenía en mente no hacer daño, el más antiguo de los principios médicos. En las enfermedades externamente visibles se trabaja con más luz, los signos se expresan más forzosamente y por eso es más difícil pasarlos por alto. En el campo de los problemas mentales el diagnóstico es un arte más delicado, porque a veces ni los síntomas de mayor peso son visibles. Es un arte especialmente resbaladizo porque la fuente de información sobre la mente es la propia mente, y la mente es capaz de engañarse a sí misma. Como médicos, le había dicho yo a mi amigo, dependemos, en un grado mucho mayor que en el caso de las enfermedades no mentales, de lo que nos cuenta el paciente. Pero ¿qué hacer cuando la lente a través de la cual se miran los síntomas es, a menudo, sintomática en sí? La mente es opaca para sí misma, y cuesta mucho descubrir la ubicación precisa de las zonas de opacidad. La ciencia oftálmica describe un área situada detrás del bulbo ocular, el disco óptico, por donde abandonan el ojo aproximadamente un millón de ganglios del nervio óptico. Es exactamente allí donde se aglomeran las neuronas asociadas con la visión, el punto donde la visión se apaga. Desde hacía tiempo, recuerdo haberle explicado a mi amigo aquel día, pensaba que la mayor parte del trabajo de los psiquiatras en particular, y de los profesionales de la salud mental en general, era un punto ciego tan amplio que se había apoderado de todo el ojo. Lo que sabíamos, le había dicho, era mucho menos que lo que permanecía a oscuras, y en esa enorme limitación estribaban el atractivo y las frustraciones de la profesión.

            Cada persona debe, en alguna medida, tomarse como punto de calibración de la normalidad, debe asumir que el espacio de su mente no le resulta totalmente opaco. Tal vez sea esto lo que entendemos por cordura: cualesquiera que sean las excentricidades que admite tener un individuo, él no es el malo de su propia película. De hecho ocurre todo lo contrario: sólo hacemos de héroes, y en el remolino de las historias ajenas, en la medida en que esas historias nos conciernen, nunca estamos por debajo del heroísmo. ¿Quién, en la era de la televisión, no se ha observado frente a un espejo e imaginado su vida como una serie que acaso ya miran multitudes? ¿Quién, con estas consideraciones en mente, no ha introducido en su vida diaria un elemento de actuación? Somos tan capaces de hacer el bien como el mal, y la mayoría de las veces elegimos el bien. Cuando no es así, no nos inquieta, como no le inquieta a nuestro público, porque somos capaces de acoplarnos a nosotros mismos y porque con otras decisiones nos hemos ganado su comprensión. Están dispuestos a creer lo mejor de nosotros, y no les faltan razones. Desde mi punto de vista, si repaso mi historia, aun sin atribuirme un sentido ético especialmente elevado, me satisface haberme atenido al bien.


            Pero ¿qué hay que entender entonces cuando en la versión de otro yo soy el malo? Estoy muy familiarizado con las malas historias —mal concebidas o mal contadas— porque se las oigo a menudo a mis pacientes. Conozco los cuentos de quienes echan la culpa a los demás, de quienes son incapaces de ver que son ellos mismos, no los otros, el hilo común de todas sus malas relaciones. Hay tics característicos que revelan la falsedad esencial de relatos así. Pero lo que me había dicho Moji aquella madrugada antes de que yo dejara la casa de John, subiera al puente George Washington y caminara los pocos kilómetros hasta mi casa, no tenía nada que ver con ese tipo de historias. Lo había dicho como si, con todo su ser, estuviera segura de que era exacto.


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario