Y para la celebración, haremos algo distinto hoy. No, no faltará canción ni cerveza para brindar. Pero dejaré que las palabras sean de otro. Teju Cole, afroamericano, promesa de gran icono de las letras.
Me acuerdo de que aquel día me arrodillé a oler las tenues fragancias. El parterre contenía saponaria y hepáticas, hierbas que habían recibido sus nombres del antiguo saber de la semejanza o medicina herborística simpática, un arte casi místico según el cual las propiedades medicinales de las plantas se relacionaban con su apariencia física. A la hepática se la consideraba buena para los males de hígado porque las hojas evocan la forma de los lóbulos de ese órgano, y del mismo modo la pulmonaria curaba las dificultades de respiración porque la hoja parece un pulmón, y a la saponaria se la valoraba por sus usos dermatológicos. La búsqueda de significado había conducido a nuestros ancestros medievales a la certeza de que Dios, artífice de toda la creación, había distribuido en esas cosas claves o signaturas para el uso benigno de lo creado, y que para descodificarlas bastaba con un poco de vigilancia. La semejanza no era sino lo más básico de esta clase de conocimiento, pero una extensión posterior de la idea fue la búsqueda de signos, tal como la asumió en el siglo XVI el humanista alemán Paracelso.
Paracelso
creía que la luz de la naturaleza obraba por la intuición, pero también que la
experiencia la agudizaba. Leída adecuadamente, nos informaba de la realidad
interior de una cosa por medio de su forma, de modo que en la apariencia de un
hombre había cierto reflejo válido de la persona que era en verdad. En efecto,
según Paracelso la realidad interior es tan profunda que no puede sino expresarse
en la forma externa. Por otro lado, como ocurre con los artistas, los signos
externos de una obra de arte estarán vacíos a menos que aborde la cuestión de
una vida interior. En consecuencia Paracelso desarrolló una teoría de cómo se
manifiesta la luz de la naturaleza en cuatro aspectos del hombre individual:
las extremidades, la cabeza y el rostro, el cuerpo en conjunto y el porte, o
manera de andar y postura.
Nosotros
estamos familiarizados con la teoría de los signos en las formas degradadas de
la frenología, la eugenesia y el racismo. Sin embargo, la sensibilidad al
vínculo entre espíritu interior y sustancia exterior también subyace al éxito
de muchos de los artistas de la época de Paracelso, como los escultores en
madera del sur de Alemania. Gracias a una atención extrema a las propiedades de
su material, y al modo en que esas propiedades pueden traducirse en términos de
escultura, crearon obras de arte perdurables, precisamente del tipo de las que
se ven en las salas y corredores de los Cloisters. Riemenschneider, Stoss,
Leinberger y Erhat sustentaron la talla en un complejo conocimiento material de
la madera de tilo, y sus intentos de maridar el espíritu del material con su
forma visible, por artesanales que sean, no difieren mucho de la lucha por el
diagnóstico que absorbe a los médicos. Esto es particularmente cierto en el
caso de los psiquiatras, que tratamos de emplear signos o síntomas exteriores
como claves para entender realidades internas, aun si la relación entre ambos
no está del todo clara. Tan modesto éxito tenemos [el protagonista es psiquiatra] en la tarea que no cuesta
demasiado admitir que hoy nuestra rama de la medicina es tan primitiva como la
cirugía en tiempos de Paracelso.
Aquel
día, mientras pensaba en los signos y la semejanza, yo había intentado contarle
a mi amigo cómo había evolucionado mi visión de la práctica psiquiátrica. Le
había dicho que veía a cada paciente como una habitación oscura y que, cuando
en una sesión con un paciente entraba en esa cámara, consideraba esencial ser
lento y premeditado. Todo el tiempo tenía en mente no hacer daño, el más
antiguo de los principios médicos. En las enfermedades externamente visibles se
trabaja con más luz, los signos se expresan más forzosamente y por eso es más
difícil pasarlos por alto. En el campo de los problemas mentales el diagnóstico
es un arte más delicado, porque a veces ni los síntomas de mayor peso son
visibles. Es un arte especialmente resbaladizo porque la fuente de información
sobre la mente es la propia mente, y la mente es capaz de engañarse a sí misma.
Como médicos, le había dicho yo a mi amigo, dependemos, en un grado mucho mayor
que en el caso de las enfermedades no mentales, de lo que nos cuenta el
paciente. Pero ¿qué hacer cuando la lente a través de la cual se miran los
síntomas es, a menudo, sintomática en sí? La mente es opaca para sí misma, y
cuesta mucho descubrir la ubicación precisa de las zonas de opacidad. La
ciencia oftálmica describe un área situada detrás del bulbo ocular, el disco
óptico, por donde abandonan el ojo aproximadamente un millón de ganglios del
nervio óptico. Es exactamente allí donde se aglomeran las neuronas asociadas
con la visión, el punto donde la visión se apaga. Desde hacía tiempo, recuerdo
haberle explicado a mi amigo aquel día, pensaba que la mayor parte del trabajo
de los psiquiatras en particular, y de los profesionales de la salud mental en
general, era un punto ciego tan amplio que se había apoderado de todo el ojo.
Lo que sabíamos, le había dicho, era mucho menos que lo que permanecía a
oscuras, y en esa enorme limitación estribaban el atractivo y las frustraciones
de la profesión.
Cada
persona debe, en alguna medida, tomarse como punto de calibración de la
normalidad, debe asumir que el espacio de su mente no le resulta totalmente
opaco. Tal vez sea esto lo que entendemos por cordura: cualesquiera que sean
las excentricidades que admite tener un individuo, él no es el malo de su
propia película. De hecho ocurre todo lo contrario: sólo hacemos de héroes, y
en el remolino de las historias ajenas, en la medida en que esas historias nos
conciernen, nunca estamos por debajo del heroísmo. ¿Quién, en la era de la
televisión, no se ha observado frente a un espejo e imaginado su vida como una
serie que acaso ya miran multitudes? ¿Quién, con estas consideraciones en
mente, no ha introducido en su vida diaria un elemento de actuación? Somos tan
capaces de hacer el bien como el mal, y la mayoría de las veces elegimos el
bien. Cuando no es así, no nos inquieta, como no le inquieta a nuestro público,
porque somos capaces de acoplarnos a nosotros mismos y porque con otras
decisiones nos hemos ganado su comprensión. Están dispuestos a creer lo mejor
de nosotros, y no les faltan razones. Desde mi punto de vista, si repaso mi
historia, aun sin atribuirme un sentido ético especialmente elevado, me
satisface haberme atenido al bien.
Pero
¿qué hay que entender entonces cuando en la versión de otro yo soy el malo?
Estoy muy familiarizado con las malas historias —mal concebidas o mal contadas—
porque se las oigo a menudo a mis pacientes. Conozco los cuentos de quienes
echan la culpa a los demás, de quienes son incapaces de ver que son ellos
mismos, no los otros, el hilo común de todas sus malas relaciones. Hay tics
característicos que revelan la falsedad esencial de relatos así. Pero lo que me
había dicho Moji aquella madrugada antes de que yo dejara la casa de John,
subiera al puente George Washington y caminara los pocos kilómetros hasta mi
casa, no tenía nada que ver con ese tipo de historias. Lo había dicho como si,
con todo su ser, estuviera segura de que era exacto.
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