miércoles, 29 de mayo de 2013

Entra Jimmy

   Al poco llegó el Maño al piso. Ya te he contado de su calaña por lo que no vamos a reincidir. Solo apuntar que grande es el aguante y larga la paciencia de las almas jóvenes. 

   Por aquello de que una de cal y otra de arena, tampoco tardó en aparecer Jaime Lobo Fernández, directamente empaquetado desde León. Siempre que aterrizaba chico nuevo en la oficina, las compañeras, que eran unas madres, nos lo ponían en los pechos, por ver si le podíamos sacar adelante. Es que llegábamos en unos estados anímicos... Nosotros no nos cansábamos de repetir que el nuestro era un piso de tres dormitorios, que coincidía con el número de moradores, pero ellas insistían.Teníamos ya predicamento, se ve. La llegada de Jimmy contó, cómo no, con sus singularidades, que, si te portas bien, paso a contarte. 


   Miento como un bellaco en aras de la literatura. En la vida he trabajado en el Torreón de Lozoya, aunque el de verdad también era un egregio lugar. El Palacio del Conde de Alpuente, un poco más abajo, y en la otra mano de la Calle Real. Para ganar espacio útil, al palacete le habían colocado recientemente una tremenda vidriera cubriéndole el patio. Había sido un trabajo tosco y cuya mayor cualidad había resultado ser dejar al patio absolutamente oscurecido. Y más a las tempranas horas a las que llegábamos a trabajar. Una mañana nos encontramos al entrar a un muchacho recién escapado de una película francesa. Rubio, extremadamente delgado, con una nariz definiéndole la cara. El peinado era curioso hasta para nuestra amplitud de miras. Melenita flequillera tapándole la frente y de las orejas para abajo, rapado integral. El chico miraba con curiosidad forzada hacía arriba, a la vidriera. No era extraño en Segovia encontrarse en cualquier rincón con turistas, fuese la hora que fuese. Mas no se libraría de nuestras chanzas el chaval, que estábamos seguros no llegaría a comprender.

   Me causó cierta sorpresa,  cuando no habían pasado dos horas de aquello, que apareciese Javier en mi despacho, seguido de cerca por el presunto turista. Las compañeras, que nos lo querían encalomar. 


   Desayunamos con él en un bar que había justo en frente de la Casa de los Picos, con vistas a los barrios de los artesanos y mercaderes y enorme variedad de bollería. El establecimiento anunciaba el nombre de cada dulce con primorosos carteles. Siempre me dejó k.o. uno en el que se leía "Cura Sanz", clavado en la bandeja de los croissants.  Pero Jaime no estaba para semejantes lindezas. Miraba fijo su café como si fuese a encontrar en los posos la respuesta. No decía ni mu. Javier y yo cruzábamos miradas divertidos. Al chaval le habían traído sus padres la tarde anterior y le habían colocado en una residencia de curas donde le cuidaban de postín pero donde por tales servicios le despojaban casi íntegramente de su sueldo. Se podía decir que en lo geográfico no se daban urgencias pero ¿y en lo anímico?, ¿era ético dejarle adobarse en semejante situación? Sucedía, como ya hemos dicho, que nuestro piso tenía tres habitaciones y, contando al Maño, nosotros éramos ya tres. Pero no menos cierto es que la habitación de Javier tenía el tamaño de un hipódromo de tipo mediano. Y él grande su magnanimidad. Cruzamos unas palabras gruesas con el Maño, que no lo veía, lo de ser uno más, pero su postura se ablandó notablemente al enterarse de que el alquiler mensual íbamos a pagarlo a pachas, no por número de habitáculos sino por cabezas de ganado, por explicarlo a su modo. 

   En cuanto llegó el siguiente viernes, a Jaime le entraron las urgencias de regresar a casa, a su tierra, a por una maleta más en condiciones, sobre todo, alegó. Las combinaciones terrestres Segovia-León dejaban en aquel entonces mucho que desear. Pero Pepe, que ya estaba por allí, le buscó al leonés medio de transporte, sargento como él y de nombre Felicísimo. Lo cuál es tan inverosímil como cierto. Habían concertado el encuentro a la salida del trabajo, en el Azoguejo, plaza emblemática partida en dos por un acueducto romano. Y allí que dejamos al chaval, como en la puerta de embarque. Nos fuimos Javier y yo para casa con la sensación del deber cumplido y más hambre que el perro de un ciego. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando, a los postres, llamó a la puerta el muchacho leonés, con su equipaje a los pies y terrible llorera. Parece ser que el sargento se había aburrido de dar vueltas a la plaza pero en ningún momento se había dignado en parar el vehículo. Tampoco a Jaime se le había ocurrido, cada vez que el coche llegaba a su altura y pasaba por su lado, lo de hacerle holita con la mano.



   Nos le llevamos a festejar, por ver si mejoraba su humor. Resultó contraproducente. No nos aguantó ni el primer bar. Se puso a morir. Doy fe, yo que posé mi mano en su frente mientras vomitaba hasta la primera papilla, el chaval. Le tuvimos que llevar a casa en carretilla mientras en la gramola del bar sonaba esta canción.



   Y así fue, Luis, que entró en mi vida Jaime Lobo Fernández, Jimmy, y esa ha sido, sin dudarlo, una de las mejores cosas que me hayan pasado nunca.




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