lunes, 13 de mayo de 2013

De pillar y futbolines

   Sí, Luis, sí. Como llevabas previendo un par de gulliveres, María me abandonó y me quedé hecho polvo. Todavía existe un viejo y tonto cuento con el que exorcicé mis males. Final literario (sí, ya, sí, pseudoliterario). Elegancia en el sufrir. Así, en ese plan. Y con una voz en off que le daba al hilo narrativo su puntito de distancia. 

   Pero la vida continúa, y menos mal, ya que en todo nuestro periplo nunca me había costado tantos sudores escribir los gulliveres. Y lo malo es que seguro que me lo estás notando. 



   Ya con la debida experiencia y sin el lastre del novato, todo empezó a ser mucho más fácil. Dentro de lo complicado que le resulta todo a la gente como yo. Por decirlo de alguna manera, había dejado de ser la existencia a vida o muerte. No voy a decir ahora que me convirtiese en un don Juan desorejado, no doy la talla ni van por ese camino mis apetencias. Siempre, siempre obedecí la máxima de acompañar sexo con amor. A raudales. Y en defensa de esta postura puedes consultar las crónicas de la ciudad que se refieren a aquellos años. 

   Ya te he hablado aquí de la ideología que prevalecía entre mis amigos de entonces. Aquello que tan horrible suena. "Pillar braguita". Se resumían aquellos días en echar mil futbolines en lo que aún más antaño fue una chocolatería, entonces un bar, a la entrada oriental de la Flora y cuyo nombre no acude ahora a mi llamada. Se hacían dos equipos y había, claro, alineación titular. Como no soy dado al pisto ni al protagonismo me tengo que callar  que rara vez me quedé en el banquillo. Dada mi versatilidad, dejaba elegir al compañero posición. Aunque eran mayores mis triunfos en la delantera. Nos jugábamos cañas de vino claro, los titulares y los reservas, a una por partida, en vasos de duralex hasta los topes. Siempre se daba un crescendo en la pasión de la hinchada y en nuestras adrenalinas, repleto de voces y risas. No faltaron los gloriosos días en que, por la propia pasión del juego, el futbolín acababa en la otra punta del bar y boca abajo. 

   Me acabo de acordar del nombre del bar. Me ha llegado como una bofetada de energía multicelular o algo así. Chocolatería El Pilar.

  Una vez convenientemente mamados, era que llegaba el momento en el que el grueso del pelotón  dedicaba su tiempo, sus esfuerzos y su dinero a lo de pillar "braguita". Incansables pero impacientes, ansiosos, y sin el menor atisbo de elegancia, hozaban por todos los locales en busca de sus complementarias. Era entonces que Quique y yo nos íbamos quedando atrás, al trasvoleo, como sin querer, hasta que se perdían nuestras sombras y respirabamos. Y dale gracias a aquello, Gulliver, por tu existencia. Ya que los dos amigos nos mezclábamos con la maraña enorme y polimorfa en los lugares donde sonase la muy mejor música y nos dedicábamos al humor. Coño, aún es hoy que le echo de menos al Quique lo que es una barbaridad. 

   Oíamos canciones como esta, y lo digo sin el menor rubor. 




   Hubo un día que se convirtió en la excepción. Quizá merezca la pena contarlo en nuestro siguiente gulliver.



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