miércoles, 31 de julio de 2013

Fijaciones canarias


   Son ya muchos los años consecutivos que fondea el marino en la época estival en estas playas. Es como quien cae siempre en el mismo derrotero. Recuerdo sus años fotógrafos. Se ponía los ojos de ver y craecs, craecs, todo eran imágenes a su alrededor. Imágenes quietas y persistentes. Paradas en este tiempo canario tan sin prisas. Fíjate que muchos años después, en el más puro presente, aún reconozco muchas de aquellas fotos. El tiempo parado, el tiempo quieto. 

   Pero hay una imagen que nunca pude hacer. Y eso que pretendía ser el compendio o al menos la que me iba a servir de título para estos derroteros veraniegos. 

    Subiendo hacia Granadilla, al poco de dejar la autovía que dibuja todo el oriente de la isla, en una zona bastante degradada, destaca entre otras una nave sin ventanas. Tiene el techo rojo y un curioso cartel. Pone "Fijaciones canarias". 

   ¿Qué mejor encabezamiento para la colección de postales, de cientos, de miles, que, por lo que veo, todavía andan por los entresijos de este ordenador, desde el que ahora escribo? 



   Mis fijaciones canarias, que nunca te contaré si no es a través de estas imágenes que me he pensado pueden ser apropiadas para estos días de trago largo y escritura floja. 

   Hay gatos, ventanas, soles... Cientos de soles encendidos. Y buganvillas de todos los colores del universo. Hay muchas maniquís de tiendas de superlujazo. Y el agua. Hay contagios de la tontura que tienen la mayoría de los turistas aquí. Yo creo que ya vienen de casa con toda la caraja del mundo y no se despabilan ni una miaja. Incluso todo va a peor por querer hacerlo todo tan bien, que les entran las prisas y los miedos a, por ejemplo, equivocarse de la guagua y terminar en el Médano en vez de en el Loro Park. Cuán más bonito es el Médano pero ellos siguen con sus trece y su aceleración.

   Hay caballos de parques infantiles, unos cuantos, y hay toallas puestas a secar. Hay cantos amontonados, piedras que enromaron las olas. Y baldosas felices y más gatos. 





martes, 30 de julio de 2013

¿Qué hace uno con dos diosas rusas, dos?

   Por prescripción facultativa y por ser el más madrugador, soy también el encargado de organizar comida, aquí en la isla. 

   Hoy toca fideuá y ya tengo todas las cosas. Su mejillón limpito, sus cachos de cherne, gamba y langostino, calamar calamar, las chirlillas bien prietas, su caldo y su cosa güena

   A la vuelta de la compra siempre me tomo unas cervezas y me leo el periódico. 

   Soy dicharachero así que cuando se sientan en la mesa de enfrente dos niñas mujeres, destierro mis vergüenzas y las invito a sentarse en la mía. Mi inglés no es fluido. Casi ni chapurreado. Lo cual complica mucho la existencia pero me pongo Gulliver. Total qué más da. La primera frase me sale de corrido, sin traducir. 

   -But what two prettypretty lovely girls!

   Vienen absolutamente equipadas. Vestidos vaporosos, entre el translúcido y el transparente. Son dos. Dios mío. Veinticinco, veintiseis años. Eso se lo sé preguntar pero no arriesgo. Les repito lo de what two beautiful girls. Hago que me mareo. Se piden dos cafés con copete de helado, para dar más morbo cuando cogen con la cuchara la puntita de arriba, todo espuma y alboroto. Son rusas, me dicen pero yo me lo creo a medias. Una, en la que me fijo menos al principio, es rubia y calza una sandalias con taconazo, por acercarse a la estatura de su amiga. Lleva una camisola abierta y la parte de arriba del biquini como tarjeta de visita. Dos buenas tetas, sí señor, normal, a esa edad. Se lo indico con una mirada dirigida. Y ella se ríe. La otra es una niña diosa. No sabe qué hacer con su cuerpo. Se estira como una pantera. Se estira como una garza. Se sacude el pelo, esto ya como una leona. Yo nada más se decir: My God! Vienen bien equipadas. Un mac y teléfonos de última generación. Les advierto de esos peligros. But this thing you could do in your country. Now, here, you must dance, eat the sun, be happy. Qué tosco es mi idioma. Se ríen como que entendieran algo. Fuman como si fuese la primera vez, con pitadas cortas y tragándose el humo como se traga la vida. Les tenía que haber preguntado sus nombres. 









lunes, 29 de julio de 2013

El pez en el agua

   En esta casa tan repleta de terrazas con buganvillas y plantas de ese pelo, y en la que mora una niña, aunque ya jovencita, no podía faltar una pecera. He realizado un estudio no excesivamente científico pero con un muestreo a mi modo de ver suficiente, y puedes apostar, Luis, que si se dan los dos factores (casa más niña casi mujer), es impepinable que exista una pecera. He llegado, con mis observaciones, un poco más allá. Es bastante probable que  el fondo  esté cubierto de piedras de colores. En esta, mi dacha veraniega, las piedras son como confites pringados de neón. Son mayoría las de color naranja y amarillo. Espero, por el bien del pececillo, que no resplandezcan con la noche, cuando no estemos. 

   Otro de los resultados de mi estudio es que en las casas con niña patatín, las peceras son habitadas por un único ejemplar, que lo que pierde en oportunidades de entretenimiento lo va ganando en tamaño e independencia. Se suelen adquirir dos o tres ejemplares. Más es malcriar. Y al poco de llevárselos uno a casa ve que los animales, día a día, van perdiendo movilidad y pigmento y a mucho no tardar, hay que darles sepultura. Cuando queda el último te dices, a este le va a pasar similar, con lo que, o son los bichos repuestos o la pecera se traslada al trastero en espera de mejores ocasiones. Pero el  pez que queda, el último pez, se va aferrando a la vida y, al poco, ves cómo se aclimata y engorda y se hace el dueñito del lugar.




   En la pecera de mi sobrina Lara solo mora un pez. Ayer mi cuñado le cambió de agua. En el más literal de los sentidos. Y a los diez minutos observé con gran preocupación que el pez flotaba boca arriba en la más absoluta rigidez.  

   -Manolo. El pececito ha palmao

   Y mi cuñado me sonrió con ese aire tan canario que con los años se le ha quedado y enseguida  se puso a pensar en otra cosa. Me lo hace a menudo. Lo de mirarte como que no sepa quién eres y de qué le estás hablando. Y sigue a sus asuntos, que le embeben y obnubilan. No es mala educación. Es que no sabe hacerlo de otra manera. A veces juego a adivinar  la esencia de sus pensamientos. Y suelo acertar. No por poseer yo dotes proféticas y de otros  tipos, sino porque se adueñan de su mente ideas sólidas, concretas, muy del día a día. No tienes más que hacer la pregunta adecuada, que tiene que ser simple y fácil de resolver, que Manolo engarza la pregunta con su conversación interna y sigue hablando consigo mismo, pero esta vez en alto, y eso significa que sí, has adivinado sus pensamientos. 

   Una vez arrastrado de ese modo al terrenal suelo, le insistes en que el pez tiene todas las trazas de estar muerto. No te lo puedes creer porque, una vez te ha aclarado que en la última ocasión  le pasó parecido, vuelve a zambullirse sin remedio en su nube particular. 

   Mas también es cierto que ahora mismo, en la pecera, que tengo aquí al lado del cuadro de mandos, casi revolotea el jodido pececillo.


Pececillo de tiras de cartulina.







  

viernes, 26 de julio de 2013

Lucía, compañera de viaje

   Pero qué estupenda compañera de viaje que es Lucía. Se desvive por cuidarte y que vayas disfrutando, se inventa juegos y vidas. Es una desastre terremoto, eso sí. En el avión tiró la botella de agua dos veces, ambas abierta, tuve que ir a rescatarla de los baños, cuando comprobé que tardaba, y se le explotó un rotulador en su mochililla. El más perjudicado por este fatal desenlace del rotu que me he cansado yo de decirle que le pusiera la capucha, ha sido un pequeño peluche, del tamaño de una mano, pero al que no se puede meter en la lavadora ni tan siquiera pasar por el grifo, por ir impregnado de los olores de su mamá Charo. Menudo disgusto. Con todos los dedos negros de tinta y sin un triste pañuelo de papel, juraba y perjuraba que iba a dormir con el oso teñido, sí o sí.

   A veces me imagino que este invento gulliveriano no es otra cosa que la manera que tengo de que sepa cómo soy, cómo he sido, cuando, dentro de unos años y con tu permiso, le dé la llave de la puerta de esta casa nuestra. 

   ¿Qué pensará de su padre? 

   Siendo yo como todos coqueto y necesitado de autoestima, la imagen que intento dar del marino es por fuerza idealizada, bonitizada. Digo lo que me gusta decir y no me atrevo. Hago lo que me hubiera gustado hacer. Pero seguro que Lucía sabrá leer entre líneas, rellenar los huecos que oculto, traduccirlos al lenguaje madre y hacerse una idea bastante veraz de lo que su padre quiso ser, y, a través de ello, de lo que su padre fue, terminó siendo. Menos más que todo ello lo verá con los ojos magnánimos del cariño que me tiene. 

   Y aún así da vértigo.









jueves, 25 de julio de 2013

Amanece en la Eterna Primavera

   No te avisé anteayer de que, cuando abrieses el Gulliver, ya estaríamos la Pollo y yo en las islas. Son las cosas que tienen estos cuadernos escritos al trasvoleo, que nunca sabe uno si está en la vida real o enfrascado en aventuras y navegaciones, en la parte delirante del asunto. Siendo esta una característica muy principal de lo que aquí nos ocupa, quizá no la aproveche este escribano tanto como debiera. Y tendría que contarte más a menudo, para que te hicieses una idea, de cuando le sorprenden a uno sonriéndole a la nada, bailando en el silencio o peleándose con los molinos manchegos. 



   Está el marino aguardando al amanecer, aquí más tardío, más perezoso. Es raro que no se vea acompañado por un par de nubecillas, posadas con cuidado en los roques. Son nubes menudas y disipadas. Sin peso, sueltas. Casi las podrías sujetar entre las manos y llevártelas de paseo. 

   Siempre tiene esto del amanecer su punto primigenio, por más que renovado día a día, de nacimento del Mundo. Y con el Mundo, nosotros también. Antes de que el sol aparezca tras las montañas, el cielo va adquiriendo toda una escala de grises. Aquí no se dan los rojos y naranjas, los violetas que vemos a menudo allí. Aquí el cielo es plano desde las montañas hasta juntarse, allí atrás, al mar teñido. 

   Todo ello más la primavera eterna, más el océano mar que nos rodea, deconstruyen el tiempo cronológico para luego apretujarlo de cualquier modo. Y así les queda un tiempo elástico y cansado, dado de sí, que nos impregna los músculos y los pensamientos. Y los pulmones. ¡Pero qué despacio se piensa aquí!




   




martes, 23 de julio de 2013

La tormenta

   No vayamos a pensarnos, de una apresurada lectura de las anteriores entradas de esta bitácora, que todo con Cristina fue tormento o pasión. Era divertida, culta y un poco alocada. Estudiaba filología árabe por absoluta vocación. Le encantaban los niños y tenía un coche pero que muy destartalado. Como lo había comprado sin cenicero, se había traído uno de casa, de porcelana "recuerdo de no sé dónde". El cenicero corría que se las pelaba de un lado a otro del salpicadero, por suave que fuese la curva tomada. Un día, en Fernández Ladreda, nada más pasar por debajo del Acueducto, por andar la conductora pendiente del dichoso cenicero, tuvimos una colisión. El único y levemente damnificado fue Jimmy, por su manía de ir siempre asomando medio cuerpo por la ventanilla. Una vez cerciorados de que lo de Jimmy no revestía en absoluto gravedad y calmadas las dos ocupantes del coche que habíamos embestido, a Cristina le entró una llantina que le duró horas. 

   Al final, se fue a vivir a Egipto. Iba para un año que prolongó por lo menos uno más. Tuvimos preparadísima una visita mía, llena de planes, de verano y de pirámides, pero al final, no me acuerdo del motivo, no fui. No es la primera vez que me dicen que tengo un rostro egipcio, será de aquellos preparativos. 

   A los pocos años, estando ya en Valladolid, un verano me acerqué a ver a Pepe, que era el único que aún vivía en Segovia. Pasé por el chiringo y allí estaban las muchachas, igual de bravas y de guasonas que el primer día. Ahora llevaban el negocio la Pitu y Nuria, otra amiga, pequeñita, oscura aceitunada, con unos ojos redondos y negros llenos de mucho cariño. Cristina, que había venido de no sé dónde del norte de África, les estaba echando una mano. Pero como la tarde era ventosa, las jefas decidieron que no eran necesarios sus servicios. Así que nos fuimos los dos para casa. Creo haberte dicho, y si no ahora lo hago, que un largo tramo del camino hasta nuestras moradas coincidía milimétricamente. Aquel día lo alargamos porque subimos paseando por el bosquecillo que llevaba hasta el cementerio. Y en mitad de los árboles que nos empezó a caer el diluvio universal. Corrimos como no soy capaz de hacerlo ahora y nos refugiamos debajo de unos balcones bajos en las traseras de las casas más próximas. Estábamos calados. El agua había dibujado su cuerpo en la camiseta. Los hombros huesudos, la cintura contorneada, los pezones, duros y oscuros, muy moros. La cara llena de gotas y la mirada y la sonrisa, pícaras, a juego.



   Luego, no sé. Aún seguimos mandándonos cartas, pero cada vez más espaciadas. Ya sabes, Luis. Los tiempos que corren.


   Ayer te puse una preciosa canción. Pero quizá el interprete no era el adecuado. No encontré cosa mejor en el marasmo cibernético. Hoy te la pongo así, como enlace. Y como es debido. La Chicana, otro regalo de Quique. Sólo tienes que hacer clic encima.

  Revolución o picnic 




lunes, 22 de julio de 2013

Sarpullido

[Resumen de lo publicado. Con la Mujer Muerta y el marino como únicos testigos, la chica mora comenzó a llorar. Empezaban aquellas situaciones a ser un clásico de su periplo segoviano, mas es Gulliver tenaz, cuando le place, y siempre anda cargado de paciencia]

   El marino dejó a la mujer respirar a su antojo, largo rato, y cuando se hubo calmado, la mujer le explicó.

   Se explicó largo y tendido. Le contó y le contó y le contó, con palabras que no me atrevo aquí a repetir. Y terminó diciendo que de tanto sufrir con aquel demonio con cara de ángel, le había salido un sarpullido bastante extendido por todo el cuerpo y que al marinero, así, le iba a dar reparo. Le mostró un hombro y, efectivamente, había somatizado tan perfecto, Cristina, que tenía la piel plagada de unos granos diminutos, resecos, terminados todos en una puntita de color rojo oscuro. "Por la espalda y las piernas lo tengo peor". "Seguro que el agua te hace bien", le propuso el marinero.

    Y pese a que, como ya has de saber, el agua en el amor le añade a este un punto de intensidad,  y pese a que ambos deseaban dejar que sus cuerpos se abandonasen a su suerte, pese a que estuvieron queriéndose hasta que cayó el sol detrás de las montañas, no terminaron de largarse en retirada los malos bichos, los pensamientos amargos, las agrias penas, los sufrimientos recientes. 





viernes, 19 de julio de 2013

¿Vendrás ya, Cristina, a abrazarme?

    Jimmy y la Pitu tenían una relación diabólica. Le suelen caer así, a mi amigo. ¿Será propenso? Ya te contaré si se tercia.

   En la pandilla de las chicas estudiantes, en la que sin duda la Pitu ejercía de cabecilla, conociendo mis predilecciones por más que la timidez intentase camuflarlas, llegaron a la conclusión de que a Cristina, en esos trances de su vida, le venía muy bien enrollarse con un chaval como yo, con pinta de dar pocos problemas. Por ello, hacían verdaderos marabarismos e ideaban complicadas argucias para  que nos quedásemos solos. Para cuando nos queríamos dar cuenta, ya habían desaparecido todos y nosotros nos mirábamos divertidos. Una tarde, antes de que empezaran la maniobra de despiste, nos sentamos encima de la mesa de al lado y nos comimos bastante literalmente a besos. Y allí se acabaron las tretas. Ese día, cuando la acompañé a casa y estábamos en el portal, me pasó una cosa que no me había pasado nunca. Nos abrazamos y ella me abrazó además con las piernas. Se me subió a caballito pero por la parte equivocada del animal, por decirlo de alguna manera. Y nos quedamos así mucho rato. No le pegaba nada aquello a Cristina. Fíjate la chorrada pero yo me explico. No le pegaba.

   Esa noche me subió a su cama. "No te preocupes, mis padres no dicen nada". No era nuestra primera vez pero, sin entrar en grandes detalles, si que fue la primera vez que nos lo pasamos de puta madre.


   Pero quedó colgado por ahi, en el marasmo del ovillo, que no madeja, una ocasión, otra Cristina. 



   No vaya a pensarse que el marinero es un donjuan presuroso. Todas estas cosas que cuenta en un párrafo bien le pudieron costar meses de vida. Con días en que Cristina desaparecía y nadie contestaba cuando el marino preguntaba. Y cuando la chica regresaba, llegaba en un estado febril y sin un gramo de fuerza. Venía de curar las heridas a su otro amor, mi tocayo, al que odiaba hasta la muerte pero había que mimar por que su mono no fuese tan horrible. Era lo menos que podía hacer. Pero se entregaba de tal manera que se traía consigo todos los venenos que el muchacho había exorcizado con gran esfuerzo y dolor. Aquel drogadicto era una persona adorable. Y más guapo que un efebo. Le veías pasar como un fantasma, con una sonrisa de disculpa, implorando perdón. 

   Cuando llegaba así de tocada  había que templar mucho las gaitas con Cristina. Traía la mirada huraña y se sentaba con los puños en el regazo. Con sus amigas, por confianza, sacaba las uñas con mayor fiereza, pero las veces que se me revolvía me daban ganas de reventar el suelo a puñetazos. Como ninguno de los dos era tonto del todo ni aún en esas situaciones, optábamos por el silencio.

   Un día de aquellos la llevé a la Mujer Muerta. Subimos toda la cuesta sin decir una palabra. Cuando llegamos noté que le gustó aquello. Pero no terminaban sus nervios de desatarse. Se sentó en la sombra de un enebro, apartada. Yo me senté a su lado. Después de mucho estar callados, apoyados el uno en el otro, empezamos a desnudarnos con las miradas. Luego dejamos las miradas aparte y fue cuando la muchacha comenzó a llorar.

   Empezaba aquello a ser un clásico de su periplo segoviano, más es Gulliver tenaz, cuando le place, y siempre anda cargado de paciencia.











jueves, 18 de julio de 2013

El chiringo transversal

   Ayer terminábamos llegando a donde no queríamos llegar y ahora  me doy cuenta de que no acabo de llegar a donde quiero, que no es otra cosa que hablarte de Cristina. ¿Qué tendrán las palabras que nos replican, nos ignoran y nos manejan? ¿Por qué no somos otra cosa que títeres prepotentes de nosotros mismos en sus manos? Y lo malo es que no alcanzo a comprender sus intenciones o sus reparos. Sus deseos.

   No me extraña que digan que ha llegado a la ciudad un loco flotando en una barca. La canción que hoy te presento me ha llegado de una fuente madre. Mi amigo Quique, al que aún no sé si he recuperado. Él me la dedicaba a mí, por algo será.




   El Chiringo de los Mantecas pasó a ser en aquellos veranos nuestro segundo hogar, si no el primero, habida cuenta de las horas que pasábamos allí. Al final, ambos hermanos fueron desapareciendo del paisaje. Luis estuvo una larga temporada ingresado en una clínica de desintoxicación que de poco le sirvió, huelga decirlo. Y César, ante el fallecimiento de su hermano, decidió cambiar de aires y se fue sin dejar señas. Cristina y Pitusa (asómbrate como yo, me acaba de venir el nombre de la chica aquella) pujaron por el establecimiento y lo mantuvieron muchos años. Cambió el color pero no el ambiente. Muchas tardes, al anochecer, les llevábamos de casa morcillas asadas o croquetas recién hechas, por que los perdidos que por allí merodeaban se fuesen a la cama con algo en el estómago. Aún recuerdo lo agradecidos que eran, los pobres infelices. El fin último de estos desvelos era que dejasen a las chicas en paz y a fe que lo conseguimos, ya que no sufrieron el más mínimo hurto ni otro altercado digno de mención. 

   Después yo me fui a Valladolid y fui abandonando el pasado, como suelo. Volví un par de veces o tres. Y allí seguían las chicas batallando los veranos. Me trataban como a un rey, pero yo era ya un rey de otro país. 
 

   Me acabo de dar cuenta. Aquel chiringuito veraniego es otro de mis grandes recuerdos transversales, tan difíciles de abarcar en estás humildes páginas. Caen los momentos como gotas en la niebla y mojan el papel. 

   · César  malhumorado porque se le llenaban las mesas de abuelos de viaje subvencionado. Se sentaban a merendar y pedían una botella grande de agua para todos. "Pero si te sobra sitio", le atacábamos. Y siempre contestaba medio en serio: "Que se joda, la tercera y última edad".

    · Las sobremesas de los viernes. Después de pasarme la semana invitando a copas a Pepe (y a sus amigos), tenía a bien convidarme a comer a un chino y llevarme luego en su corsa rojo a la Burgati. Éramos unos inconscientes suertudos ya que antes de meternos en viaje nos pasábamos por el chiringo y como entonces era moda, nos trajinábamos cerca de una botella de tequila a golpeaos. Se trataba aquello de llenar un vaso de chupito con media medida de tónica y media de la susodicha tequila (que nosotros pronunciábamos así, en femenino, a posta). Lleno el vaso se tapaba con la palma de la mano y se agarraba fuerte. Porque había que pegar un buen porrazo con él en la barra (si era de madera) o en una tabla de cortar embutidos que en todos los locales tenían preparada para tal fin. Una inabarcable marea de espuma tendía a escapársete entre los dedos por lo que había que proceder, raudo, a intentar beberse todo aquello. Tenía , como ves, su parte de circo ruso ya que bien pudiera ser que, en alguna momento del complicado proceso, le mojases la oreja al más bruto de la cuadrilla de bestias que bebían al lado. Mas como eran usos y costumbres muy arraigados, no solían llegar las sangres al río.


  ·  Una vez que regresé. Y que, como Cristina y yo vivíamos cerca, nos íbamos cada uno para su casa. Y que Cristina se alocaba de ganas de contarme cosas, quizá por que no hablase yo. Y que nos cayó tremendo chaparrón... Pero no, Luis, eso no toca ahora. Tendrás que esperar unos días. Sigamos el hilo que nos lleva.



miércoles, 17 de julio de 2013

Más sobre la vida

   Recuerdo otros momentos con César, en los que no todo era tan bucólico y se llenaba aquello de nervios y de mala baba. Y de angustias y de prisas y de llantos. Pero no ensuciaré las páginas de estas crónicas con esas inmundicias tan sabidas y tan tristes. 



   Así que vamos a acercarnos al Chiringo, ya el primer día de su apertura anual.  Eso significa que empieza a hacer buen tiempo. Voy con Jimmy. Me suena que llegamos de una sobremesa y les ayudamos a montar la terraza. Nos cuentan que Luis está jodido y que quizá deba marcharse unos meses fuera, en breve. Sentada no muy lejos, su novia, severa, asiente. Así que para ese año han contratado a dos amigas para que les echen una mano. 

   Pero en vez de dos amigas, al rato, viene toda una pandilla, quizá seis. Y como alborotando. Todas han estado estudiando fuera. Nos adoptan rápido, al Jimmy y a mí. No sin antes haber tenido que sufrir sus muchas agudezas y chanzas. Con cierto estoicismo por nuestra parte, cansino, a veces, para qué negarlo. A Jimmy enseguida, esa misma tarde, le noto sus predilecciones. Y claro, van dirigidas a la más guerrera, con nombre sonoro y lengua afilada, solo me acuerdo de eso. Ella también lo sabe y se hace de rogar. Pasamos allí muchas de nuestras ociosas tardes de funcionarios. Supongo que a mí también se me notaban pronto las predilecciones.

   Cristina acaba de terminar una relación amorosa con un chico que se llamaba Jose, como yo. O estaban ambos en ese momento  que los anglófonos llaman the edge, en el cual aún se ignora para qué lado de la red va a caer la pelotita. Lo que viene a llamarse un tira y afloja. Dicho chaval también estaba enganchado a la heroína, lo que nos tendría que hacer reflexionar del peligro intrínseco a vivir en ciudades de tamaño medio o pequeño y cercanas a una gran urbe. A mí me lo explicó muy bien otro genuino personaje segoviano, al que todos llamaban El Aborigen. Era puro nervio, medio gitano, barba cerrada de malo de western, bruto y homosexual. Bailaba de una forma muy particular, a contranota, con movimientos arrítmicos y electrizados, y a nada que te descuidabas te agarraba por el pecho y te propinaba un potente morreo. Si te dejabas agarrar ya te podías ir dando por besado porque tenía una fuerza descomunal, que entrenaba día a día, ya que trabajaba en el mundo de las mudanzas. Para la Junta hizo un par de trabajos y solo entonces entendió de la importancia de la palabra escrita. "Cómo pesa la cabrona de la cultura", nos decía mientras se arrascaba la mollera en los descansos de subir o bajar cajas de algún archivo. A Jimmy le tenía un especial cariño, que quizá se sobrepusiese con los territorios del amor, por lo que nunca tuvimos problemas con él. Ya que tenía un beber raro. Y preparaba unas trifulcas de las de terminar en comisaría todo quisqui. Pero cuando estaba tranquilo era una persona digna de escuchar, con su habla destartalada de temprano abandono escolar. Tenía unas teorías harto curiosas sobre el funcionamiento del mundo en general y sobre las situaciones concretas, ya cuando puntualizaba más. También estaba enganchado a la heroína y ya me preguntarás, Luis, si había alguien en aquella ciudad en su sano juicio. Oigamos las explicaciones del Aborigen.

   En todas los centros urbanos y en los rurales de cierta entidad, existe una proporción significativa de jóvenes, que, por el mero hecho de serlo, se toman la vida como una aventura. Tienden a experimentar con todo lo prohibido, se adentran en zonas de sombra para sus progenitores y, bueno, disfrutan lo que pueden. Estas actividades suelen circunscribirse a su tiempo de ocio y a horarios nocturnos. El resto del tiempo llevan lo que llamamos una vida normal, adaptada. Pero siempre hay chavales que, bien por su entorno familiar y social, bien por poseer un no muy elevado coeficiente intelectual, bien por factores genéticos o por cualquier otra causa que ahora se nos escape, se apartan del rebaño irremediablemente. Y se echan a perder. En ciudades como la que nos ocupa, al ser no demasiado grande su población se da el hecho de que se conoce todo el mundo. Por su proximidad con Madrid, la consecución de sustancias prohibidas suele ser más sencilla que en lugares más alejados de tales grandes urbes. Al unirse estas dos características, en Segovia se da el caso de que si alguien fuma porros enseguida todo el mundo sabe que fuma porros. Rápidamente, la casta social de los biempensantes estigmatizan a la oveja descarriada y se la intenta hacer el vacío, para evitar contagios. Con lo que ya da igual que el apartado del grupo se dedique a la marihuana que a juegos mucho más peligrosos. Una vez arrojado al submundo, las posibilidades de volver son remotas.

   No se expresaba en estos términos sino mucho más exacta y precisamente. Con grandes aspavientos, además, y los ojazos negros bien abiertos encajonados entre una frente prominente y sus pétreos pómulos. Sí, le metía pasión al asunto el Aborigen, daba gloria escucharle. Y por no apartarse en nada de su discurso, no anduvo esperando a que abandonasé yo esa ciudad, no mucho tiempo después, para morirse de sobredosis como un perro. Como se murió Luis y algún que otro amigo en una ciudad en la que no tenía tantos. 

   Terminan hoy las palabras del marino por donde no querían empezar. Prevención, políticos de pacotilla, que así suele ocurrir con las palabras cuando se callan, se turcen, se tapan, se vuelven cochinas mentiras. 

   Pero no te enciendas, Gulliver, ni te metas en semejantes atolladeros.


    Llega una tormenta. Se la ve llegar y, por si fuera poco, pasan los pájaros en vuelo rasante, volando rápido a sus refugios. Y eso suele ser un bonito espectáculo. 

   Dejaremos, así pues, al Abo con sus razonamientos internos y a la pareja ya rota haciendo equilibrismos dolorosos en el filo de la red.




martes, 16 de julio de 2013

El chiringo de los Mantecas

   Prometí Cristina y tendrás Cristina, Luis.

   Como era de prever, trabajaba de camarera, en aquellos entonces. Pero no era una camarera al uso. Digamos que no era camarera a título principal. Te cuento.

   Érase una vez en Segovia, que había un chiringuito de esos de temporada de verano, en un parque situado entre el Cementerio Municipal y los Bomberos. De ambos modos era conocido. Propiedad del ayuntamiento, lo sacaban a subasta cada dos o tres años. Y había dos hermanos que iban prorrogando la autorización una y otra vez. Se llamaban César y Luis. Los Mantecas. Les llamaban así porque así se apellidaban. Y ya, por el mero transcurso del tiempo, el chiringo adquirió un tercer nombre. Era mencionado, indistintamente, como el Chirringo del Cementerio, el de los Bomberos o el de los Mantecas. 

   Luis era amacarrado, pero con buenos modales y buen talle. Pena de gafas de mil quinientas dioptrías por metro cuadrado. También era diabético pero de verdad que tenía muy buen aspecto. Luego, se fue estropeando bastante. Pero con el que mantuvimos una estrecha relación fue con César. Era muy amigo de la novia de Pepe y Segovia, lo que se dice un pañuelo. Menudo, esmirriado. Con pinta de ratita y los ojos muy claros. Hay fenotipo. Gafas grandes para su cara y unas ansias culturales apenas satisfechas. Trabajaba de farmacéutico lo cual le venía de perlas para la actividad que más le satisfacía en este mundo. Sí, tanto Luis como él eran yonquis perdidos. Y aún así, se mantuvieron años conduciéndose por la vida con una dignidad ni disimulada ni tan siquiera forzada. No diré yo que lo llevasen bien pero casi. César no se cansaba de traernos vinilos con sus grupos amados; nosotros, que ya los habíamos escuchado hacía mil años le mirábamos como a nuestra abuela. Después, también nos daba consejos vivenciales. Y una vez, no sé a cuento de qué, nos llevó a su casa, a Lina -la novia de Pepe-, y a mí, y nos regaló un éxtasis y fresas. Actuaba como que aquello fuese muy especial. Y no digo yo que en la parte más oscura de su mente, no soñase en que nos lo hiciésemos los tres. Recuerdo viajes por la provincia. Siempre agarraba el volante por la parte superior, con las dos manos que ya tenían los nudillos hinchados, deformes. Íbamos mucho a las fuentes de La Granja.

   Quedémonos por hoy amparados por el frescor y el sonido de su agua, que el marinero está cansado. Cómo se pierde la mano con la ociosidad, lo mismo para las letras que para las batallas que para el amor.

   Y hablando de amor, he encontrado en el marasmo musical a una verdadera diosa. Y cómo canta, la jodida. 



lunes, 15 de julio de 2013

Saludo o bienvenida

   Parece adecuado, en un blog tan apegado a nuestras personas, que lo primero que leas esta mañana sea un "¿y qué tal, Luis, cómo te ha ido?". Ya nos iremos contando pero quiero que sepas que me alegra que estés por aquí. Triste consuelo para el que vuelve de sus ocios. Triste pero sincero.


     Si te sirve de tranquilidad, sigue todo parecido a cuando te fuiste. El trabajo inmóvil como un animal muerto y yo navegando en esa especie de barca voladora que me convierte sin remedio en un adolescente pirado. Palabras de Charo. Ya no sé si es barca o globo. Ay, Gulliver. Como tampoco sé si la cosa va durando solo unos meses o son muchos años de perfeccionamiento los que me avalan y me persiguen. Desconozco igualmente los efectos secundarios que, en el medio plazo, tales prácticas conllevarán sin duda en mi comportamiento o en mi condición. Los pago ahora mismo por adelantado, si falta hiciera.

    Y aún así, no hago más que intentar convencerme. Son rachas, Jose, no te emociones tanto. Pero también te aseguro que voy a hacer lo posible para que esta no se pase. Así de vehemente estoy y así está la cosa de fiera.


    Por el Proud Mary también reina la paz pero esta es de distinto cariz. Más que paz es quietud, de la de treinta y pico grados a la sombra. En ella sestea el marino la mayor parte del día. Puso las velas tendidas y largas las escotas, pero es tan tenue la brisa que apenas sí le da para pensar. Qué vagazo, Gulliver. Además, como lleva media luna sin aprietos se le fue la costumbre de coger la pluma y recordar.

   Bueno, recordar sí.

    No me viene el término científico, que debería, pero al marino, según dice, le pasa que se le mezclan los sentidos. Basta con que en una película vea cómo una mucama recoge el orinal de toda la noche de su señor, enfermo, postrado, que, al momento, un olor acre, fuerte, feo, le rodee. Casi le empape. No puede apartarse ni esquivar los recuerdos. Ya está de noche de verano en el hospital donde cuidan a su padre. En la puerta de entrada. El jardín antiguo del San Juan de Dios. Se sienta en el balaustre, a fumar. Las voces de aquel otro enfermo: "¡Madre!, ¡madre!, ¡madre!..." Una profunda profundidad. Pero salta de allí a la cocina de la calle Alhóndiga y a las untadas de un currusco de pan que su madre empapaba en la salsa en la que guisaba un pollo. Y de allí a rascar con la cuchara de madera los restos de besamel que quedaban en la cazuela. Cenarían huevos rellenos.