martes, 23 de julio de 2013

La tormenta

   No vayamos a pensarnos, de una apresurada lectura de las anteriores entradas de esta bitácora, que todo con Cristina fue tormento o pasión. Era divertida, culta y un poco alocada. Estudiaba filología árabe por absoluta vocación. Le encantaban los niños y tenía un coche pero que muy destartalado. Como lo había comprado sin cenicero, se había traído uno de casa, de porcelana "recuerdo de no sé dónde". El cenicero corría que se las pelaba de un lado a otro del salpicadero, por suave que fuese la curva tomada. Un día, en Fernández Ladreda, nada más pasar por debajo del Acueducto, por andar la conductora pendiente del dichoso cenicero, tuvimos una colisión. El único y levemente damnificado fue Jimmy, por su manía de ir siempre asomando medio cuerpo por la ventanilla. Una vez cerciorados de que lo de Jimmy no revestía en absoluto gravedad y calmadas las dos ocupantes del coche que habíamos embestido, a Cristina le entró una llantina que le duró horas. 

   Al final, se fue a vivir a Egipto. Iba para un año que prolongó por lo menos uno más. Tuvimos preparadísima una visita mía, llena de planes, de verano y de pirámides, pero al final, no me acuerdo del motivo, no fui. No es la primera vez que me dicen que tengo un rostro egipcio, será de aquellos preparativos. 

   A los pocos años, estando ya en Valladolid, un verano me acerqué a ver a Pepe, que era el único que aún vivía en Segovia. Pasé por el chiringo y allí estaban las muchachas, igual de bravas y de guasonas que el primer día. Ahora llevaban el negocio la Pitu y Nuria, otra amiga, pequeñita, oscura aceitunada, con unos ojos redondos y negros llenos de mucho cariño. Cristina, que había venido de no sé dónde del norte de África, les estaba echando una mano. Pero como la tarde era ventosa, las jefas decidieron que no eran necesarios sus servicios. Así que nos fuimos los dos para casa. Creo haberte dicho, y si no ahora lo hago, que un largo tramo del camino hasta nuestras moradas coincidía milimétricamente. Aquel día lo alargamos porque subimos paseando por el bosquecillo que llevaba hasta el cementerio. Y en mitad de los árboles que nos empezó a caer el diluvio universal. Corrimos como no soy capaz de hacerlo ahora y nos refugiamos debajo de unos balcones bajos en las traseras de las casas más próximas. Estábamos calados. El agua había dibujado su cuerpo en la camiseta. Los hombros huesudos, la cintura contorneada, los pezones, duros y oscuros, muy moros. La cara llena de gotas y la mirada y la sonrisa, pícaras, a juego.



   Luego, no sé. Aún seguimos mandándonos cartas, pero cada vez más espaciadas. Ya sabes, Luis. Los tiempos que corren.


   Ayer te puse una preciosa canción. Pero quizá el interprete no era el adecuado. No encontré cosa mejor en el marasmo cibernético. Hoy te la pongo así, como enlace. Y como es debido. La Chicana, otro regalo de Quique. Sólo tienes que hacer clic encima.

  Revolución o picnic 




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