El marino dejó a la mujer respirar a su antojo, largo rato, y cuando se hubo calmado, la mujer le explicó.
Se explicó largo y tendido. Le contó y le contó y le contó, con palabras que no me atrevo aquí a repetir. Y terminó diciendo que de tanto sufrir con aquel demonio con cara de ángel, le había salido un sarpullido bastante extendido por todo el cuerpo y que al marinero, así, le iba a dar reparo. Le mostró un hombro y, efectivamente, había somatizado tan perfecto, Cristina, que tenía la piel plagada de unos granos diminutos, resecos, terminados todos en una puntita de color rojo oscuro. "Por la espalda y las piernas lo tengo peor". "Seguro que el agua te hace bien", le propuso el marinero.
Y pese a que, como ya has de saber, el agua en el amor le añade a este un punto de intensidad, y pese a que ambos deseaban dejar que sus cuerpos se abandonasen a su suerte, pese a que estuvieron queriéndose hasta que cayó el sol detrás de las montañas, no terminaron de largarse en retirada los malos bichos, los pensamientos amargos, las agrias penas, los sufrimientos recientes.
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