En la pandilla de las chicas estudiantes, en la que sin duda la Pitu ejercía de cabecilla, conociendo mis predilecciones por más que la timidez intentase camuflarlas, llegaron a la conclusión de que a Cristina, en esos trances de su vida, le venía muy bien enrollarse con un chaval como yo, con pinta de dar pocos problemas. Por ello, hacían verdaderos marabarismos e ideaban complicadas argucias para que nos quedásemos solos. Para cuando nos queríamos dar cuenta, ya habían desaparecido todos y nosotros nos mirábamos divertidos. Una tarde, antes de que empezaran la maniobra de despiste, nos sentamos encima de la mesa de al lado y nos comimos bastante literalmente a besos. Y allí se acabaron las tretas. Ese día, cuando la acompañé a casa y estábamos en el portal, me pasó una cosa que no me había pasado nunca. Nos abrazamos y ella me abrazó además con las piernas. Se me subió a caballito pero por la parte equivocada del animal, por decirlo de alguna manera. Y nos quedamos así mucho rato. No le pegaba nada aquello a Cristina. Fíjate la chorrada pero yo me explico. No le pegaba.
Esa noche me subió a su cama. "No te preocupes, mis padres no dicen nada". No era nuestra primera vez pero, sin entrar en grandes detalles, si que fue la primera vez que nos lo pasamos de puta madre.
Pero quedó colgado por ahi, en el marasmo del ovillo, que no madeja, una ocasión, otra Cristina.
No vaya a pensarse que el marinero es un donjuan presuroso. Todas estas cosas que cuenta en un párrafo bien le pudieron costar meses de vida. Con días en que Cristina desaparecía y nadie contestaba cuando el marino preguntaba. Y cuando la chica regresaba, llegaba en un estado febril y sin un gramo de fuerza. Venía de curar las heridas a su otro amor, mi tocayo, al que odiaba hasta la muerte pero había que mimar por que su mono no fuese tan horrible. Era lo menos que podía hacer. Pero se entregaba de tal manera que se traía consigo todos los venenos que el muchacho había exorcizado con gran esfuerzo y dolor. Aquel drogadicto era una persona adorable. Y más guapo que un efebo. Le veías pasar como un fantasma, con una sonrisa de disculpa, implorando perdón.
Cuando llegaba así de tocada había que templar mucho las gaitas con Cristina. Traía la mirada huraña y se sentaba con los puños en el regazo. Con sus amigas, por confianza, sacaba las uñas con mayor fiereza, pero las veces que se me revolvía me daban ganas de reventar el suelo a puñetazos. Como ninguno de los dos era tonto del todo ni aún en esas situaciones, optábamos por el silencio.
Un día de aquellos la llevé a la Mujer Muerta. Subimos toda la cuesta sin decir una palabra. Cuando llegamos noté que le gustó aquello. Pero no terminaban sus nervios de desatarse. Se sentó en la sombra de un enebro, apartada. Yo me senté a su lado. Después de mucho estar callados, apoyados el uno en el otro, empezamos a desnudarnos con las miradas. Luego dejamos las miradas aparte y fue cuando la muchacha comenzó a llorar.
Empezaba aquello a ser un clásico de su periplo segoviano, más es Gulliver tenaz, cuando le place, y siempre anda cargado de paciencia.
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