jueves, 25 de julio de 2013

Amanece en la Eterna Primavera

   No te avisé anteayer de que, cuando abrieses el Gulliver, ya estaríamos la Pollo y yo en las islas. Son las cosas que tienen estos cuadernos escritos al trasvoleo, que nunca sabe uno si está en la vida real o enfrascado en aventuras y navegaciones, en la parte delirante del asunto. Siendo esta una característica muy principal de lo que aquí nos ocupa, quizá no la aproveche este escribano tanto como debiera. Y tendría que contarte más a menudo, para que te hicieses una idea, de cuando le sorprenden a uno sonriéndole a la nada, bailando en el silencio o peleándose con los molinos manchegos. 



   Está el marino aguardando al amanecer, aquí más tardío, más perezoso. Es raro que no se vea acompañado por un par de nubecillas, posadas con cuidado en los roques. Son nubes menudas y disipadas. Sin peso, sueltas. Casi las podrías sujetar entre las manos y llevártelas de paseo. 

   Siempre tiene esto del amanecer su punto primigenio, por más que renovado día a día, de nacimento del Mundo. Y con el Mundo, nosotros también. Antes de que el sol aparezca tras las montañas, el cielo va adquiriendo toda una escala de grises. Aquí no se dan los rojos y naranjas, los violetas que vemos a menudo allí. Aquí el cielo es plano desde las montañas hasta juntarse, allí atrás, al mar teñido. 

   Todo ello más la primavera eterna, más el océano mar que nos rodea, deconstruyen el tiempo cronológico para luego apretujarlo de cualquier modo. Y así les queda un tiempo elástico y cansado, dado de sí, que nos impregna los músculos y los pensamientos. Y los pulmones. ¡Pero qué despacio se piensa aquí!




   




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