viernes, 27 de diciembre de 2013

Charcos y otros gatos

   No encuentro la lógica del asunto pero es raro el viaje de Gulliver en el que algun animal no pasee por la cubierta del Proud Mary (que hoy cumple años, bendita embarcación). 

   Del periplo segoviano,  ya te he hablado de Bruno, el conejo candor. Y hace ya meses aparecían, un día, de refilón, dos hermanos  de nombres Salomón y Tiberiades, de la especie felina y de vida feliz. 

   Se lo pasaban en grande los gatitos jugando entre sí. Es más, sabíamos cuán en grande lo habían pasado nada más entrar en casa. Si al mero ruido del llavero les veías llegar a ambos resbalando por las baldozas de la entrada es que el día había tranquilo. Mas si cuando abrías la puerta ninguno elemento de la pareja te salía a recibir, yuyu, habías de temerte lo peor. 

   Lo peor, dentro de lo que recuerdo, fue un día. Y visto con la debida distancia, no fue para tanto.

   Por supuesto que no aparecieron a darnos la bienvenida, a nuestra vuelta del trabajo. Y nada más entrar al salón nos fue fácil adivinar el motivo.

   Teníamos, en ese salón, un mueble castellano. Por quitarle robustez, le decoramos con postales y fotos. Y en él también pusimos, con igual intención, el aparato de música y nuestros discos.

   Y hete aquí que la pareja de hermanos se lo había pasado en grande por el sencillo procedimiento de dar brincos (algo para lo que estan sobradamente capacitados) y con las uñas de sus patitas delanteras ir tirando al suelo nuestros amados discos. Como guinda del pastel, encima del destrozo relucía, sacado de su funda, un disco de los Feelies, que hoy te traigo, y que, para lo del más inri, era de un brillante, encegador vinilo blanco. Crazy Rhytms se titulaba.









jueves, 26 de diciembre de 2013

Sueño 16. Ojo de buey.

   Es en Segovia y es el atardecer. No sabemos para qué ni de quién se esconde El Marino. Hará frío. Quizá se esconda de sí mismo, para no encontrarse. 


   Tiene varios refugios preferidos, cuya localicación aquí callaremos por no ser perseguidos en los mapas. Aclararemos, eso sí, que desde uno, al atardecer, el acueducto parece una flauta andina, de esas llamadas de Pan, con muchos tubos. El otro es mezcla de cueva verde y hornacina. Ya ves, Altamira y altar. Además tiene truco porque es lugar perfecto para ver y no ser visto. Y el Marinero es fisgón y cotilla.  Allí está como en una cámara de Gessel, de esas de las pelis de polis. Los niños son los más naturales. Le sorprende la cantidad de gente que va hablando sola, enfadada con el cielo. De tanto en tanto, Gulliver apunta con mala letra en una libreta resobada lo que luego aquí te contará. Un señor al que conoce de vista se afana, estirado, en ser visto. Otro negativo de lo contrario. Ser visto que quiere ser visto. Un par de angelicales criaturas revoloteran a sus pies. Mellizos de tres o cuatro años. En su afán de sentirse observado, el hombre no se fija en ellos nunca. 

   Al poco ve pasar a Boni, con esos andares tumbados de cuello bajo. Boni es un roquero tartaja. Le gustaría ser mucho peor de lo que es pero, por más que con ahínco se afaba, no le sale, no va con su carácter. 

   El Marino decide alcanzarle y tomarse con él unas cervezas. Y así es como, después de esos paréntesis, la vida continúa.


 

  


lunes, 23 de diciembre de 2013

Rapapolvo (pequeño)




   Habrá que seguir poniendo tonterías, por más que digas que no hace falta y que no es necesario. Tendrías que suplicar, arrastrándote a mis pies, pedir tu ración diaria, implorar que quieres más y más y más  y vas y me sueltas que no es ello necesario. Gulliver pilla o no pilla, amigo, no se valen medias tintas.

   ¿Qué pensarían  sino Moca y P y Armando y María y tantas y tantas otras personas que se han dejado aquí un cachito de su piel?

   ¿Con qué ímpetu va a remar el galero marinero, con qué fuerzas, con qué espíritu va a romper el muchacho naviero el viento con sus velas? 

   Mas está hecho de acero El Marino. Aunque muchas veces crea ser de fácil derretir. Y se tenga por un cobarde y por un flojo. Y diga eso de que tiene toda la fuerza de voluntad porque aún no la ha estrenado.

   Aun en días morcillones y tardes presuntas. En las que, francamente, tampoco da el Gulliver para mucho más.


   



  

  






viernes, 20 de diciembre de 2013

Un día tonto

   Un día tonto es ese día en el que, inopinadamente, te encuentras con P y no eres capaz de articular palabra. P no está donde te la sueles encontrar. Está en tu territorio, por así decirlo. Has soñado un millón de veces encontrarte con P. Te has imaginado todas las posibilidaddes (que por definición son muchas, y muchas de ellas superriquísimas). El porcentaje de aciertos era siempre de un cien por ciento, en tus sueños. No te faltan, pues, ni los recursos ni el deseo.






No sé en qué parte de esta historia
perdí el argumento primario.
No sé qué cojones me agobia.
Hoy, según dice el calendario
vuelve a llegar la primavera, 
me molesta el soooool.
Alma que nunca se deshiela
y se queja del calooooor.

Saco las cuentas de memoria,
no se me pierda algún lucero.
Mira que, en silencio, en esa euforia
 sale hierba y me crece el pelo.

Sufro locura transitoria
bajo a la Tierra...

   Que hace esta cabra fuera del rebaño. Vamos a tirarla por el campanario.



   Es más, P tiene todo el aspecto de haber venido aquí nada más que para encontrarse contigo y, encima, como que tiene ese brillo en los ojos que se te chiva de que, casi seguro, también está un poco bebida. 

   Las pintas calvas, que diría mi padre. Mi padre siempre decía verdades como puños, de este cariz. 

   P tiene un chico con pinta de santo varón. Un santo varón heavy, con pinta de haberse ganado el cielo hace tiempo. De haberse ganado el cielo en la tierra. Pero justo en este día tonto, no se ve del chaval ni la sonrisa. 

   Lo que se dice a huevo.

   Al poco, por inanición o por algunos de sus amigos, P se ve arrastrada hacia otros paraísos. Si, al Marino se le queda una cara de gilipollas de tamaño natural. 

   Hoy, querido Luis, también es un día tonto. Me piro de vacaciones un par de semanas (largas) y quería dejarte (quizá) con un poco de recuscús en la mirada. (Quizá) por la duda de si aún se quedará el Marino otro rato en ese lugar o se pondrá la viserilla y partirá a otras aventuras. 



jueves, 19 de diciembre de 2013

Sueño 7

   Desde la muñeca hasta la bola (¡mira papá qué bola más dura tengo!), lleva todo el brazo tatuado con unas espirales muy raras. Las curvas se imbrican con las curvas de la espiral compañera. O no. Es difícil seguir la pista.

   Si las miras un ratico, a las espirales, al final te enamoras y se te pone cara de tonto. 

   Creo que las espirales giran sobre su eje, algo que, siendo un tatuaje, parece bastante complicado de conseguir.

   Las espirales se asemejan a las escamas de la merluza argentina, también conocida como pescada. Cuando sopla el norte, las espirales afinan su trazo. Tú miras alrededor, por si todo es truco o trampa. Pero no. 

   Me he pasado la tarde siguiendo las líneas con el dedo. Hasta se me ha hecho un callito. A veces a las curvas les entra la risa. La chica se llama Cate Le Bon pero eso qué importa.




miércoles, 18 de diciembre de 2013

Júbilo

   Es curioso. A Gulliver, desde que te escribe este blog, no le ha entrado ninguna vez el terror a la página en blanco. Se ve que sabe que no puede permitírselo. Y así se le van los dedos a las palabras que se esconden tras el teclado y empieza a salir una ristra que solo parece eso. Con lo que hay que darle muy seguido a tecla de borrar. Y se vuelve a empezar como si nada. ¿Qué es esto?, ¿metaliteratura? 
    Hoy el marino no sabe qué contar porque indaga en la Segovia del libro de Segovia y no en la Segovia misma. Es más. Desde que le has dicho que hasta que no abandonase en estas páginas esa ciudad no le ibas a devolver el libro de Segovia ya no sabe si tiene que irse pronto o quedarse aún un buen rato. 


   También ha estado el muchacho pensando en tu de repente no muy lejana jubilación. Pero ha sacudido rápido la cabeza, que tiene prescrito vivir un día y después otro, receta que intenta no saltarse ni en festivo. 


   [Eso en lo que al muchacho respecta. Yo no te pienso decir lo que opino y mucho menos lo que siento. Lo que me aterra, fíjate qué cobardía, es no saber prepararte la fiesta de despedida. Joder. A ver si vamos a estar ahora año y pico despidiéndonos.]






martes, 17 de diciembre de 2013

¡Plif!

   Lo he pensado y sí, con Moca me veía cuando me veía, lo que dada la población de Segovia era harto probable. Pero seguro que pasaba que, cada vez más veces, cada vez antes, me dejaba perder por la esquina de la primera marivuelta. Para volvernos a encontrar al rato, más borrachos, más locos. 

   Un día, sin hablarlo ni nada, decidimos solucionar  un asunto que a lo mejor teníamos pendiente. Sería fin de semana y mis compañeros de piso no estaban a la vista. Elegimos la habitación de Pepe, por tener mucho más amplia la cama. Y por que coleccionaba perfumes caros. Los tenía allí expuestos en la coqueta, prácticamente en formación de a tres. Con lo que el aire olía más profundo y seductor. 

   El mayor gatillazo de mi vida toda.

   No sé en qué proporción lo motivó la parte alucinógena del asunto. No sé si lo soñé. Pero aquella noche Moca tenía cubierto el pubis por un extenso y espeso matorral de pelos negros, lisos, en punta. Rarísimo. Y a mí me dio por pensar que debía de ser ello así por haber tenido ya un hijo, que se le había puesto aquello de esa manera a cuenta del parto. La Madre Natura había, ¿cómo decirlo?, preparado el camino para aquel chaval que por allí había salido, por más que hacía ya bastante tiempo. Pero yo me imagina al chaval, de la edad que el chaval ahora tenía. Y me cagué en el alcohol y en la madre que lo parió porque es que ya me estaba hasta mareando.




    Moca me cogió la polla y, masajeándola, se la fue acercando. Sentí como si entrara de frente en una escoba que acabase de haber barrido el Infierno. De repente un estertor y tuve una corrida mínima, cuatro gotitas, penosa. 

   Moca tenía que tener experiencia en estas lides ya que intentó cuidarme y despreocuparme. Yo no paraba de decir que no hacía falta. 






lunes, 16 de diciembre de 2013

Mr. Slimy

   Al hablar de Moca, quedarse en esos procederes (que hace unos días, antes de los estropicios,  intentábamos describir)  por más que ricos y hasta sabrosos, sería desmerecer la figura de esa mujer. De esa persona. Y el peso que tuvo en nuestras vidas. Imagínate, Luis, a los veintitantos, una lotería así. 


   Con ella siempre había un punto de descontrol, bien fuera de un tipo o de otro. Tenías que tener los nervios muy bien templados para no caer en el miedo o en la angustia. O en el hartazgo de tanta tensión. Mi amigo, a veces, no podía soportarlo pero era tan fuerte su enamoramiento... Yo lo llevaba mejor.  

   Pero hoy no será Moca el personaje principal sino Mr. Slimy. Que dará para poco y que si aquí aparece únicamente es porque vino persiguiendo a Moca. Podríamos contarlo tal que así.

   Al poco apareció un recién llegado. No puedo describirle con demasiada exactitud ya que, ahora mismo, ostenta cargo nivel 30 en (sí) esa (nuestra querida) empresa y no estoy para pleitos. Suave, suave, con maneras de trabajar nuevas (modelo B, opciones m, p y v, modelo D, opción t, así trabajaba). Si hubiésemos sabido algo en aquellos atolondrados años hubiéramos caído enseguida en que era de la Obra. Suave, suave. Redondito. Los mofletes le escondían la cara. Inocuo. Grasiento. Y con esos labios húmedos de boquita de piñón. Conozco a varios y no me explico cómo hacen con sus adoctrinamientos para conseguir esas boquitas mínimas y crispadas, de labio húmedo, de color bermellón oscuro o un poco azulado, a punto de tirarte un besito o de reprenderte por ser tan malo. Bendita inconsciencia la nuestra. Le tratábamos como a una persona más y seguro que le sorprendía tanta naturalidad. Se embobó de Moca hasta las trancas, hasta faltarle la voluntad (esa voluntad de hierro con que los arman, presuntamente). Le he visto acorralándola contra el capó de un coche, a la vista de toda la terraza de Los Bomberos, muy concurrida en aquellos penosos momentos, por cierto; concurrida, expectante y ya vitoreando la final. Le he visto corretear, lloriqueando tras ella, casi película sadomado. Una pena. Pero nosotros éramos (y he dicho éramos) buena gente y a lo más que nos llevaba ser testigos de esos numeritos era a tenerle una piadosa compasión y a intentar sacarle de los errores de su proceder. Pero cuando el amor llega así de esa manera... 

   En aquellos momentos no pero ahora sí que me pienso que la chica le tenía que dar cuartelillo al mostrenco, no se explica si no tanta desazón. Posiblemente ya no estuviese con mi amigo de amantes oficiales lo cual no era óbice para que nos pasásemos todo el día juntos, a toda velocidad de aquí para allá. Mr. Slimy apenas tenía fuelle para seguirle el ritmo y llegaba al rato sudoroso y resoplando. Y justo cuando llegaba a Moca le daba por pegar otra revolera, que a veces acompañaba con espantada y... había que tener su práctica. 

   Luego mi amigo se fue (¿o esto ya lo he contado?) y a Moca la seguí viendo pero cada vez menos. Nos veíamos mucho pero no todos los días. ¿O sí? Qué giribiquis hace el tiempo con los recuerdos. ¿Se trató de semanas, de meses, del resto de mis días segovianos? No lo sé. Ella seguía allí, eso sí, seguro, transversalmente. 
   





viernes, 13 de diciembre de 2013

Un día suelto y un poco torcido

   Ya. Ayer no hubo gulli. Muy a mi pesar y debido a causas que me fueron ajenas. Lo de los imponderables, que para este blog que nos ocupa, se vale como motivo de falta. Por ahora no se valen muchos más. Y el primer sorprendido de tanta y tanta constancia es el propio Gulliver, no te vayas a pensar.

   El imponderable vino, cómo no, de un fallo en la internet de mi casa, que no había ni bien ni mal. Hay días que empiezan así. Tú te sabes los protocolos. Apagar y encender el ordenador, meter un alambrito en un agujero que a tal efecto lleva incluído el router y poco más. Si así no funciona, malo, por más que mi proveedor telefónico tenga servicio full time. Ya que el siguiente paso, sí o sí, es llamar al servicio de asistencia y estar un rato de un 902 a otro, cagándote ya en sus muertos. Y no tenía yo cuerpo belicoso a las cinco de la mañana. 

   Hay días que empiezan así. Pero para eso precisamente me tomo la pastillita, para dejar a la vida ir transcurriendo. 

   En los días que empiezan así es normal que, cuando (diez minutos antes de salir de casa a currar y, previamente, dejar a la Pollo en su insti) enciendo el coche para que se vayan deshelando los cristales, el claxon empiece a sonar continuo y estridente. Ocho de la mañana de una tranquila calle de pueblo. El vecindario encantado supongo. No sé si han sido los juramentos o los cuatro puñetazos que le he pegado al volante, pero la bocina se ha callado. 

   Va uno como con prevención, ya, así que, en días como estos lo más normal es que cerca ya de nuestra (querida) empresa, las marchas se pongan duras y tengas que salir de los semáforos en tercera y a trompicones. 

   A mí esto del coche me pone muy nervioso. Ello es debido, sin duda, a un desconocimiento tal que le imagino como un todo y no como la suma de partes que sin lugar a dudas es. Hasta le coloco un alma postiza y de postín. Supongo que lo que ha pasado es que (todo él) se ha cogido una aguda pulmonía por dormir en la calle en semejante noche. Siete bajo cero me pestañeaba cuando ha dejado de pitar. Con lo cual, mi única ocurrencia ha sido dejarle en un lugar soleado del aparcamiento y suplicar por que se le pasase no sé si el achaque o el enfado.  

   En días así, lo único que haces es pasarte íntegra la mañana pensando que has hecho lo que no tenías que hacer o su propia viceversa, que no has hecho lo que tenías que hacer.  Pero ya no hay tu tía y,  a la una y media, en nuestro habitual relaxing tobaco time, me acerco con toda la prestancia de la que soy capaz por ver si al auto se le han ido los males. Como mozo de espadas me llevo a Ignacio, que para eso vale un montón.  Pero nada, su comportamiento no ha mejorado ni un poco. Quizá en todo caso ha empeorado ya que las marchas no entraban ni a puto empujón. Para eso viene bien Ignacio, para detallarte los pasos a seguir y las conductas prohibidas. No, Luis, no. Liarme a patadas con el coche no sirve de nada. Y menos en días así. 


   Después ha venido el encaje de bolillos para seguir como si tal cosa, añadiendo a las tareas cotidianas la programación seguro-grúa-taller, y con los peores augurios, ya que hay quien se ha apresurado a informarme de que una caja de cambios de mi coche no baja de los 8.000 euros. Sí, comer sí que he comido y hasta me he echado una minisiesta pero todo ello y como dijo el poeta, tan ausente. 


   Luego ha llegado el de la grúa (y puntualísimo), ha subido el pedal del embargue hacia arriba (un movimiento nada natural para dicho pedal) y las marchas han empezado a engarzar como si tal cosa.

   En días así, el rebote hacia las zonas felices del alma no termina de producirse con la intensidad obvia. Ya que me informan en mi taller de cabecera de que algo por ahí hay tocado y no sé cuantas. Pero el coche andaba.

   En días así, llega uno a casa pensando que quizá se tendría que sentir más alegre. Y pensando y pensando, se va vaciando los bolsillos en el trozo habitual de la estantería. La tarde decae y aún no ha encendido las luces de casa. Nada más dejar las llaves y lo suelto y el tabaco y las gafas, nota como algo se precipita del estante hacia el suelo y oye un (terrible) sonido de cristales rotos. 

   En días así, en los que todo se tuerce pero no llega a retorcerse, los añicos no pertenecían a los cristales de las gafas sino a una bombilla fundida que allí había dejado yo hace una semana con la intención de, en algún momento, acordarme y comprar un nueva.

   ¿Tendrá en todo esto algo que ver el Bolson de Higgs?




miércoles, 11 de diciembre de 2013

Lento proceder

   Todas las tardes sucedía lo mismo. Pero esta repetición de los juegos no les hacían menos jugosos. A veces ya no poníamos ni película. 

   Lo recuerdo como si fuese ahora mismo. Después de estar todo el día juntos, de aquí para allá, y de allí para acá, llegábamos a casa . No había que forzar conversaciones ni nada. Solo estar.

   El salón era amplio, luminoso. Al fondo, tras lo ventanales, la Bola del Mundo, que suena a algo severo pero que no deja de ser un lugar donde van los pijos a pijear. Desde lejos, eso sí, lucía franca y radiante, pero los habitantes de esa casa no hacíámos ni caso. Ni puto caso. Moca (no, no se llamaba Moca) se  sentaba en el sofá o en la mullida alfombra. Habíamos quitado la mesa y teníamos una alfombra mullida, casi un gimnasio de alfombra mullida. 

   Después de todo un día con Moca lo que menos te apetecía era pensar. Por su cabeza no sé lo que pasaría. O sí lo sé, pero era tan vorágine que no vale la pena desenmarañarlo aquí. Nos íbamos acercando casi como gatos en pelea, con movimientos lentos pero evidentes. Cuidado que nos pasó veces pero (a efectos prácticos) siempre era como la primera vez. Cuando ya estaba yo muy cerca le salía en la braguita una manchita de humedad. Con lo lento que procedíamos y cómo se aceleraba uno por dentro. 

   Así ya muy cerca nos frotábamos la cabeza contra el hombro del otro. Nos quedábamos callados o seguíamos hablando de cualquier cosa, de lo que estuviésemos hablando, que no tenía ninguna relación con aquello que se iba también acercando cada vez más. Yo LE tocaba y la manchita se extendía de lado a lado. Ella me buscaba hasta encontrarme y en la conversación entraban gemiditos que nada tenían que ver con la conversación. La conversación a veces se interrumpía cuando no tenía que interrumpirse, por culpa de unos besos que no puedo sino calificar de rabiosos. En la tele Melanie Griffith llevaba peluca y casi seguro que sonaba algo salvaje. 

   Pero hasta la tele era entonces de otro mundo.



   Nunca pasamos de ahí, por así decirlo. Ignoro los motivos, si tiene que haberlos. Solo nos restregábamos y nos toqueteábamos muy pero que muy despacito, que a mí me parecía raro con la vorágine, despacito pero sin pausa, hasta que nos pegábamos la gran corrida, normalmente yo encima de ella, y nos quedábamos así un ratito pequeño. Luego Moca (jijijí, jajajá) metía sus cosas en el bolso y me decía chau, hasta mañana.

   Algunas veces nos regalábamos nuestras bocas, nuestras lenguas, que al acariciar el sexo del otro también cortaban la conversación por un momento.



  





martes, 10 de diciembre de 2013

Moca

   Dice las malas lenguas que era una descarada y una calentona y que no tenía ni un poquito de vergüenza. Y yo aquí la defendería si fuese ello mentira. Si fuese necesario. Y si no le viese más que ventajas a esos tan cristianos calificativos. 

   Se echó un amante que no era otro que mi mejor amigo, al que casi duplicaba en edad. No digamos ya en talento y recorrido. Mi amigo se obnubiló y así estuvo mucho rato. Le traía y le llevaba a su antojo. Y a mí con ellos, muchas de las veces. Yo me preguntaba que a qué tanto correr para no llegar a ningún lado. Todo era un frenesí. Con sus zonas peligrosas, claro. 

   Llegué a conocerla muy bien. 






   Luego mi amigo volvió a su tierra natal y me dejó a mí al cargo. No sabía muy bien qué hacer con ella. Nos paseábamos el uno al otro, por toda Segovia. Y cuando nos cansábamos de beber y de comer en los sitios más chorras y más caros, nos íbamos a casa y nos poníamos una peli en el salón. Pero no era muy de cine. Y entre eso y que al medio tumbarse en el sofá se le veían unas braguitas inmaculadas...









jueves, 5 de diciembre de 2013

Diplomacia rusa

   Ya que vagamos, como a lo tonto, por aguas laborales quizá es momento de hacer embarcar en nuestra nave  a un personaje de esos que llamamos transversales, nada menos. 

   Miento al decir que se llamaba Moca pero creo que así es mejor. Secretaria de alto cargo. Había nacido para ello, parecía. Sabía estar. Controlaba la situación hasta cuando el jefe del cotarro (su jefe) había perdido el norte y no le apetecía sino llorar. 

   Sabía sonreír de mentiras, dándose cuenta de ello al primer vistazo, tanto ella como el interlocutor, mas no podía este sino contagiarse del gesto. Las llamadas "sonrisas de cable de acero". Casi diplomacia rusa. Aunque la estética era muy otra. Iba siempre hecha un pincel e, impepinablemente, con una minifadísima, cuando aquellas medidas de tela no eran ni habituales ni, quizá, prudentes. Era (y seguro que sigue siendo) muy guapa. Pero bajita y con esos movimientos respingones de las guapas bajitas. Todo garbo. La voz la tenía un poco ronca, de tanto fumar, y sus ojos no paraban quietos. Nos sacaría, a nada, ocho o diez años. Tenía un coche (igual que ella) pequeñito y juguetón, con el que revoloteaba por toda Segovia y sus callejones. No paraba. Se buscaba amigas atormentadas, recién separadas de sus maridos. Ella estaba casada y tenía un hijo que jugaba al baloncesto. 



   Paro de sopetón. 

   No estamos dibujando nada bien el personaje. Quizá sea conveniente dejarlo madurar, que se apropie otros ratos de nuestros pensamientos y así vaya apareciendo más nítido o por lo menos más real. 




   Tampoco vas a estar esta mañana mucho rato en la oficina, así que viva la incongruencia, quete planto el último disco entero que ha publicado Sting, el de los Police. Más tranquilo que entonces, habla de su pueblo natal, costero y con problemas. El último barco, como el nuestro. ¿Ya te había puesto algo, no?


 




   





miércoles, 4 de diciembre de 2013

Qué empresa, nuestra empresa


   Como ya hemos dicho en estas páginas, T tenía más vicio que una garrota. Aunque (por razones profesionales) supiese artes marciales, su carácter jovial y su naturaleza pacífica impedía que se viese metido en demasiados líos, pese a ese vicio que tenía y los efectos colaterales que suelen acompañarle Jimmy y yo en horario laboral nos limitábamos a darle un par de caladas al porro de la última ronda. Después nos íbamos con todos los gerifaltes de la Delegación a tomar unos vasitos a la Plaza Mayor, que estaba muy cerca. No era extraño que llegase un ordenanza sofocado a buscar (de bar en bar) al delegado o al secretario o al asesor. Eran otros tiempos y nuestra empresa, muy reciente, como de juguete. Otro ejemplo. Jimmy y yo éramos, no sé por qué artículo, los encargados de comprar todo el material informático. A nuestro aire. También íbamos los sábados por la mañana a trabajar, por la patilla. Queríamos hacer un programa desde el que pilotar totalmente el barco de la administración autonómica. Esos días sí que nos dejábamos invitar por el T a un tirito y de ahí esas ínfulas informáticas tan inabarcables. Nos lo pasábamos de cine. Eso sí, solo completamos los primeros esbozos de nuestro proyecto. Una página en la que, gracias al turbobasic, aparecía, junto al escudo de la Junta, un menú muy apañado con las consabidas entradas: altas, bajas, modificaciones, consultas y salir. Eso es la vida, a eso la hemos reducido, Luis.

   Cuando venía el Consejero de turno siempre nos le traían al despacho a que le enseñásemos. De toda la aplicación unicamente teníamos un mínimo ramal, cogido con alfileres, que era por donde le íbamos empujando al politiquillo. Das aquí a "consultas", luego seleccionas la consejería, luego vas aquí a "personal" y eliges al funcionario y puedes ver su vida laboral. Quedaba asombrado el animal del poderío de esas nuevas armas y por que no llevaba medallas encima que si no nos hubiera impuesto alguna.

    Los jefes de entonces eran como los de ahora pero a escala menor. Por falta de entreno o de poder, o simplemente de experiencia. Un delegado que no fue de los peores se empeñó en construir un edificio moderno donde albergar a toda su tropa. Lo tenía todo pensado. Yo le insistía que no había que olvidarse de la piscina, fundamental. Y Jimmy se ponía transcendente y le decía que sí, que era cojonudo construirse una pirámide para el día de mañana. 

   Otro jefecillo, este secretario territorial y niño a partes iguales, muy repelente, nos encargaba todos los años que le hiciésemos la declaración de la renta. Lo peculiar, si a ello llega, es que nos la mandaba hacer del revés, empezando por la cantidad que estimaba que le tenía la Hacienda pública que devolver. Conciencia social, servicio público. Se gastó, el muy cabrón, ochocientas mil pelas (de esas que son de todos) en un mueble donde posar el ordenador, en su despacho.Con su antojo podíamos haber comprado tres o cuatro equipos, lo que en aquel entonces era casi duplicar nuestros recursos rumbo al futuro. 








martes, 3 de diciembre de 2013

T


   Cuando ya llevas un tiempo en esta ciudad, si vas con prisas atravesar la Calle Real, subiéndola o bajándola, puede llegar a exasperarte. Parece que los segovianos no hagan otra cosa en su puta vida que pasear (calle arriba, calle abajo) por dicho lugar. Así que cada dos pasos te tienes que parar a saludar a conocidos. A veces, las menos, esos encuentros se convierten en bocacalles por las que girar y cambiar con ello el destino del destino.

   No puede ser de otra manera si te encuentras con T, huerfanito por ambos ramales de la genealogía desde que era un crío. Todos se asombran en la ciudad de lo bien que, no se sabe cómo, ha ido dibujando su autobiografía día a día. Ahora es segurata de mi empresa. Le queda el uniforme como a un adefesio pero ninguna de mis compañeras se queda sin su retrechería cada mañana. Es alto y narigudo, con gafas de cristal grande, y cuando se ríe, lo que hace con excesiva frecuencia, la cabeza se le baja hasta tocar casi el pecho y allí rebota y vuelta a empezar. Se parece entonces a los buitres pelmazos del Libro de la selva (versión Disney). 

   Tiene bastante vicio, T. Y alguna vez le acompañamos Jimmy y servidora a hacer la ronda y en el aparcamiento que hay en la parte trasera del edificio nos fumamos un porrete sin mucho disimulo. Supongo que todo el mundo lo sabe. 

   La tarde aquella en la que nos le encontramos en la Calle Real nos arrastró a su casa, donde ya le esperaban Juanjo (dueño de bar y traficante, pequeño pero bien formado y con una pose como de estar en la final mundial de culturismo todo el rato) y otro elemento del que apenas tengo recuerdo. Era grande, peludo y más mayor que nosotros. Sus facciones no me vienen. Por sus movimientos pensabas que no era conveniente hacerte enemigo suyo. Aunque ese día se comportó como todo un caballero. Yo creo que era el proveedor del camello (fractal de nivel superior). T venía de comprar más cervezas, que se les habían acabado. Y así nos pasamos desde las 4 de una tarde de un domingo tonto hasta las 6 de la mañana de un lunes laboral a todos los efectos, jugando a las cartas. Nos apostábamos mandanga y acabamos que no cabíamos dentro. Alternamos mus, chinchorro y póquer. Creímos conveniente parar cuando Jimmy, mi pareja de mus en ese momento, mientras se bebía un zumo de naranja, se empeñó en echar veinte duros al rey de uno de  nuestros contrincantes, pensando que estábamos en el póquer. Son señales que te manda la conciencia.

  

lunes, 2 de diciembre de 2013

Domingo por la noche.




   Empieza semana y empieza mes, que es el último del año. De otro año. Y nosotros con las maletas preparadas desde el viernes, para volver, para regresar. Domingo, tres de la mañana en aquel Burgos. Es una hora más que prudente para irnos yendo, Pepe y yo, pongamos que en su esmerado corsa. Rescato mi maleta de un bar distinto al bar en el que la dejé a primera hora de la tarde, a falta de mejores consignas. En este primer bar (que ya estaba cerrado) me redireccionaron con una primorosa tarjeta (que aún conservo) en la que nos deseaban buen viaje y nos indicaban dónde habían dejado la valija.  

   Hasta Aranda hay autovía. No, no te creas que está  ahí desde hace tanto.  Luego, cogemos la carretera de Cantalejo y Turégano. Al principio vamos cantando. Pero al poco, por las horas, dejamos oírse a otros y solo escuchamos. Pepe, si ve que me duermo y no le apetece, me pega un tosidón cerca de la oreja, o treta similar. 

   En Cantalejo son fiestas y el pueblo está tomado por una alborozada verbena. Espesa. Compacta. Intentamos pasar poco a poco, al ralentí. Pero allí todo el mundo empieza a ponerse nervioso y cada vez más. Y no es cuestión de bajar del coche a explicarse ya que alguno ya está dando manotazos en el capó y después en el techo, que retumba más y ya en los cristales. Gente curtida. De pueblo. Quizá sonase un corrido de fondo musical. Pepe mete la marcha atrás y empezamos despacio a retroceder. Luego, ya no tan despacio ya que nos persiguen y algunos se agachan a coger piedras del suelo. Gracias al cielo que no pillamos a nadie.  

   Estuvimos una hora larga palpando caminos en la oscuridad. Hasta las liebres se reían. 

   Llegamos y Pepe aprovecho a echarse una horita antes de ir a trabajar. Yo me tomé un par de cafés.

   

viernes, 29 de noviembre de 2013

No adivinarme (antiprescencias)

   No me gusta saber del futuro. Ni tan siquiera imaginarlo. No quiero ir comprobando antes de tiempo (antes de que ocurra) cómo van doliendo más los huesos, cómo van menguando los ya escasos músculos (tensándose), cómo se va llenando mi cuerpo de pequeños y no tan pequeños dolores e incapacidades en lugares de los que desconozco (en el ahora) hasta su existencia. Llegar a arrascarme cada vez menos cacho de espalda, tener que tomar asiento para enfundarme los calcetines sin demasiado peligro. Que el frío se vaya infiltrando cada vez más adentro y el cansancio se haga grandote y se cuelgue del cuello y lo más liviano se vuelva tan complicado...

   Podemos también, en este festival de la alegría, meternos en los jardines de los deterioros mentales. El olvido, la desidia, las rencillas, la locura, la pérdida de la razón entera. O que no se dé del todo esa pérdida y nos lo notemos pero no seamos capaz de compartirlo. 

   Las caídas, las incontinencias y las impotencias, el hartazgo de los cercanos.  



   Joder, macho. Casi que nos quedamos en Segovia otro rato.








jueves, 28 de noviembre de 2013

La gallina de los huevos de oro

   Nada, Luis, que me quedo con el Marino otro rato en mi imaginada Segovia. ¿No has notado que me rejuvenece?



   Me hago trampa, ya. Porque aquel Gulliver no es el mismo que escribe esto ahora, aunque coincidan en el nombre y en (algunos, muchos de) sus rasgos.  Y aunque siga existiendo una ciudad con tal nombre y con tal (o parecida) situación geográfica en el presente, tampoco es aquella Segovia, de la misma manera que el agua que corre ahora mismo por sus dos ríos no es la misma agua. Eso lo explica mucho mejor Marías en su novela oxoniense, llena de charcos en los que meterse (amor, locura, palabras). 

   Así que mira si soy burro ya que queda claro que las palabras que ahora intenten expresar aquellos días nunca, ni entonces ni ahora, serán aquellas palabras. Y con todo, reincido, decido con el corazón no irme aún de aquel lugar aunque la cabeza, machacona, me dicte otros caminos y otros lugares.  

    Sí, retardo la llegada, enlentezco el paso, me paro a menudo a observar detalles nimios cuando no inexistentes como escaparates vacíos. En cambio, Gulliver se mueve desaforado por todo el camarote intentando encontrar el hilo de la madeja. Diciéndome que soy un insensato.


   Pero yo no quiero llegar. Venirme al ahora y escribir que escribo (que escribo que escribo). Y tener luego que seguir para tener luego algún sentido. Y tener que adivinarme, y tener que adivinar los años trabajando mi cuerpo, los persistentes días trabajando mi mente, lo que de ella me vaya quedando.







miércoles, 27 de noviembre de 2013

12 años

   Hoy, no sé por qué coincidencia de fechas (debe de ser el aniversario de boda de sus padres), me he enterado gracias a Charo de que llevamos justamente 12 años viviendo en nuestra casa de Cardeña. Un buen pedazo de nuestra existencia. Pero...



   Cómo cambia la medida del tiempo con los años. O lo que cambia es solo su percepción y el terco reloj se empeña en ser exacto hasta la prudencia, matemático, irreal, cruel.

   Así debe de ser, ya que, por poner otro ejemplo que nos es propio, no me puedo creer que tú y yo nos conozcamos desde hace apenas media docena de años (aprox., soy un pésimo cronometrador,  entre otras múltiples, amplias y quizá más perniciosas carencias). Me imagino que el andar contándonos nuestras vidas, de un modo u otro, hace que ese tramo vital se aquilate, tanto en mérito como en realidad, y, bueno, qué quieres que te diga, a mí me parece conocerte desde hace mucho.



martes, 26 de noviembre de 2013

¿Dar un paso adelante?

   Quizá vaya siendo hora ya de dar un paso más, hacia delante, en la vida del marino Gulliver. Ya que si no, corremos el grave riesgo de caer en la contradicción de que nos dure más el relato que la vida. Se resiste, aún así, el escribidor. Las balas están contadas y no es inteligente marlotarlas. Y hay tanta Segovia aún en él:

   Las visitas que nos hacían las chicas de Valladolid, chicas premonitorias  por lo tanto. 

   El T, huerfanito que era la auténtica recaraba y al que entendemos con ápice de cordura que es mejor citar por su (o no) inicial.

   El pantano de Revenga.

   Moca, la secretaria de alto cargo. 

   ...




   Cada cual daría para uno y cien gulliveres. 

   Quizá sea una de las ventajas de todo esto.

     

  

   




lunes, 25 de noviembre de 2013

Dos dedos

   Releo a menudo los últimos gulliveres en busca de más erratas de las que me señalas con primor. De fallos garrafales en el estilo. De grietas insalvables en la trama. Y también por ver si me gusta. Como soy presumido e inconsciente, a veces me viene de perlas para seguir escribiéndote. 

   Así que he repasado ese diario de bitácora de los últimos días. Desde que conversaba con el camello labrador. Y justo al final, cuando ya terminaba y me disponía a realizar otros viajes en mi mundo, he reparado (tú ya lo habrás hecho hace tiempo) que en la foto de Ricardo sale la esquina de una mano que le protege. 

   Llevo días hablando de Cuchi. He revisado los rincones de la memoria a su encuentro. He vuelto a ver las fotos que tenemos juntos. Cuando escribo estoy todo el día alerta, pensando, marrullando en mis adentros mientras imagino recuerdos. Esa música repetitiva, casi salmódica, que a veces se muestra al mundo en un revibrar de mis labios, me ayuda a concentrarme. A Lucía y a Charo les hace mucha gracia. El día que me falte ese retumbar del pensamiento, que es como una pátina que recubre todo mi decorado cotidiano (como un enorme chal), que es una manera de estar pensando más rato, que es la manera de pensar en lo que luego te escribo, ese día, sansejodiose el Gulliver.  



   Llevo días imaginándome (e imaginando, supongo) a Cuchi, te decía. Y no ha sido hasta que he visto sus dedos, apenas una falange pero que casi he tocado, de lo próximos que me han parecido, que no me he acordado realmente de ella.

   A ver si van a ser verdad todas estas cosas que te cuento.





viernes, 22 de noviembre de 2013

Ricardo

   Como Gulliver es personaje juguetón y saltarín y bastante barullero, le gustan los bucles y las peripecias. Así que no es infrecuente que me haga vagar de un lado para su contrario. Aunque no sabemos si existen los contrarios. Y eso es algo en lo que tendríamos que pensar. La cuestión es que si ayer bregábamos con el indómito sobrino hoy nos viene a visitar nada menos que Ricardo.






    El hecho de que Ricardo naciese con Síndrome de Down seguro  que altera la percepción que tuve de este chico. Fijo que su mal le hacía comportarse como la persona más maravillosa del mundo, por que le tuviesen cariño. Mas eso es algo que se habrá ido fraguando en las calderas de nuestros genes desde hace la tira y a Ricardo le llegase sobrevenido ya que a su edad, que coincidía aproximadamente con la del sobrino (3 o 4 años tendría) era evidente que no cabían razonamientos tan abstrusos con el que hemos dejado caer en la búsqueda de porqués para su empatía. Como que hiciesen falta esos porqués. Pero te cuento.

   Ricardo era el (llamémosle) casus belli de uno de los minitrabajos de Cuchi. Y lo llamamos así porque allí, menos Ricardo, todo el mundo estaba a la gresca. Cuchi se encargaba de estar con él por las mañanas y también las noches cuando los padres faltaban. Estos, es típico, eran médico y enfermera (respectivamente). Ambos en la cuarentena. Él circunspecto, ella era bruta. Tanto entre ellos como con Cuchi las trifulcas eran constantes, la mayoría de las veces con motivo de discrepancias en la educación del chaval. El padre directamente pasaba. La madre pasaba también pero había adoptado la postura, fija, inamovible, de tratarle como si fuese una persona completamente normal. Y Cuchi que no se enfadaba porque no sabía pero se ponía de los nervios. Supongo que conoces que, además de cierto déficit mental, esa enfermedad lleva asociadas otras cuantas en el mismo paquete. Las probabilidades de ser diabético se multiplican, los dientes nacen en sierra y se convierten en un arma con la que lastimar pero sobre todo lastimarse. Solo son dos ejemplos. 

   La técnica de la niñera era sobreestimular al crío. Y así se pasaba las mañanas metiéndole tralla, de aquí para allá. La mayoría de las veces hacían por estar en la plaza mayor a la hora de mi desayuno. Nos tomábamos un par de cañas, nos pedíamos un par de pinchos. De estos uno y medio se lo cepillaba un Ricardo de lo más agradecido. Serán mecanismos de defensa y lo que quieras, pero tenía una sonrisa que más que contagiosa era pegadiza y unas salidas de madre que nos dejaba flipaos. Sí, llegué a adorar a ese chaval. Incluso, en nuestra juvenil inconsciencia, nos pensamos adoptarle.

   Luego, como vengo amenazando desde hace ya ni se sabe, me fui para Valladolid. 

   Después volví poco, si exceptuamos los meses siguientes, el tiempo en el que Pepe aún vivía allí. No sé el motivo. Pienso quizá que vaya a darme pena encontrarme con otro lugar y con otro yo. 

   Solo una vez he estado allí con Charo y de eso ha pasado un rato. Lucía aún no había nacido. Me sentí gratamente turista. Y a la vez conocedor. Así que no es raro que llevase a Charo (casi con los ojos tapados) a un chiringo que había a pie de carretera en Valsaín. Nos rodeaba el olor de los pinos silvestres que, según dicen, son oriundos de allí. En ese chiringo, si sigue existiendo, ponen una tortilla de patata y unos callos que, directamente, te mueres de placer. Estábamos sentados en la terraza, a la sombra de los árboles. A mi espalda oí una voz machacona que impelía a su interlocutor a ir  otro lugar. Aquello me sonaba. Me di la vuelta y allí estaba un Ricardo ya adolescente, grandón, con una sonrisa como la luna, dándole la tabarra a su madre (por la que también habían pasado los años). Al levantarme me vio y no veas el abrazo que nos dimos. 

   Bueno, en fin, que aquí te lo presento. 




   

jueves, 21 de noviembre de 2013

El sobrino

   Los domingos a la noche, cuando llegaba a Segovia, Cuchi me esperaba ya acostada. A veces me sorprendía en la cama, en la oscuridad de la habitación, otro cuerpo menudo. Era su sobrino, al que había rescatado del frenesí de su hermana y su cuñado, los padres del chaval, que pululaban por la ciudad como fantasmas histéricos en busca de sus dosis. Así que el chaval era hosco y pendenciero. A sus tres años ya no había quien hiciera carrera con él. Con nosotros medio se comportaba. A veces hasta jugabamos como niños de tres años. Pero había que estar siempre al tanto, ya que no conocía la palabra gratitud o la tenía tan cubierta por otras menos amables que le costaba, al chaval, le costaba. Recuerdo un día. No haría mal tiempo porque estabábamos en un bar en la calle. En Segovia es frecuente que los bares tengan una ventana que dé directamente a la barra y desde allí, te sirvan las bebidas. Después de negociaciones y algún ruego, Cuchi se rindió y sentó al niño en esa barra. Como era muy parlanchina en seguida estaría embebida en alguna conversación con amigos. Yo simplemente observaba. El crío me miró y después me desafió con la miraba. Y acto seguido, dándome un tiempo precioso pero no el necesario para reaccionar y llegar hasta él, se dejó caer desde allí, pegándose un buen batacazo. 

   Fue la primera vez que entendí el concepto de la palabra sadomasoquismo. El pedazo de cabrón.   








miércoles, 20 de noviembre de 2013

   He bregado con un buen número de camellos, bien por necesidad bien por mera casualidad. Son engendros de variado pelaje pero en todos he encontrado una característica en común: el estado de alerta. Lo que les confiere unas personalidades en las que es complicado introducirse, ya que no se están quietas. En algunos el asunto llega a la paranoia. Otros, que lo llevan razonablemente, pueden iniciar contigo una conversación ligera pero sus ojos saltan cada poco a la puerta del local donde nos encontremos. Y así, has de reconocer que es difícil. 

   Los hay que lo llevan mejor pero, chico, el negocio es el negocio, y cuando llega el siguiente cliente pasas a ser transparente. 

   Por el ajetreo o por los nervios, estas conductas se convirtieron hace tiempo en hábitos y en casa son igual. De pensar breve, sin casi rascar. 



   Por ello me resultó curioso el proceder de aquel al que conocí en mis tardes dominicales y medinenses, del que te hablaba ayer. Se llamaba Manolo, lo cual siempre amoldará la actitud. Parece ser que llevaba la explotación agrícola de sus padres, ya jubilados. Había estudiado Filosofía y Letras y al acabar se pensó que el sitio más rentable y cómodo en el que aposentarse iba a ser allí. La mayoría de las tierras las tenía en La Seca y, pese al topónimo, no eran del todo infértiles. Como el número de hectáreas no era excesivo y contaba con la maquinaria adecuada, las labores le llevaban el tiempo que le llevaban y el resto le daba de sí para leer, escribir y echarse buenos ratos en los bares del pueblo, con la gente. Le gustaba fumar hachís y, como tonto no era, hacía que se lo trajesen de buena calidad. Como Medina, mucho nudo ferroviario, pero no deja de ser un pueblo grande, pronto las amistades, envidiosas del género, le empezaron a pedir. Y así poco a poco...

   Nunca había vendido otra cosa que chocolate y en unas cantidades que le permitían amortizar sus vicios y a la vez no meterse en excesivos problemas. No hacía por ampliar clientela y estoy seguro que al mínimo toque de atención por parte de la autoridad, hubiera dejado el trapicheo sin ningún esfuerzo. Por ello, su comportamiento era tan natural, tan ingenuo, que no levantaba sospechas. 

   Tenía un concepto del mundo bastante alejado del academicismo, aunque se le notaban los estudios. Yo se lo decía y él, sin falsa modestia, me retrucaba que más se le apreciaban las horas de tractor. Al cabo del tiempo llegamos a prestarnos alguna lectura.  

   Luego apareció Pepe con su Corsa y todo termino como había empezado.

martes, 19 de noviembre de 2013

Domingos en Medina

   Que nos conforme la ubicuidad. Y que luego haga de nosotros trocitos de papel que el viento transporte en primera categoría.

 
   Sí, Luis. Todavía estoy mareado con el bueno aquel del portero de college inglés a más no poder. Toditas las almas. Y no sé si ando aquí y ahora o en los años 90 del siglo pasado. El cuerpo lo tengo bien ecológico y la cabeza a pájaros. Será el trancazo o la vida que va a trasiegos. A salto de mata. Hoy Sara (sí, mi cajera predilecta) me ha reconocido que casi nunca se maquilla. Los sábados, en cambio, sí. Tiene una compañera de exactos horarios y parecido diseño. Pelo lacio y dientes de ratita. Se intentan poner en puestos cercanos por si ha lugar a retazos de conversación. Eso sí, si se enteran los encargados, les preparan la bronca. Tendría que convocarlas a ambas a una reunión en terreno neutral por ver cómo se comportan. Ya jugamos a devolvernos la tarjeta con mano y al lío que nos hacemos al soltar la tarjeta y quedarnos aunque sea un segundín con la mano e ir esbarándonos en el espacio tiempo. Suena, entonces, fuerte, la bocina de un tren. 

   En Segovia, antes de actualizar mi carné de conducir y de que Pepe entrase en mi vida a facilitar los desplazamientos, no me quedaba más remedio que volver de mis descansos burgaleses en tren. Salía desde la estación a media mañana del domingo. Allí me encontré la última vez a Angélica. Allí me había encontrado por última vez con María. Luego vino el tiempo a remediarlo pero ese es otro cantar.

   A la hora de comer estaba en Medina del Campo. Hasta las nueve de la noche no salía ningún operativo para mi destino. No sé si es un poco triste haberse hecho amigos de unas horas de domingo. 

   Comía cada vez en un establecimiento distinto y después me volvía a la estación, en cuyos aledaños existían un par de pubes de pueblo, quizás los únicos del lugar, en los que sonaba buena música. El camello local le dedicaba a su jornada laboral una gran parte de su vida. Era vocacional, lo suyo. Hubo grandes partidas de billar contra él, con inciertos resultados. Y charlas de taburete.