miércoles, 20 de noviembre de 2013

   He bregado con un buen número de camellos, bien por necesidad bien por mera casualidad. Son engendros de variado pelaje pero en todos he encontrado una característica en común: el estado de alerta. Lo que les confiere unas personalidades en las que es complicado introducirse, ya que no se están quietas. En algunos el asunto llega a la paranoia. Otros, que lo llevan razonablemente, pueden iniciar contigo una conversación ligera pero sus ojos saltan cada poco a la puerta del local donde nos encontremos. Y así, has de reconocer que es difícil. 

   Los hay que lo llevan mejor pero, chico, el negocio es el negocio, y cuando llega el siguiente cliente pasas a ser transparente. 

   Por el ajetreo o por los nervios, estas conductas se convirtieron hace tiempo en hábitos y en casa son igual. De pensar breve, sin casi rascar. 



   Por ello me resultó curioso el proceder de aquel al que conocí en mis tardes dominicales y medinenses, del que te hablaba ayer. Se llamaba Manolo, lo cual siempre amoldará la actitud. Parece ser que llevaba la explotación agrícola de sus padres, ya jubilados. Había estudiado Filosofía y Letras y al acabar se pensó que el sitio más rentable y cómodo en el que aposentarse iba a ser allí. La mayoría de las tierras las tenía en La Seca y, pese al topónimo, no eran del todo infértiles. Como el número de hectáreas no era excesivo y contaba con la maquinaria adecuada, las labores le llevaban el tiempo que le llevaban y el resto le daba de sí para leer, escribir y echarse buenos ratos en los bares del pueblo, con la gente. Le gustaba fumar hachís y, como tonto no era, hacía que se lo trajesen de buena calidad. Como Medina, mucho nudo ferroviario, pero no deja de ser un pueblo grande, pronto las amistades, envidiosas del género, le empezaron a pedir. Y así poco a poco...

   Nunca había vendido otra cosa que chocolate y en unas cantidades que le permitían amortizar sus vicios y a la vez no meterse en excesivos problemas. No hacía por ampliar clientela y estoy seguro que al mínimo toque de atención por parte de la autoridad, hubiera dejado el trapicheo sin ningún esfuerzo. Por ello, su comportamiento era tan natural, tan ingenuo, que no levantaba sospechas. 

   Tenía un concepto del mundo bastante alejado del academicismo, aunque se le notaban los estudios. Yo se lo decía y él, sin falsa modestia, me retrucaba que más se le apreciaban las horas de tractor. Al cabo del tiempo llegamos a prestarnos alguna lectura.  

   Luego apareció Pepe con su Corsa y todo termino como había empezado.

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