viernes, 22 de noviembre de 2013

Ricardo

   Como Gulliver es personaje juguetón y saltarín y bastante barullero, le gustan los bucles y las peripecias. Así que no es infrecuente que me haga vagar de un lado para su contrario. Aunque no sabemos si existen los contrarios. Y eso es algo en lo que tendríamos que pensar. La cuestión es que si ayer bregábamos con el indómito sobrino hoy nos viene a visitar nada menos que Ricardo.






    El hecho de que Ricardo naciese con Síndrome de Down seguro  que altera la percepción que tuve de este chico. Fijo que su mal le hacía comportarse como la persona más maravillosa del mundo, por que le tuviesen cariño. Mas eso es algo que se habrá ido fraguando en las calderas de nuestros genes desde hace la tira y a Ricardo le llegase sobrevenido ya que a su edad, que coincidía aproximadamente con la del sobrino (3 o 4 años tendría) era evidente que no cabían razonamientos tan abstrusos con el que hemos dejado caer en la búsqueda de porqués para su empatía. Como que hiciesen falta esos porqués. Pero te cuento.

   Ricardo era el (llamémosle) casus belli de uno de los minitrabajos de Cuchi. Y lo llamamos así porque allí, menos Ricardo, todo el mundo estaba a la gresca. Cuchi se encargaba de estar con él por las mañanas y también las noches cuando los padres faltaban. Estos, es típico, eran médico y enfermera (respectivamente). Ambos en la cuarentena. Él circunspecto, ella era bruta. Tanto entre ellos como con Cuchi las trifulcas eran constantes, la mayoría de las veces con motivo de discrepancias en la educación del chaval. El padre directamente pasaba. La madre pasaba también pero había adoptado la postura, fija, inamovible, de tratarle como si fuese una persona completamente normal. Y Cuchi que no se enfadaba porque no sabía pero se ponía de los nervios. Supongo que conoces que, además de cierto déficit mental, esa enfermedad lleva asociadas otras cuantas en el mismo paquete. Las probabilidades de ser diabético se multiplican, los dientes nacen en sierra y se convierten en un arma con la que lastimar pero sobre todo lastimarse. Solo son dos ejemplos. 

   La técnica de la niñera era sobreestimular al crío. Y así se pasaba las mañanas metiéndole tralla, de aquí para allá. La mayoría de las veces hacían por estar en la plaza mayor a la hora de mi desayuno. Nos tomábamos un par de cañas, nos pedíamos un par de pinchos. De estos uno y medio se lo cepillaba un Ricardo de lo más agradecido. Serán mecanismos de defensa y lo que quieras, pero tenía una sonrisa que más que contagiosa era pegadiza y unas salidas de madre que nos dejaba flipaos. Sí, llegué a adorar a ese chaval. Incluso, en nuestra juvenil inconsciencia, nos pensamos adoptarle.

   Luego, como vengo amenazando desde hace ya ni se sabe, me fui para Valladolid. 

   Después volví poco, si exceptuamos los meses siguientes, el tiempo en el que Pepe aún vivía allí. No sé el motivo. Pienso quizá que vaya a darme pena encontrarme con otro lugar y con otro yo. 

   Solo una vez he estado allí con Charo y de eso ha pasado un rato. Lucía aún no había nacido. Me sentí gratamente turista. Y a la vez conocedor. Así que no es raro que llevase a Charo (casi con los ojos tapados) a un chiringo que había a pie de carretera en Valsaín. Nos rodeaba el olor de los pinos silvestres que, según dicen, son oriundos de allí. En ese chiringo, si sigue existiendo, ponen una tortilla de patata y unos callos que, directamente, te mueres de placer. Estábamos sentados en la terraza, a la sombra de los árboles. A mi espalda oí una voz machacona que impelía a su interlocutor a ir  otro lugar. Aquello me sonaba. Me di la vuelta y allí estaba un Ricardo ya adolescente, grandón, con una sonrisa como la luna, dándole la tabarra a su madre (por la que también habían pasado los años). Al levantarme me vio y no veas el abrazo que nos dimos. 

   Bueno, en fin, que aquí te lo presento. 




   

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