Al final pasamos allí unos días tan cojonudamente. A veinte minutos de la playa, yendo por un camino en la espesura, encontramos una calita arenosa, con sitio suficiente para los cuatro. La hicimos nuestra isla de Robinson. Nos despelotamos, costumbre se ve que arraigada en aquella época, y se nos iba el día en no hacer nada. Comer, leer, chapuzón tras chapuzón. Después de comer siempre jugábamos al "quinito", que es con dos dados. Muy de tanto en tanto pasaba una piragua. Incluso algún pedalete llegamos a ver. Siempre contestaban muy contentos a nuestros saludos. Una vez Carlos Costa (a él le jodía pero ahora acabo de recordar que siempre le llamábamos así) divisó ya bien profundo el lago a un pato o ánade similar, no soy ducho y la distancia era grande. Cogió una piedra y lo que menos se podía esperar él es que amerizase el tiro a veinte centímetros del animal que, al no entender nada de lo sucedido, practico la sumersión y consiguiente emersión sus buenos diez minutos. ¡Para haberle dado!
A media tarde volvíamos cada vez más morenos y salvajes. Y nos íbamos de excursión. A un pueblo arrasado por una tromba y al que el Caudillo, misericordioso, mando construir al lado. Sobraban los presos en aquellas épocas. Untábamos Cabrales con sidra en pan de hogaza. También tenían buenos embutidos.
En el camping, una noche, parece ser, unos tiernos adolescentes llegaron a las tantas y bastante mamados. Digo "parece ser" ya que en aquellos tiempos dormía yo como el lirón careto. Poco pero sumamente intenso. Y no había ruido ni luz que entorpeciesen mi descanso. Al levantarnos a la mañana siguiente Gema y Carlos estaban que trinaban, alborotados a lado de la tienda de los escándalos. Cuchi sí que se había enterado de algo y me lo hizo saber. Yo no sé de dónde sacaría Carlos una pandereta pero doy fe de que le hizo muy buen acompañamiento cuando se sentó a la puerta de la tienda de los chavales y les cantó, una y otra vez, la de "Si toco la trompeta". Hasta que se hartó. Y con muy mala voz, además.
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