martes, 30 de abril de 2013

El chamizo

   Si alguien se piensa que con las elementales nociones que nos impartió el Sifi estábamos preparados para la batalla, se encuentra bien alejado de la realidad. Incluso pienso que pudo ser contraproducente todo aquello, ya que se conjugaban más elementos en la maraña que por aquel entonces se había adueñado de nuestros púberes jardines. Las mujeres eran inalcanzables, raras, raras, lo mirásemos por donde lo mirásemos. Criaturas inaccesibles cuyo funcionamiento ignorábamos. Y lo peor era que ahora ¡las deseábamos!

   Mi hermana se ve que se lo olió y nos dejó prestado "el chamizo".

   Bego vivía de alquiler en el Camino Mirabueno, en la primera casa con la que te topabas nada más pasar el Puente de la Autovía. Era una barriada social. Una única manzana de viviendas no muy amplias, de una planta, pero con el gran atractivo de tener un patio interior desde donde mirar el cielo. El patio daba a tres habitáculos, además de a la vivienda. Uno era una mera despensa, del tamaño de una despensa y para tal se utilizaba. En el otro se amontonaban los archiperres de Chefra, del que mi hermana ya se habría separado. (Separación dolorosa y casi cruenta, huelga decirlo). Chefra, al que llamábamos Chema, era pintor barbudo y dicharachero. Artista. Ahora se dedica al teatro. Es el padre de mi sobrino Rubén y aún recuerdo la terraza de otra casa, en la calle La Puebla, donde casi cubría, con polvos de talco, a su recién nacido mientras se le comía la tripa a besos. Pero como también sabía ser un cabrón redomado, la cosa no acabó bien. El tercero de los locales, el más grande y más alejado de la vivienda, era el que terminó convirtiéndose en "el chamizo". Yo creo que si preguntas por la calle a gente de mi edad por el chamizo, muchos guardarían gratos recuerdos del lugar. Sí, sí. Se nos fue un poco de las manos el asunto, como era de prever. 

   Del chamizo guardo gratísimos recuerdos (ya te he contado, alguna vez, los besos eternos que duraban una canción de Bob Dylan). Hice, a los 15 o 16, lo que ahora llaman emanciparse. Y mis padres siempre podían preguntarle a mi hermana. 

   Para llegar a él no había que hollar la casa de Bego. Una puerta pequeña pero recia daba de la calle al patio. En el patio había un manzano al que nunca hicimos mucho caso. Y de allí, a nuestro lugar. Lo decoramos al estilo chamizo. Yo pinte una marilyn de dos por uno y medio que causó sensación. Pronto apareció un camastro y un sofá de tres plazas y de no muy excesivo uso.


    También teníamos máquina de escuchar música. Al principio un magnetofón sony casi de bolsillo y ya después un plato con su ampli y sus bafles, que mi hermana había jubilado. Sonaba fuerte Tequila. Pero también AC/DC, los Stones, los Siniestro... Gracias al chamizo hicimos una pandilla de once incondicionales que aún hoy nos creemos del mismo grupo. Aquellos once de mis cojones. Había tres o cuatro cuyas vergüenzas eran verdes y hacía tiempo que se las había comido el burro. Así que nos llenaban aquello de fiestas con las más bellas princesas de la ciudad. (Sueña, sueña, pajarito). Comprábamos la famosa ginebra Flyton y la mezclábamos con la cocacola de mis insomnios. Y por arte de birlibirloque, cada vez había menos luz o era más roja. Y entonces ya sonaba la vieja bruja de Roberto Zimmerman, o unas apretadorras y también eternas de Elton John. Y quizá Adamo, o La chica de ayer. Y aquí empezaba la fase sexo, por decirlo de alguna manera.

  

lunes, 29 de abril de 2013

Lecciones de sexo

      En los Jesuitas nos explicaron la reproducción sexual en 7º de la EGB. A los trece años. No éramos ni tan preclaros ni tan precoces como ahora. Te pongo un par de ejemplos.

   Mi amigo Vititi. Carlos Vitoria, se llamaba. Las clases de Física nos las daba un seglar feo como Picio al que pusimos el sencillo y apropiado apodo de Sifi. Y es que tenía su aquel como de venéreo. Era el encargado de iniciarnos en los conceptos básicos de la sexualidad. Le veías como sudaba y te daba cargo de conciencia. Explicando aquello de la cantidad de vasos sanguíneos que tiene la polla para que se ponga dura (resumiendo) y demás procesos y comportamientos biológicos. En aquellos tiempos existía una absoluta separación de alumnos por sexos pero el Sifi se ve que se vio en la obligación de explicar, aunque fuera de un modo muy escueto, cómo funcionaban en estos aspectos las mujeres (él diría "la mujer"). Y Vititi pues no lo entendió bien. Se hizo la picha un lío, se puede decir. Y se ve que aquello estaba reconcomiéndole por dentro.  Hasta que un día no pudo más y lo preguntó, que a nosotros, cuándo nos iba a venir aquello de la menstruación. Hace tiempo que no le veo pero, las últimas veces, se paseaba por las Llanas bebiéndose los culines que dejaban en los vasos. No sé si aquella confusión tuvo algo que ver. Como que se le generalizó la confusión.

   El siguiente ejemplo me concierne más, ya te vas a dar cuenta. 

   El núcleo básico de la pandilla de Jesuitas lo componíamos tres despiertos chavales. Nacho, Carlos y yo. Estábamos juntos desde parvulitos y vivíamos muy cerca los tres. Nuestros padres eran amigos y toda esa mandanga. No sé qué vería en nosotros pero nos adoptó un muchacho que cursaba un año por encima. Está muy bien traído aquí el verbo "adoptar" ya que para mí Samuel fue un segundo padre, que se encargaba de instruirme y ponerme en el mundo, ya que mi padre de verdad, el oficial, se encontraba en una fase depresiva de veras honda que le duró doce años, y no estaba para nada.

   Recuerdo con gran viveza y cariño nuestras idas y venidas del colegio. Más nuestras venidas ya que las idas serían legañosas y calladas. Solíamos parar en un bar, el Lys, que aún existe (y subsiste vendiendo cocidos a 5 euros y cecina en las ferias, cojonuda). En nuestras mocedades su mayor atractivo era que tenía futbolín. Al lado había una tienda de chuches (como se dice ahora). Creo que yo era el único que, por cobardía pura y dura, no se atrevía a robarle al tendero chupachuses, cromos, lo que hubiera a mano. Después cogíamos las vías del tren y llegábamos a La Pradera, jardín boscoso que aún existe, en la calle Nevera. Ahora han puesto una estructura de hormigón plagada de pintadas para pegar saltos con la bici o el monopatín. (Yo creo que ya vienen de fábrica grafiteadas). En el fondo, no cambian tanto los tiempos. Los cuatro siempre nos sentábamos allí un rato ya que era el lugar en el que Samuel se separaba de nosotros rumbo a su casa. Muchas veces llevaba escondidas revistas de mujeres desnudas. Las revistas venían directamente de Suecia y eran explícitas y desasosegantes, con lo que íbamos adelantando tema para lo del Sifi. Un día, Samuel me preguntó que si yo yaaa... Todos tuvimos clarísimo a qué se refería y yo asentí sin darle importancia. Pero Samuel había hecho presa. "¿Pero mucho?". "¿Eeeh?". "¿Que si mucha cantidad?". No había manera de zafarse. Yo aduje, ladinamente, que lo normal pero, claro, Samuel quería saber cuánto era aquello. "¿Pero mucho?, ¿un litro?". Sí, aquello tenía que ser lo normal. "¿Pero una botella de un litro?". Pues claro, aquello tenía que ser parecido a mear. "¿Pero una botella llena?". Bueno. No necesariamente llena. "¿Media botella?". Bueno, quizás. "¿Un vaso?, ¿llenas un vaso?". Hombre, un vaso sí. "¿Pero un vaso de agua o de vino?". Yo ya no sabía cómo era un vaso. "¿Medio vaso de vino?". Venga, sí. Hasta ahí estaba dispuesto a llegar. "Pero qué cabrón. Tu no llenas ni la mina de un boli Bic".



viernes, 26 de abril de 2013

El universo del sexo

   La frase que me sirve de título pertenece a una canción que venía escuchando en el coche, de vuelta a casa. La canta un grupo llamado Mártires del Compás y hacen rock andaluz, por llamarlo de alguna manera. Son brutos hasta el dolor. De una mujer dicen que tenía una falda tan corta que se le veían las muelas picadas. A Tarifa y no hay viento, cantan en otra. Aquí te dejo unas sevillanas billy, música pop(ular).



 
   Asunto mayor este que nos cabe en el Universo del Sexo. Con lo que presupongo que me dará para unos cuantos gulliveres. Espero ser lo suficientemente comedido y  la vez explícito para que, por un lado, las imágenes evocadas no sean groseras, y por otro, no se parezcan  a las retocadas páginas del Playboy. Deséame suerte para tan peligrosa batalla, para tan sutil labor.



   Nací al sexo una agradable mañana de mis doce o trece años. ¿En primavera, quizás? Estaba en casa, en la Alhóndiga. Es posible que fuese sábado, ya que recuerdo que mi padre también estaba por allí. Mi madre preparaba la comida entre coplas en la cocina. Yo leía tumbado en la cama, en la habitación de al lado, encima de la colcha. No recuerdo qué leía. No sé porqué empecé a tocarme. Nada había libidinoso en mis lecturas ni en mis alrededores. Supongo que es el instinto el que te hace la jugada. Me empezó a gustar. Mucho. Llegué a una especie de cumbre húmeda de placer. No llegó a líquida, creo recordar. Como me había gustado tanto, empecé de nuevo.


   Me ha parecido adecuado ponerte en este Universo música lúbrica, resbaladiza, viciosa, lasciva o tan solo dulce. Empiezo elevando el listón bien arriba. Con todos ustedes, La Reina.

 




jueves, 25 de abril de 2013

Chupitos de sumo

   Lo pasemos bien esos días, que diría el otro. Como siempre que voy a esa tierra celta. Ya sabes que habeilas hailas y que parece que me llevo bien con ellas.  Pero, fíjate, no creo que se inmiscuyesen en los ratos que recuerdo como los mejores de aquella excursión. 

   Cuando volvíamos a casa después de cenar y mi padre se acostaba, salíamos Charo y yo a la terraza de la casa, la que daba al bosque con el mar al fondo, la que lindaba con el cementerio y la capilla del cementerio. Y seguíamos con las rondas de chupitos de orujo con que habíamos dado fin a la cena. A tal efecto, nos habíamos provisto en alguna de las playas paseadas de dos conchas de aspecto especialmente redondeado. Las llamaban conchas de mar de cerca. Y allí que nos íbamos bebiendo el orujo a poquitos, brindando cada vez. Siempre terminábamos bailando muñeiras y abrazados. Una de las noches, estando yo en calzoncillos, me los remangué lo mejor que pude y le interpreté a mi amor un perfecto ritual de sumo. Lo que me ha dado pie a poner en este gulliver ese título tan horrible como ruborizante.

   Y poco más queda de contar de la querida Galicia. El viaje de vuelta fue tranquilo. Paramos en Astorga a visitar la Catedral y el Palacio Espiscopal, donde Gaudí lo flipó como nunca. Y como llegamos a Burgos al atardecer, nos fuimos los tres a cenar a la peña de San Pedro y San Felices y mi padre se pidió una tortillita de espárragos, de seis huevos.




miércoles, 24 de abril de 2013

Laxe

   Quizá no te esperabas otro título gallego. Pero ya ves, estoy exprimiendo el periplo. Incluso igual me da para dos gulliveres.



   En cuanto despegó el avión con mi hermano dentro, mi padre mejoró notablemente. No quiero ver en ello una relación causa-efecto. Lo achaco más bien a las casualidades de la vida y a que los Hoyuelos somos bastante ciclotímicos. Lo mismo nos da que no, que todo lo contrario.

  Los restantes días, sin el afán excursionista del Rodolfo, los hicimos más tranquilos. Partidas de cartas con los paisanos. Paseos por los alrededores. Eso sí, nos dio tiempo a acercarnos a Laxe, pueblo del que me habían llegado rumores. 

   Allí era, allí es donde me gustaría pasar mi último otoño, allí quiero esperar a que llegue el largo invierno.

   Quizá se deba esta fijación, que siguiendo la tradición familiar nunca cumpliré, a la fuente que me lo había chivado, mas no recuerdo quién fue. O quizá se deba a que en el rato que estuvimos nos dio el tiempo justo para quedarnos con ganas de más. Mi padre nos había acompañado motu propio, así que cuando dijo que estaba cansado y que le apetecía regresar, no nos hicimos de rogar. 

   Para ahondar en mi incongruencia, ya que imaginarás que el pueblo de Laxe no es gran cosa. Lo más reseñable de lo que vimos fue una iglesia sin demasiado abolengo. Su interior, en cambio, era muy cuco y estaba bien cuidado. 

   Existen en mi vida lugares así, en los que con nada más estar se me cargan las pilas. Noto que me entra la energía por la planta de los pies. Sí, es algo eléctrico. Mi hermana Bego diría que es puro magnetismo, las fuerzas desconocidas. Me pasa siempre que voy al Lago de Sanabria. Me pasa en la Playa de los Locos de Suances... Ahora que lo pienso, todos son lugares con agua en abundancia. Uno de mis últimos psiquiatras creo que ya me lo recetó. Lo que me pasa es que a los psiquiatras les veo loquitos incompetentes. Y se lían ellos solos en sus explicaciones. Mons (ese no es loquito, es locazo, enorme, excesivo) siempre me hablaba de tirarse a una piscina de agua helada y de comerse sapos. Ni la primera vez llegó a impresionarme. Y luego, no sé cómo no le daba coraje verme bisbisear al mismo tiempo que él sus mantras, que si los sapos, que si la piscina. Es absolutamente inútil acudir al doctor cuando te encuentras bien. Pero ellos te van citando cada pocos meses, siempre coincidiendo con los principios de las primaveras y cuando los otoños ya están metidos en faena y han cometido sus estragos. Igual lo hacen para curarse un poco ellos, por retroalimentación. El último se empeñó en que dejase de fumar. Me dio sus remedios, que tan bien le habían funcionado. Y lo primero que me preguntaba en cada consulta era "¿Cuántos tizones te has fumado hoy?". Era un cretino integral que se creía a sí mismo. Ya lo que me faltaba. Dejé de ir sin avisar. ¿Para qué?, si me encuentro tan bien. Lo que no sé es a cuál acudiré si me da la pena negra, que no lo permitan los dioses.



   Para hoy no tengo música pensada, así que me acercaré a los cedés y a ver que pesco.

   Dios mío. ¿Cómo es posible que no te haya traído aún a RADIOHEAD? Ahí te dejo taza y media, para que picotees de aquí y de allá. Es el Sonido.









lunes, 22 de abril de 2013

Peregrinación (con mi padre a rastras)

   A mi hermano Rodolfo se le acababan las vacaciones. Le tocaba regresar. Su avión salía del aeropuerto de Santiago por lo que decidimos ganarnos un cachito de jubileo y que nos fuesen concedidas algunas de las indulgencias. No sé porqué pensamos que mi padre estaría encantado visitando la tumba del Apóstol.  Quizá por su ferviente catolicismo, que practicaba con devoción. Quizá por cómo le vimos en lo que para Rodolfo fue la última cena gallega. Fuimos al que se había convertido en nuestro lugar habitual. Y habían preparado caldo gallego. El caldo gallego lo que menos tiene es caldo. Eso sí, tiene de casi todo lo demás. Mi padre nos llamó locos, nos mostró, calibrando con sus dedos, lo que había conseguido con gran esfuerzo ese día y repitió que iba a estallar. Echaba la cabeza para atrás y se ponía la mano en la barbilla. "Estoy hasta aquí. Hasta aquí estoy de mierda". Así que se pidió una tortillita de espárragos, rogando a la cocinera que se la hiciese huequita. Siendo como son y con sus costumbres, no creyeron preciso preguntar y le hizo, la cocinera del mandil, una tortilla de ocho huevos y un manojo entero de espárragos tiernos. Mi padre puso el grito en el cielo pero ya le iban conociendo en el lugar. Se comió la tortilla y pidió que le sirviésemos un cacito del caldo. Con lo cual, los psicosomatizados fuimos nosotros. 

   A la mañana siguiente, mientras el resto se ponía jacobeo, él decidió que se despedía de su hijo allí mismo, en la casa de Lires.Tuve que usar mis prerrogativas y dicté la última palabra. Aún hoy me parece increíble lo mal que lo pasó. Existen testimonios gráficos. Le hicimos entrar a la catedral y allí que se nos sentó, en uno de los últimos bancos. No quiso pegarse los cabezazos, venga, papá, un par de croques al Santo. No se acercó siquiera a tocar el Sepulcro. Y en cuanto nos descuidamos se salió a la calle. A esperarnos sentado en las escaleras de piedra. Ahora que lo pienso, igual es que estaba enfadado con Dios. No le faltaban razones.








 






viernes, 19 de abril de 2013

Madera de mar -Lección 2ª-

    Todo el interior de la casa en la que vivimos esos días en Lires estaba recubierto de unos listones recios de madera clara. Se veía que era una madera dura, de grano fino, propio de árboles de desarrollo lento. 

   Nos pasamos un par de días elucubrando sobre su procedencia. No era barato pino pero por el color y la veta tampoco parecía ser de roble o encima. El experto en estos temas era mi padre pero harto tenía él con sus oclusiones. Así que para solventar nuestras dudas preguntamos a los dueños del lugar. Nos dijeron que era madera de mar y ante nuestras muecas de perplejidad solo se encogieron de hombros y se miraron pícaros. Luego nos enteramos de que todas las casas del pueblo se habían buscado idénticos materiales para el aislamiento y la decoración.
 
    El mar te lo da, el mar te lo quita. Así que los paisanos se acordaban mejor de las fechas de los peores naufragios que de las que celebraban a su santa patrona. De las primeras, además, retenían más datos. Y así, un 5 de diciembre el Casón se fue al fondo y 23 tripulantes murieron. O aquella vez en la que 172 marineros ingleses del Serpent se ahogaron a escasos metros de la playa. "¿Y eso cuándo fue?". "¡Bua! Iso foi hai moito tempo". Tampoco faltaban los que más duelen, que son los muertos propios, rara era la casa que no tenía a quién recordar. 

   El mar cabrón que te quita pero del que hay que vivir. Y así no es de extrañar que cojan la madera que flota, después de auxiliar a los supervivientes. Como tampoco te extrañas de que por la noche se vayan las luces del pueblo y solo se vean nerviosas luciérnagas corretear por la playa. O aquel amanecer, que apareció con el mar atiborrado de 12 millones de naranjas marroquíes que flotaban como patitos en una bañera. Luego que son como son, los gallegos.



   Hoy toca gran canción, Luis. Recuerdame que te explique  el porqué.



jueves, 18 de abril de 2013

Lecciones por A Costa da Morte con mi padre (a rastras)

   Ya te habrás imaginado, caro amigo, que nuestra magnanimidad de ingratos hijos tenía un límite y algún día nos empeñábamos en que mi padre estuviese de vacaciones. Medicuchos de pacotilla, psicoanalistas de mierda, seguro que no atinábamos con sus mejores días y le arrastrábamos junto con sus males, y encima todo por su bien. De Malpica a Muros, pasando por Cee, Muxía, Carnota, Camariñas, Corcubión... En Fisterra, donde nadie decía Fisterra sino Finisterre, y en su faro del fin del mundo sonaba tremenda una bocina, cada ocho o diez segundos. Acojonaba. Comimos en el famoso Tira do cordel, en la playa Lagosteira. Un xargo, que en Cantabria llaman jargo, pez de roca, en fin, primo de la lubina. Pesaba cerca de dos kilos y nos lo trajo un paisano en una barca a remos que parecía de juguete. La gracia de ese lugar, además de la inmejorable calidad de sus productos  y los precios más que apañados, estaba en que para entrar tirabas de una argolla ataba a una cuerda (el famoso cordel) que por un ingenioso juego de poleas llegaba hasta una campanilla en la cocina. Una vez bien comidos, mi padre y Rodolfo se quedaron en la playa que se veía a unos metros desde la ventana, a la sombrita, echándose una siesta. Charo y yo paseamos por la playa cogimos conchas y a la vuelta nos bebimos unas cervezas con unos hippies que ahora llamarían perroflautas. ¿O eran surfistas?

   ¿Quién nos iba a decir que aquellas arenas blancas serían sepultadas, unos años después, por el odioso chapapote?





   Con las celebraciones de los 50 y los reencuentros y los nervios que a mí con todo esto se me ponen, creo que me apetece una canción como esta, hoy. Como siempre, es una rareza, pues es un cantautor con un millón de canciones y aquí canta una ajena, un clásico.































miércoles, 17 de abril de 2013

Costa de la Muerte. Las Excursiones sin mi padre

   Hoy, como ves, va antes la musiquita. Como es breve, espero que no sirva de fondo sonoro y que acabe antes de que termines tú de leer. 

   Son los Vampire Weekend.
   


    Toca ahora hablar de los pormenores de aquella estadía gallega. Algo que corre el peligro de ser más tedioso de leer que de contar. Ay, mi pobre Gulliver, que te has convertido en un papanatas, saco roto de batallitas de la puta mili y de odiseas similares. 

   En la búsqueda del debido perdón, me acercaré a mi armario de armas y elegiré para hoy la vuelapluma, corta de recorrido pero mortal de necesidad si son las artes bien interpretadas.

   Estábamos pues, ¿cómo no?, en Galicia y no hizo falta mucho trasiego de palabras para consensuar que quizá mi padre no estuviese tan sano como nosotros nos pensábamos. Decidimos no hacerle más duro el trago y le ofrecimos que nos dijese lo que quería hacer en cada instante, por si en nuestras manos estuviese el otorgárselo. La única condición que le pusimos, ingratos hijos, fue que yo tuviese la última palabra. Sopesó pros y contras y creyó que aquello le iba a traer más ventajas que penurias, siendo como él era ya en ese momento un montón de penurias. Cogió el pájaro en la mano y dejó a los demás volar. 

   Por de pronto, aquella mañana no le apetecía ir a ningún sitio. Siendo esta la primera ocasión y con mi magnanimidad de manual, no tuve otra que concederle la petición. Me acerqué a por la prensa y unos zumos que le gustaban y le dejamos allí en el jardín que tenían enfrente de la casa, sentadido, con el periódico extendido encima de la mesa de piedra, a la sombra de la parra y con cierta cara de satisfacción. ¿O sería de triunfo?

   Y así unos días sí y otros no tanto, le dejábamos disfrutar del descanso, aparecíamos a las horas de las comidas y el resto del tiempo nos íbamos de excursión.

   Pronto empiezo a faltar a mi palabra si antes de partir, antes aún de habernos montado en el coche, se me va ya media página en divagares. Afinemos el disparo.

   Una tarde, justo después de una pequeña siesta, estuvimos visitando a un aborigen al que curiosamente llamaban El Alemán de Camelle y que igual era belga y regresaba del corazón de las tinieblas. ¿Vete tú a saber? Tenía una casa un pelo barroca para mi gusto pero era muy hospitalario. La casa estaba justo al lado del mar. Al cabo de pocos años leí con tristeza la noticia de su muerte. 



   Era muy teatral y estaba bastante pirado. También le tengo con móvil. Parece que vaya a llamar a su hijo, Jesucristo. ¿Vete tú a saber? Llegó un día a las fiestas del pueblo y allí que se quedó.


   Estuvimos también, una tarde entera, de faros. Es vigorizante acercarte a lugares que dan luz al mundo. Casi como tus plátanos. Un vecino se había dedicado a visitarles antes que nosotros, con un caldero de pintura y una brocha, y había dejado su firma junto con una retahíla de insultos y amenazas dirigidas a otro vecino, supusimos que sobradamente conocido en la comarca, ya que era nombrado con su apodo, y que, por lo visto, le había timado. Algo de una ñapa. No quisimos entrar en muchos más detalles. De regreso, ya anocheciendo, tuvimos que frenar porque en mitad de la carreterucha estaba bien plantado un macho cabrío de espléndidas formas, peludo, arrogante. Te juro que pensé que era el Diablo. Mas no me arredré y le planté cara. Nunca me vi tan Gulliver.




   También visitamos, otros días, dólmenes olvidados, puertos national geographic, pueblos de musgo y verdín, hórreos como legos en blanco y negro, muy jugados. Y también nos hicimos, ¿cómo no?, un montón de cementerios. Mi hermano, que es fetichista y tiene una soberbia colección de imágenes del más allá. A la entrada de uno de ellos, desprotegido, casi en un prado, quizá hasta abierto hacia mar, casi pisamos una lápida que nos dejó sobrecogidos.
  


  Los días que nos liábamos y se hacía tarde para regresar, llamábamos a mi padre y le decíamos que si no le importaba comer con los paisanos. Y él encantado. Además, había ido de vientre esa mañana y había hecho unas bolitas así. Y te le imaginabas al teléfono y con la mano libre marcándote el tamaño entre los dedos. 

martes, 16 de abril de 2013

Lires. La casa.

   Llegamos a Lires. Por fin. A nuestro destino. Al atardecer. Solo tuvimos que preguntar una vez en todo el camino, cuando estábamos a 50 metros de la casa. Yo llegué medio acalambrado, eso sí, de las piernas. Charo se había ofrecido a conducir en cuanto me apeteciese pero, menos contigo, soy mejor conductor que acompañante, me aburro menos. 

   La casa era una cucada. Muy de allí, con un largo balcón con balauste recorriendo todo el frontal de la primera planta. Abajo a la izquierda vivían los dueños y comeríamos nosotros con ellos cuando así lo deseásemos, aunque enseguida nos dijeron un par de sitios próximos que resultaron sernos, en esos días, muy placenteros y de gran  utilidad.


   En la parte superior de su vivienda, a la que se accedía por una escalera exterior perlada de geranios, se encontraba la suite, o solo una habitación bien hermosa, amplia y con chimenea (apagada por ser septiembre).  Una joyita de la que los dueños estaban bien orgullosos. Fue la que ocupamos Charo y yo hasta que Rodolfo se volvió a Barcelona. Creo recordar algún amago de enfrentamiento por el reparto de aposentos o quizá solo es la memoria del rencor,  distorsionada por el tiempo, y mi hermano accedió a que la ocupásemos siendo como éramos casi recién casados. No sé. 

   La otra mitad de la casa era más de trapillo, funcional. Un salón con cocina incorporada, el baño y un par de habitaciones. Lo típico. Aunque escondía lo mejor, una amplia terraza que ocupaba toda la parte trasera del primer piso, con unas vistas de postal, al cementerio, que lindaba con la casa, a la iglesia que le hacía compañía, al bravo mar, un poco más allá, entre la arboleda de un bosque de pinos y abedules. Quizá también había eucaliptos (que yo siempre ha pronunciado, no sé muy bien porqué, eucaliptus) pero esos los he borrado con el photoshop de la memoria, por poco ecológicos. A ese mar, no practicable para poner toallas, se llegaba por un a veces abovedado paseo entre la fronda. 

   Fue lo primero que hicimos. Llevando a mi padre casi a rastras, por que se diese cuenta de que estábamos en Galicia. "Mira, papá, dónde estamos". Me tocó una vez más infringir las normas. Llegamos hasta las rocas a estrincones. Nos hicimos unas fotos muy gallegas. 



    En una de ellas salimos los dos en posturas harto elocuentes. Observa los detalles. Cómo se acopla mi felina espalda a las curvas del terreno. Cuán lejos se dibuja el horizonte. Los menguados pasitos de mi padre en clara retirada. Su cabeza gacha. 

   Se llegó hasta dónde empezaban los árboles, se sentó al resguardo que de uno de ellos consiguió, en una piedra que en ese resguardo había, y dijo que él no daba un paso más.  

   Me tocó volver a la casa, a por el corsita, quitar de mala manera la cadena que, a modo de cancela, impedía el paso a motor por el camino y poner cara de emergencia cuando me cruzaba con algún aldeano. Justo lo que más me gusta.

   Pero no fue ese sino el primer aviso, como se verá si las fuerzas no me fallan, en posteriores episodios.
 











lunes, 15 de abril de 2013

No suele utilizar Gulliver este espacio para sus asuntos más personales, como habrás visto en esta ya extensa travesía. Pero hay veces...

Como me conoces bien, ya lo sabes, soy de cerebro tardo y poco elaborado, así que despacho las cuitas de un amigo con cuatro lugares comunes y una sonrisa que me sale mueca. Y silencio largos. Pensándolo, recuerdo cuando personas muy queridas me tomaban por su consejero y secretario, que ya sabes que viene de secreto. Tenía una alocada y falaz confianza en mí mismo, se ve, para lidiar con semejantes responsabilidades. Llevaba la ventaja de viajar siempre con un libro de consejos en la mochila. Como lo sigo teniendo, te pongo aquí los que me han salido cuando los he invocado de tu parte. 

Deja que se cueza en su propia salsa. No des tu brazo a torcer. Da un portazo pero no cierres todas las puertas. No digas nunca la última palabra. Gasta tu tiempo. Que te venza por convicción y no por fatiga. Y si al final de la última gota de energía caes rendido, piensa que nadie sabe dónde habita la felicidad.



viernes, 12 de abril de 2013

La entrada. Piedrafita de Cebreiro.

   Es curioso como las tierras se muestran a los sentidos. Parecía lo adecuado y así se hizo. Dejamos atrás El Bierzo y en apenas unos kilómetros de subida por una carretera zigzagueante, cambió el color, el olor, el tacto del aire en nuestra piel. Y empezó a lloviznar como que no empezaba a hacerlo de veras. La justa medida para ponernos nuestros impermeables y no impedir que diésemos un paseo por Pedrafita do Cebreiro, nuestra puerta de entrada a Galicia. Mi padre dijo que se quedaba en el coche. 

   Paseamos hasta miradores brumosos. Mi hermano utilizó por primera vez la función "panorámica" de su cámara. Así que por ahí andarán unas fotos alargadas, con Charo y conmigo en primer plano y al fondo todo un horizonte azul oscuro pero brillante. 

   No sé el motivo pero el recuerdo tiene en mi memoria gran nitidez: en la única iglesia, enana y de oscura piedra grisácea, del mismo tono que todo el pueblo, se celebraba una boda. Salían en ese momento los contrayentes (circunspectos, o solo solemnes) y estuvimos un rato aplaudiéndoles. 

  Busco en google fotos que ponerte de ese lugar y encuentro una de la iglesia. Esa era, así es en mi recuerdo.












jueves, 11 de abril de 2013

Rumbo a G.

   Rodolfo compró el libro de los alojamientos rurales en España, que juraba ya en portada incluirlos todos. Eran otros tiempos, el mundo no había menguado tanto. Recuerdo con cristalina claridad a Charo al teléfono, en el saloncito del piso del G-3, llamando y llamando a cuanto teléfono incluía la guía. No cabe duda de que en la elección jugó su papel fundamental el azar. Como siempre. Al final, tocó como destino Lires, en mitad de la Costa de la Muerte.

   (Eh, Luis, que se me olvidó poner un poco de banda sonora. ¿Qué tal Tracy Chapman? 


)



   Para que veas la infancia tan feliz que tuve la fortuna de vivir, los momentos de mayor tensión en la familia Hoyuelos se producían cuando tocaba preparar los bártulos porque nos íbamos al pueblo (Silos, Riocavado). Mi padre siempre ha tenido DosCaballos, 4Ls, Dyanes, vehículos de ese pelo. Y allí, pues no le terminaba de entrar todo el equipaje que mi madre había preparado. Por más que lo intentase. Todo, además, amontonado en el portal de la calle Alhóndiga, bolsas, bolsitas, a la vista de cuanto vecino pasase, "si parecemos gitanos".

   Por que evocase aquellos momentos, hicimos de ese modo nuestra maleta y nos presentamos en su casa. No creo que cayese en el matiz dado que dedicaba íntegras su fuerzas a decir que él no iba. Yo le notaba ya rendido pero no dejó por ello de apelar a sus ínfimas fuerzas y, muy gráficamente, al estado desbordante de su aparato digestivo. No  paraba de decir que los que estábamos locos éramos nosotros. Supongo que un último y contundente berrido de mi hermana Nines le hizo entrar de mala gana en el asiento delantero derecho del Corsa de Charo, que era nuestro vehículo. 

   No habíamos llegado a Tardajos cuando tanto él como mi hermano me conminaron a parar. Se les había olvidado untarse la crema de hiperprotección y eran de pieles sensibles. También tuvimos que entrar un momento a León, lo cual no estaba previsto, para comprar pilas para la cámara de mi hermano, no fuese a ser que en aquellas profundas tierras...

   Por lo demás, el viaje fue transcurriendo sin excesivos avatares. Rodolfo leyéndonos trozos de aquí y de allá de alguna guía de viajes, mi padre enfurruñado, con los brazos cruzados, apretados contra el pecho, y Charo, con la paciencia que dios le ha dado. Castilla, que es llana en todas sus acepciones. De pronto, al llegar a Las Médulas, el paisaje reverdeció y empezaron a aparecer esas formaciones arenosas tan particulares. Parece ser que el lugar fue el mayor yacimiento de oro de todo el Imperio Romano. Nuestro El Dorado a la inversa, mil quinientos años atrás. Como era ya la hora, paramos a comer en Villafranca del Bierzo.




   Y ahí es donde la liamos ya que ante la sola mención del alimento mi padre decidió que se volvía para casa. Suena a traca pero es que no conociste casi a mi padre. Era abierto y condescendiente, no solía decidir demasiado a no ser que obligase, que entonces sí, pero cuando decidía algo había que estar muy pendiente de lo que había decidido. 

   Y en aquel momento decidió que se volvía. Te juro que pensé que nos tocaba regresar para Burgos con la cola entre las patas. No había manera de hacerle entrar en el restaurante. No había manera de hacerle entrar en razón. Seguía con los brazos cruzados, muy apretados contra el pecho, para reafirmarse en su postura. Como es natural, sus hijos hemos heredado, aparte de otras cualidades, esa cabezonería que a veces se nos pone. Con lo que aquello fue un duelo de alto nivel. Mi padre, el astuto, no cambió de táctica en toda la brega y nosotros fuimos pasando con excesiva facilidad de la ira a la melosidad, de la razón a los cojones. Al final conseguimos, con gran desgaste, que entrase a comer antes de decir la última palabra. Esa fue su perdición ya que como apetito no le faltaba, se volvían menos efectivas sus razones y sus amenazas de explotar, literalmente, por llevar tanto tiempo sin cagar. Así pues, después de una breve  sobremesa, proseguimos el viaje.
   





miércoles, 10 de abril de 2013

Tiempo después...

   Ya te decía, hace unos gulliveres, que estas tierras gallegas, por más que queridas, me producen sentimientos encontrados. Te estoy hablando de otra manera de ir, claro. O de no ir. 

   Y es que terminó siendo un clásico, en el salón de casa de mis padres, a mis diez o doce años. Lo de ir a Galicia. Era en aquel entonces, eso sí, cuando el mundo tenía unas dimensiones más aceptables a las distancias humanas y nada estaba a la vuelta de la esquina. Todo empezó, creo, con una de las escasas broncas que la estricta moral cristiana de mis padres permitía que se hiciesen públicas. Existen documentos gráficos que lo prueban, en cualquier caso. 

   Habrás observado que ni estas páginas ni en la vida hablo demasiado de mi madre. La excusa es que hace ya mucho que murió pero la realidad es bien otra. Incongruente, absurda. Y es que la quería mucho, demasiado. Era la bondad personificada. La bondad hecha persona. Y sólo por eso, o precisamente por eso, y porque se le mezcló aquella ocasión la bondad con la justicia, que se permitió una bronca notoria, duradera, dirigida, cómo no, a su esposo.

    No sé a cuenta de qué pero mi padre, una semana santa, organizó una excursión de un par de días o tres al Monasterio de Piedra. He calculado mi edad del recuerdo de una foto, delante de una fuente en concha, la cascada número tres, por ejemplo. Y allí estaban, ufanos, los asistentes. Mi hermanita Nines, que es la que marca la edad, pues tendría cuatro o cinco años, con falda de vuelos y sus gafas de profesional de la gafa. Enseñando un poco las braguitas de perlé. Y también estaba mi padre, en el centro de la foto, con camisa de manga corta. Y a su lado el padre de mi padre, mi abuelo Francisco, que por aquel entonces ya no era un chaval, estaría en la foto fumando como un hachero. Y completaba el retablo mi prima Carmen, seria, circunspecta, como era entonces. Tendrías que conocerla ahora, después de que la puta vida le arrebatara a su amor, Ramón, la dulzura hecha mirada, la dulzura misma. Se curó el excesivo dolor con raciones en vena de vida a más no poder. Da gusto ver su perfil de facebook. Pues allí estaba, mi prima Carmen, completando el retablo. 

   La bronca, ya lo habrás adivinado, venía provocada por el hecho de no figurar yo en la foto.

   Era una movida, como suelen serlo, sin el menor atisbo de sentido común, ya que en el caso de que me hubiesen preguntado, hubiera declinado la oferta. Lo mismo que mi madre y por el mismo motivo, ya que por aquellos entonces adolecíamos ambos de mareo cinético, también conocido como mareo del viajero, muy agudizado, que nos ponía a morir a la tercera curva y cuyos efectos secundarios nos duraban no menos de dos días. Ni con la biodramina.

   Mi padre, elegante como era, no se defendió ni retrucó razones evidentes. Nada más advirtió que en cuanto superásemos aquello del mareo, nos esperaban dos destinos impepinables. Galicia,  él tenía que ir a Galicia, pero antes, había que acercarse a Lourdes o a Fátima, no recuerdo con exactitud, por unas fiebres que tuve yo y que a la Virgen me ofrecieron, y que terminaron, tres meses de cama después, por ser una gripe mal curada, no sé si milagrosamente. No, no, ahora me acuerdo mejor, no eran fiebres, era velocidad en la sangre.


   Pasaron los años. Se murió mi madre, la pobre. Y ni habíamos ido de peregrinación ni, por supuesto, a Galicia. 

   La muerte de mi madre mi padre la asumió, al principio, con entereza, por más que luego, ya en sus postrimerías, me hablase de lo duro que es quedarse dos veces viudo. Lo asumió al principio pero al poco se le cruzó en el alma y se pasó un par de años o tres sumido en la angustia. Allá abajísimo. Sus depresiones, que creo haber, en parte, heredado. 

   No sé si has vivido de cerca una situación así. Es una enfermedad con no muy buen cartel. Se frivoliza. Pero se me ocurren pocas peores. Me costará pero saldrán los detalles en otros gulliveres,  exorcizados. Si esto va de mi vida, como parece que al final va yendo, tendrán que salir los momentos en los que faltaba el aire y no había muros lo suficientemente sólidos para dar los cabezazos necesarios.



   Verano de 1999. En noviembre conmemoraríamos el tercer año sin mamá. Mi padre aún penaba pero creíamos que veía, allá a lo lejos, una minúscula luz al final del túnel. Su mayor obsesión de entonces es que no iba al baño. Estreñimiento. Siendo como era para él fuente de muchas y grandes preocupaciones, a nosotros aquello nos parecía un mal menor, después de todo lo que le habíamos visto pasar. Ya andaba y tenía un color sano. 

   El verano se acababa. Mi hermano Rodolfo estaba pasando  su mes de vacaciones con nosotros, en el G-3. Lucía aún no había nacido pero seguro que no estábamos muy holgados en el piso de Conde de Haro. Los tres y la gata Charcos.

   Quizá por ello, decidimos hacer una excursión. El destino, al principio, era una cuestión menor, protocolaria. Supongo que lo ideamos todo en una sobremesa. Después de la comida solíamos tomarnos un orujo y jugábamos a las cartas. Entre la pasión del azar y los chupitos, nos pareció que sólo existía un lugar en el mundo al que debíamos llegar. Sí. Claro. Galicia. Y cómo no, el único sentido que adquiría el viaje era llevar allí a mi padre, para cumplirle el eterno deseo. Además, serían unos días de descanso para mi hermana Nines, que en el fondo y en la superficie era la que se había comido todo el marrón de la depresión paterna. Un marrón bien gordo, como a su tiempo se verá. 

   Así que no te extrañará mucho que el próximo capítulo de este, nuestro gulliver se titule así, Rumbo a Galicia.

<ooo-ooo>


   Don Kiko ha sacado nuevo álbum que escucho con gran dosificación y placer. Es variado y como siempre juguetón. La canción que más me ha llamado la atención todavía no tiene youtube. Te pongo esta, que es single o cosa por el estilo. A mí me deja cuerpito.

 

martes, 9 de abril de 2013

Más Galicia

   Dieron para mucho más aquellas maravillosas vacaciones. Son de esos recuerdos que vienen de vez en cuando para animarte la existencia y decirte que has vivido. Ya ves con qué poco se conforman las almas simples.

   Pero es que además aquellos escasos diez días cundieron una barbaridad, no se sabe si debido a la edad de los chavales que entonces éramos o por algún agente externo, que no vendría aquí a cuento volver a mencionar pero que quizás ayudase a enlentecer los días en un tiempo suave y placentero. 

   A más a más, que dicen en León, no dejaba de estar por allí la diosa Olvido, de sonrisa en sonrisa, haciéndonos cariños. A su hermana Carol, pese a que el tiempo bla, bla, bla, le sigo teniendo un afecto fuerte y especial, la buena de Carol, con sus blusones anchos de escote eterno, que dejaban ver una "u" dibujada en su pecho a golpe de puntos de sutura. Un costurón. Me lo habrá contado mil veces pero ni idea de lo que la operaron. 

   Y también estaban los amigos de allí de Manuel, gente curiosa. Toda con acento y esas costumbres que tenían. 

   Y para que pariese la abuela, un día, a la hora de la siesta, aparecieron tres de Burgos. Eran medio amigos de las Ortega  y no llegaba a un cuarto de amigos míos. De verles en la Pécora o en la Iguana, poco más. Fueron recibidos con alegría y hospitalidad y se metieron con facilidad en el decorado. Les veíamos como a ratos. En una comida, en un bar. Se quedaron un par de días y uno de ellos volvió descalzo porque vendió sus botas Martens color cereza por dos gramos de aquella cocaína. Comprador y vendedor encantados. Lo que ahora les ha dado por llamar comercio justo. 

   A nosotros nos quedarían solo otros par de días y ya estábamos como con cuerpo de despedida. La oficial la hicimos como se debe Manuel, un amigo suyo (reconsumido y nervioso) y servidora. Nos fuimos a cenar unas raciones a los bares de arriba (¡¡¿?!!) y lo fuimos regando todo con un albariño de muerte, seco como la sed, no probé otro en la vida igual. Nos tomamos el café en casa de Manuel, con los demás. Mientras me cambiaba de ropa en la habitación entró Manuel y no, Luis, no. No hubo ninguna aproximación carnal, qué te crees. Manuel abrió una de las cajas que me arropaban los sueños. Y sacó de ella una botella de barro, con una asita para meter del dedo. Dentro había Chivas. Como no soy muy impresionable, ni presumido en modo alguno, no recuerdo si lo que había dentro tenía 21 años y valía quince mil pesetas o era viceversa.

   Fue como en Alicia a través del espejo, con sus simetrías (fractales de un único nivel), ya que con la botella colgada del dedo, nos paseamos Manuel, el amigo y yo, despacito, ya de noche, todo el Malecón, hasta las rocas que resbalan. El amigo, de tanto en tanto, me decía: "Apura, apura el trago".

   Y para que todo fuese como el negativo del no, dado la vuelta, nos fuimos también con bronca. Yo ya lo venía notando, que aquello iba a más, pero desconocía los umbrales de comprensión de la gente de allí. La intensidad de sus costumbres. El salón de la casa daba por un ventanón a la calle. Y yo ya lo iba viendo, que a cualquier hora del día, el salón estaba lleno de gente. Y gente cada vez más rara. Y empezaron a aparecer por allí papeles de aluminio con las huellas de la adicción y me imagino que algún que otro altercado habría. Y todo a la vista de cuanto vecino pasase. Así que justo a primera hora de la mañana del día en el que nos íbamos a ir, apareció un señor enorme, rubio cortado a cepillo, vestido con ropa deportiva de calidad, recién estrenada, y que se presentó como tío de Manuel. Y nos echó del pueblo. No fue excesivamente violento en su razonar, pero sí expeditivo. A todo ello ayudaba que traía por compañía dos paisanos vestidos de albañil, que le franqueaban y subrayaban cada una de sus palabras. 

   Y este hubiera sido el final de nuestra historia gallega si no existiesen mujeres como las Ortega. 

   Todavía colapsados por las razones del tío, pero ya distantes unos kilómetros del pueblo, Olvido nos comunicó que se había dejado la cartera. Como buena hermana, y por lo tanto conocedora, Carol estuvo enseguida de acuerdo conmigo en que el olvido había sido intencionado a más no poder. El chico conductor simplemente paró el coche. Había que volver.

   Nos presentamos en casa del tío con la testuz gacha pero con un buen acopio de dignidad. Le manifestamos la causa de nuestro regreso y, pidiendo todos los perdones que hubiese que pedir, la nula culpa en el desmadre que en casa de su hermano se había producido. Las caritas de las Ortega no dejaban de decir: "Somos chicos buenos. Nosotros no fuimos. Y además nos vamos en cuanto recuperemos la cartera y nos despidamos de Manuel". Apareció el sobrino mustio y resacoso. Y el dueño nos llevó abajo a desayunar. 

   Lo que aquí defino como "abajo" estaba compuesto por una cocina de más de cien metros cuadrados, reluciente y perfectamente equipada, en la que trajinaban dos mujeres. Anexo a ella, un salón casi diáfano, de suelos brillantes, largo como el hambre, no se veía el final. Solo estaba vestido por una enorme mesa, también alargada, de madera maciza, rodeada de bancadas. Y en una de las paredes, marinas que parecían de calidad; en el otro, un eterno ventanón por el que se veía, allí cerca, la ría de lado a lado. Desayunamos de puta madre. 

   Del regreso, solo recuerdo que no paró de llover, y que Olvido durmió mucho rato en los asientos de atrás, con la  cabeza en mi regazo. Y que una vez que se despertó porque le estaba acariciando el pelo, sólo dijo "sigue, sigue".





lunes, 8 de abril de 2013

Galicia caníbal (Tres)

   Quizá fue aquel el momento en que empezó a liarse todo, o es que lo había hecho antes incluso de salir de Burgos, quién lo sabe. 

   Al tercer o cuarto día las hermanas Ortega se empeñaron en que les acompañásemos. La mujer, de natural, tiene la virtud de la insistencia, pero se dan algunos ejemplares en los que la propiedad se convierte en pasión y marca de la casa. Mis amigas eran de esas. Al final accedí y Manuel no quiso llevarme la contraria. Aún nos daría tiempo para una visita al bar cercano, antes de que los tres terminasen de prepararse. Luego, enfilamos carreteruelas comidas por la fronda, subimos, bajamos. No faltaban ni cinco kilómetros para Padrón, cuando a Manuel se le apetecía un porro. El proveedor de hachís era servidor, así que me dispuse a prepararme un chifló que nos abriese los poros para la alta poesía. Así andábamos. Pero lo que pasó es que la bola de mierda que llevaba no aparecía por ningún lado. Hubo nervios generalizados, abrupta bajada del coche, recuento de todos mis bolsillos, dos o tres veces, miradas de soslayo. Pensando en el último porro, creí recordar que la podía haber dejado en una mesita del salón de la casa. Carol y yo nos acercamos a por ella. Acercarnos como figura literaria. Subidas, bajadas, carreteruelas comidas por la fronda. Unos cincuenta kilómetros. Y todo para comprobar que allí, pues no estaba la mandanga. Revisión de la casa. A fondo. Dos o tres veces. Sin resultados satisfactorios. No demasiado grato viaje de regreso. Solemne comunicado a los que nos esperaban. 

   Y solo fue entonces que Manuel se acordó. Ah, una bolita. Marrón. Del tamaño de una canica grande. No sé qué pensé que era. La he tirado por la ventana. No se lo merendaron porque era un corazonherido. Ahora fuimos él y yo los que realizamos en trayecto, pero antes les acercamos a Padrón. De vuelta, allí estaba la mierda, casi sonriéndonos en mitad de la calleja. El muy cabrón. 

   Al final, me perdí la visita a la tumba ("puro el aire, la luz sonrosada, ¡qué despertar tan dichoso!") pero compramos pimientos y un tarro de miel en el que, ya en el coche, íbamos metiendo el dedo no siempre por turnos. Paramos en un bar a bebernos una botella de vino del país con un plato de cangrejos de mar más grandes que las nécoras del Piñeiro. Paseamos por un bosque de meigas y fendetestas. Y acabamos en la playa de O Grove, ya al atardecer.

   Y allí fue donde me convertí en héroe ya para siempre jamás, a los ojos de aquellas chicas, al sacar de mar adentro a un Manuel sumamente borracho y al borde de la extenuación, que se había empeñado en hacer un alarde.


   Hoy te traigo a un grupo archiconocido aunque que no tenga lugar en mis altares. Son los AC/DC, banda sonora de aquellos días, que al muchacho Manuel le gustaban. 



viernes, 5 de abril de 2013

Galicia caníbal (2)

[Resumen de lo publicado: Nuestro protagonista arriba a las costas del paraíso con el ánimo encendido y el corazón en las manos. Estamos en Galicia. Al frente, el océano; a su lado, Emmanuel Manuelus, el nuevo amigo. Están dando su primer paseo por el malecón de Villaxoan. Llegan hasta el final de la escollera, allí donde las piedras resbalan. Con el ruido del mar no podemos oír su conversación. A veces ríen. Otras se quedan fijos mirando lo que el otro dice. Luego regresan.]

   A Manuel, en su transitoria orfandad, le iban mimando las necesidades diarias varias de las vecinas del lugar, que aparecían inopinadamente por su casa, menudas, consumidas, vestidas de negro y con pañuelo en la cabeza, pero también con cazuelas humeantes de sabrosos olores o bandejas de marisco aún en movimiento. No hablaban mucho. Manuel las puteaba a bromas que ellas aguantaban sin rencor. Cuando ya se iban les oías decir "Ay este niño".  Así que no era de extrañar que Manuel luciese un aspecto sano y cuidado. Lleno de vigor. Tenía una amplia mandíbula para que le cupiese toda la sonrisa, o para que pudiese apretar los dientes hasta el chirrido, en caso de necesidad o apetencia. Siempre parecía recién duchado y no paraba de enseñarte las camisetas. Una pasada. 



   Casi todas las mañanas de aquellos días, el resto de la manada se iba de excursión. Manuel y yo nos hacíamos primero los perezosos y luego ya los remolones. Y la mayoría de los días nos despedíamos de ellos con la manita, cuando enfilaban la callejuela hasta que el coche desaparecía de nuestra vista, y era entonces que nos íbamos los dos a dar una vuelta. Solíamos empezar acercándonos hasta el bar  que nos pillaba más próximo. Nos bebíamos  un par de cañas y nos las jugábamos con algún lugareño al futbolín. Había media docena de bares y todos tenían su momento del día. Incluso muchos tenían varios momentos cada día. El que más frecuentábamos era el del puerto, al lado de la lonja, que bien pudiera llamarse Cofradía y que no cerraba nunca. Ibas a las cinco de la mañana y ya llegaba un amigo de Manuel, yonqui que no podía dormir. "Nada, que me cojo una peli y me piro para casa". Y cuando, al momento pasaba con la cinta bajo el brazo y Manuel le preguntaba: "¿Qué te llevas, primo?", contestaba sin mucho entusiasmo: "Cariño, me han encogido los niños". Había autobús diario al Hospital de Cambados, pagado por los concejos, para que a los que lo deseasen les diesen su dosis de metadona. Pero a mí me sonaba aquello a lavado de conciencias. Empezó todo con el trapicheo de tabaco y alcohol pero yo creo que se les fue de las manos y una buena parte de su preciosa juventud se echó a perder. La codicia. A veces nos llegábamos hasta un pazo cercano. Nos subíamos al muro de piedra que lo rodeaba. Parecía el muro de una fortaleza medieval. Soberbios cubos de granito juntados con mortero, que formaban una pared de no menos de dos metros de ancho, que rodeaba toda la inacabable parcela. La solidez hecha muro, maciza, enorme, exageradamente enorme. Fuerza es poder. Allí arriba nos fumábamos un cigarro o nos hacíamos un porro y seguíamos hablando hasta que llegaba alguno de la cuadrilla de albañiles. Siempre están de obras, nunca paran, me advertía Manuel. Se ve que le conocían porque nos invitaban a irnos sin excesiva vehemencia. 

   No recuerdo ninguna de nuestras conversaciones. No alcanzo siquiera a imaginar de qué podíamos parlotear y parlotear hasta gastar los días. Una vez deshecho el entuerto inicial, no creo que hablásemos demasiado de Olvido, ni del amor en un contexto más amplio. Me queda la impresión de saltar de un tema a otro, de  nimiedad en nimiedad, conociéndonos y ocultándonos. Gustándonos a nosotros mismos e intentando gustar. Yo dejaba llevar mis pasos al ritmo que el anfitrión marcaba, sin preguntar nunca cuál iba a ser nuestro próximo destino. Dudo, incluso, que Manuel se plantease  de antemano el recorrido diario. Lo mismo nos presentábamos en una cala formada en su totalidad por conchas de almejas muertas, que aparecíamos en lo más elevado de un castro celta, azotados por el viento, desde el que veíamos dibujadas en la ría las bateas de mejillón. No recuerdo haber estado sereno en ningún momento de todos aquellos días, pero tampoco haber llegado a la inconsciencia por más que no parábamos de beber y beber y beber. Y de todo. Creo que esa era la característica mía que más le agradaba, al chaval, la capacidad para seguirle el ritmo de los vicios sin perder demasiado los papeles. 

   Las chicas Ortega y el muchacho de las dos camisas estaban encantados con todo aquello de que nos llevásemos tan bien, ya que gracias a Jose el Bueno (así me llamaban entonces, supongo que por mi natural candidez y porque quizás hubiesen otros peores), gracias aquí a servidor, veían cumplido el objetivo del viaje, es decir, curar al desamado Manuel de la tristeza, sin tener que malgastar mucho de su tiempo en lamerle las heridas. Y podían dedicarse de pleno al turismo, que es lo que les interesaba. 

   Algún día no nos quedó más remedio que acompañarles en sus excursiones. Un de ellos fuimos a Padrón, a visitar la tumba de la Poeta ("jamás ha dominado en mi alma la esperanza de la gloria"), a un bosque interior de veras increíble, para acabar en la playa de O Grove, que da, supongo, de sobra para otro gulliver. Y para otro más, quizá anterior, o quizá para el mismo, queda contarte también los contratiempos que vivimos antes de llegar a ningún lado.