Y es que terminó siendo un clásico, en el salón de casa de mis padres, a mis diez o doce años. Lo de ir a Galicia. Era en aquel entonces, eso sí, cuando el mundo tenía unas dimensiones más aceptables a las distancias humanas y nada estaba a la vuelta de la esquina. Todo empezó, creo, con una de las escasas broncas que la estricta moral cristiana de mis padres permitía que se hiciesen públicas. Existen documentos gráficos que lo prueban, en cualquier caso.
Habrás observado que ni estas páginas ni en la vida hablo demasiado de mi madre. La excusa es que hace ya mucho que murió pero la realidad es bien otra. Incongruente, absurda. Y es que la quería mucho, demasiado. Era la bondad personificada. La bondad hecha persona. Y sólo por eso, o precisamente por eso, y porque se le mezcló aquella ocasión la bondad con la justicia, que se permitió una bronca notoria, duradera, dirigida, cómo no, a su esposo.
No sé a cuenta de qué pero mi padre, una semana santa, organizó una excursión de un par de días o tres al Monasterio de Piedra. He calculado mi edad del recuerdo de una foto, delante de una fuente en concha, la cascada número tres, por ejemplo. Y allí estaban, ufanos, los asistentes. Mi hermanita Nines, que es la que marca la edad, pues tendría cuatro o cinco años, con falda de vuelos y sus gafas de profesional de la gafa. Enseñando un poco las braguitas de perlé. Y también estaba mi padre, en el centro de la foto, con camisa de manga corta. Y a su lado el padre de mi padre, mi abuelo Francisco, que por aquel entonces ya no era un chaval, estaría en la foto fumando como un hachero. Y completaba el retablo mi prima Carmen, seria, circunspecta, como era entonces. Tendrías que conocerla ahora, después de que la puta vida le arrebatara a su amor, Ramón, la dulzura hecha mirada, la dulzura misma. Se curó el excesivo dolor con raciones en vena de vida a más no poder. Da gusto ver su perfil de facebook. Pues allí estaba, mi prima Carmen, completando el retablo.
La bronca, ya lo habrás adivinado, venía provocada por el hecho de no figurar yo en la foto.
Era una movida, como suelen serlo, sin el menor atisbo de sentido común, ya que en el caso de que me hubiesen preguntado, hubiera declinado la oferta. Lo mismo que mi madre y por el mismo motivo, ya que por aquellos entonces adolecíamos ambos de mareo cinético, también conocido como mareo del viajero, muy agudizado, que nos ponía a morir a la tercera curva y cuyos efectos secundarios nos duraban no menos de dos días. Ni con la biodramina.
Mi padre, elegante como era, no se defendió ni retrucó razones evidentes. Nada más advirtió que en cuanto superásemos aquello del mareo, nos esperaban dos destinos impepinables. Galicia, él tenía que ir a Galicia, pero antes, había que acercarse a Lourdes o a Fátima, no recuerdo con exactitud, por unas fiebres que tuve yo y que a la Virgen me ofrecieron, y que terminaron, tres meses de cama después, por ser una gripe mal curada, no sé si milagrosamente. No, no, ahora me acuerdo mejor, no eran fiebres, era velocidad en la sangre.
Pasaron los años. Se murió mi madre, la pobre. Y ni habíamos ido de peregrinación ni, por supuesto, a Galicia.
La muerte de mi madre mi padre la asumió, al principio, con entereza, por más que luego, ya en sus postrimerías, me hablase de lo duro que es quedarse dos veces viudo. Lo asumió al principio pero al poco se le cruzó en el alma y se pasó un par de años o tres sumido en la angustia. Allá abajísimo. Sus depresiones, que creo haber, en parte, heredado.
No sé si has vivido de cerca una situación así. Es una enfermedad con no muy buen cartel. Se frivoliza. Pero se me ocurren pocas peores. Me costará pero saldrán los detalles en otros gulliveres, exorcizados. Si esto va de mi vida, como parece que al final va yendo, tendrán que salir los momentos en los que faltaba el aire y no había muros lo suficientemente sólidos para dar los cabezazos necesarios.
Verano de 1999. En noviembre conmemoraríamos el tercer año sin mamá. Mi padre aún penaba pero creíamos que veía, allá a lo lejos, una minúscula luz al final del túnel. Su mayor obsesión de entonces es que no iba al baño. Estreñimiento. Siendo como era para él fuente de muchas y grandes preocupaciones, a nosotros aquello nos parecía un mal menor, después de todo lo que le habíamos visto pasar. Ya andaba y tenía un color sano.
El verano se acababa. Mi hermano Rodolfo estaba pasando su mes de vacaciones con nosotros, en el G-3. Lucía aún no había nacido pero seguro que no estábamos muy holgados en el piso de Conde de Haro. Los tres y la gata Charcos.
Quizá por ello, decidimos hacer una excursión. El destino, al principio, era una cuestión menor, protocolaria. Supongo que lo ideamos todo en una sobremesa. Después de la comida solíamos tomarnos un orujo y jugábamos a las cartas. Entre la pasión del azar y los chupitos, nos pareció que sólo existía un lugar en el mundo al que debíamos llegar. Sí. Claro. Galicia. Y cómo no, el único sentido que adquiría el viaje era llevar allí a mi padre, para cumplirle el eterno deseo. Además, serían unos días de descanso para mi hermana Nines, que en el fondo y en la superficie era la que se había comido todo el marrón de la depresión paterna. Un marrón bien gordo, como a su tiempo se verá.
Así que no te extrañará mucho que el próximo capítulo de este, nuestro gulliver se titule así, Rumbo a Galicia.
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Don Kiko ha sacado nuevo álbum que escucho con gran dosificación y placer. Es variado y como siempre juguetón. La canción que más me ha llamado la atención todavía no tiene youtube. Te pongo esta, que es single o cosa por el estilo. A mí me deja cuerpito.
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