Son los Vampire Weekend.
Toca ahora hablar de los pormenores de aquella estadía gallega. Algo que corre el peligro de ser más tedioso de leer que de contar. Ay, mi pobre Gulliver, que te has convertido en un papanatas, saco roto de batallitas de la puta mili y de odiseas similares.
En la búsqueda del debido perdón, me acercaré a mi armario de armas y elegiré para hoy la vuelapluma, corta de recorrido pero mortal de necesidad si son las artes bien interpretadas.
Estábamos pues, ¿cómo no?, en Galicia y no hizo falta mucho trasiego de palabras para consensuar que quizá mi padre no estuviese tan sano como nosotros nos pensábamos. Decidimos no hacerle más duro el trago y le ofrecimos que nos dijese lo que quería hacer en cada instante, por si en nuestras manos estuviese el otorgárselo. La única condición que le pusimos, ingratos hijos, fue que yo tuviese la última palabra. Sopesó pros y contras y creyó que aquello le iba a traer más ventajas que penurias, siendo como él era ya en ese momento un montón de penurias. Cogió el pájaro en la mano y dejó a los demás volar.
Por de pronto, aquella mañana no le apetecía ir a ningún sitio. Siendo esta la primera ocasión y con mi magnanimidad de manual, no tuve otra que concederle la petición. Me acerqué a por la prensa y unos zumos que le gustaban y le dejamos allí en el jardín que tenían enfrente de la casa, sentadido, con el periódico extendido encima de la mesa de piedra, a la sombra de la parra y con cierta cara de satisfacción. ¿O sería de triunfo?
Y así unos días sí y otros no tanto, le dejábamos disfrutar del descanso, aparecíamos a las horas de las comidas y el resto del tiempo nos íbamos de excursión.
Pronto empiezo a faltar a mi palabra si antes de partir, antes aún de habernos montado en el coche, se me va ya media página en divagares. Afinemos el disparo.
Una tarde, justo después de una pequeña siesta, estuvimos visitando a un aborigen al que curiosamente llamaban El Alemán de Camelle y que igual era belga y regresaba del corazón de las tinieblas. ¿Vete tú a saber? Tenía una casa un pelo barroca para mi gusto pero era muy hospitalario. La casa estaba justo al lado del mar. Al cabo de pocos años leí con tristeza la noticia de su muerte.
Era muy teatral y estaba bastante pirado. También le tengo con móvil. Parece que vaya a llamar a su hijo, Jesucristo. ¿Vete tú a saber? Llegó un día a las fiestas del pueblo y allí que se quedó.
Estuvimos también, una tarde entera, de faros. Es vigorizante acercarte a lugares que dan luz al mundo. Casi como tus plátanos. Un vecino se había dedicado a visitarles antes que nosotros, con un caldero de pintura y una brocha, y había dejado su firma junto con una retahíla de insultos y amenazas dirigidas a otro vecino, supusimos que sobradamente conocido en la comarca, ya que era nombrado con su apodo, y que, por lo visto, le había timado. Algo de una ñapa. No quisimos entrar en muchos más detalles. De regreso, ya anocheciendo, tuvimos que frenar porque en mitad de la carreterucha estaba bien plantado un macho cabrío de espléndidas formas, peludo, arrogante. Te juro que pensé que era el Diablo. Mas no me arredré y le planté cara. Nunca me vi tan Gulliver.
También visitamos, otros días, dólmenes olvidados, puertos national geographic, pueblos de musgo y verdín, hórreos como legos en blanco y negro, muy jugados. Y también nos hicimos, ¿cómo no?, un montón de cementerios. Mi hermano, que es fetichista y tiene una soberbia colección de imágenes del más allá. A la entrada de uno de ellos, desprotegido, casi en un prado, quizá hasta abierto hacia mar, casi pisamos una lápida que nos dejó sobrecogidos.
Los días que nos liábamos y se hacía tarde para regresar, llamábamos a mi padre y le decíamos que si no le importaba comer con los paisanos. Y él encantado. Además, había ido de vientre esa mañana y había hecho unas bolitas así. Y te le imaginabas al teléfono y con la mano libre marcándote el tamaño entre los dedos.
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