La casa era una cucada. Muy de allí, con un largo balcón con balauste recorriendo todo el frontal de la primera planta. Abajo a la izquierda vivían los dueños y comeríamos nosotros con ellos cuando así lo deseásemos, aunque enseguida nos dijeron un par de sitios próximos que resultaron sernos, en esos días, muy placenteros y de gran utilidad.
En la parte superior de su vivienda, a la que se accedía por una escalera exterior perlada de geranios, se encontraba la suite, o solo una habitación bien hermosa, amplia y con chimenea (apagada por ser septiembre). Una joyita de la que los dueños estaban bien orgullosos. Fue la que ocupamos Charo y yo hasta que Rodolfo se volvió a Barcelona. Creo recordar algún amago de enfrentamiento por el reparto de aposentos o quizá solo es la memoria del rencor, distorsionada por el tiempo, y mi hermano accedió a que la ocupásemos siendo como éramos casi recién casados. No sé.
La otra mitad de la casa era más de trapillo, funcional. Un salón con cocina incorporada, el baño y un par de habitaciones. Lo típico. Aunque escondía lo mejor, una amplia terraza que ocupaba toda la parte trasera del primer piso, con unas vistas de postal, al cementerio, que lindaba con la casa, a la iglesia que le hacía compañía, al bravo mar, un poco más allá, entre la arboleda de un bosque de pinos y abedules. Quizá también había eucaliptos (que yo siempre ha pronunciado, no sé muy bien porqué, eucaliptus) pero esos los he borrado con el photoshop de la memoria, por poco ecológicos. A ese mar, no practicable para poner toallas, se llegaba por un a veces abovedado paseo entre la fronda.
Fue lo primero que hicimos. Llevando a mi padre casi a rastras, por que se diese cuenta de que estábamos en Galicia. "Mira, papá, dónde estamos". Me tocó una vez más infringir las normas. Llegamos hasta las rocas a estrincones. Nos hicimos unas fotos muy gallegas.
En una de ellas salimos los dos en posturas harto elocuentes. Observa los detalles. Cómo se acopla mi felina espalda a las curvas del terreno. Cuán lejos se dibuja el horizonte. Los menguados pasitos de mi padre en clara retirada. Su cabeza gacha.
Se llegó hasta dónde empezaban los árboles, se sentó al resguardo que de uno de ellos consiguió, en una piedra que en ese resguardo había, y dijo que él no daba un paso más.
Me tocó volver a la casa, a por el corsita, quitar de mala manera la cadena que, a modo de cancela, impedía el paso a motor por el camino y poner cara de emergencia cuando me cruzaba con algún aldeano. Justo lo que más me gusta.
Pero no fue ese sino el primer aviso, como se verá si las fuerzas no me fallan, en posteriores episodios.
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