martes, 9 de abril de 2013

Más Galicia

   Dieron para mucho más aquellas maravillosas vacaciones. Son de esos recuerdos que vienen de vez en cuando para animarte la existencia y decirte que has vivido. Ya ves con qué poco se conforman las almas simples.

   Pero es que además aquellos escasos diez días cundieron una barbaridad, no se sabe si debido a la edad de los chavales que entonces éramos o por algún agente externo, que no vendría aquí a cuento volver a mencionar pero que quizás ayudase a enlentecer los días en un tiempo suave y placentero. 

   A más a más, que dicen en León, no dejaba de estar por allí la diosa Olvido, de sonrisa en sonrisa, haciéndonos cariños. A su hermana Carol, pese a que el tiempo bla, bla, bla, le sigo teniendo un afecto fuerte y especial, la buena de Carol, con sus blusones anchos de escote eterno, que dejaban ver una "u" dibujada en su pecho a golpe de puntos de sutura. Un costurón. Me lo habrá contado mil veces pero ni idea de lo que la operaron. 

   Y también estaban los amigos de allí de Manuel, gente curiosa. Toda con acento y esas costumbres que tenían. 

   Y para que pariese la abuela, un día, a la hora de la siesta, aparecieron tres de Burgos. Eran medio amigos de las Ortega  y no llegaba a un cuarto de amigos míos. De verles en la Pécora o en la Iguana, poco más. Fueron recibidos con alegría y hospitalidad y se metieron con facilidad en el decorado. Les veíamos como a ratos. En una comida, en un bar. Se quedaron un par de días y uno de ellos volvió descalzo porque vendió sus botas Martens color cereza por dos gramos de aquella cocaína. Comprador y vendedor encantados. Lo que ahora les ha dado por llamar comercio justo. 

   A nosotros nos quedarían solo otros par de días y ya estábamos como con cuerpo de despedida. La oficial la hicimos como se debe Manuel, un amigo suyo (reconsumido y nervioso) y servidora. Nos fuimos a cenar unas raciones a los bares de arriba (¡¡¿?!!) y lo fuimos regando todo con un albariño de muerte, seco como la sed, no probé otro en la vida igual. Nos tomamos el café en casa de Manuel, con los demás. Mientras me cambiaba de ropa en la habitación entró Manuel y no, Luis, no. No hubo ninguna aproximación carnal, qué te crees. Manuel abrió una de las cajas que me arropaban los sueños. Y sacó de ella una botella de barro, con una asita para meter del dedo. Dentro había Chivas. Como no soy muy impresionable, ni presumido en modo alguno, no recuerdo si lo que había dentro tenía 21 años y valía quince mil pesetas o era viceversa.

   Fue como en Alicia a través del espejo, con sus simetrías (fractales de un único nivel), ya que con la botella colgada del dedo, nos paseamos Manuel, el amigo y yo, despacito, ya de noche, todo el Malecón, hasta las rocas que resbalan. El amigo, de tanto en tanto, me decía: "Apura, apura el trago".

   Y para que todo fuese como el negativo del no, dado la vuelta, nos fuimos también con bronca. Yo ya lo venía notando, que aquello iba a más, pero desconocía los umbrales de comprensión de la gente de allí. La intensidad de sus costumbres. El salón de la casa daba por un ventanón a la calle. Y yo ya lo iba viendo, que a cualquier hora del día, el salón estaba lleno de gente. Y gente cada vez más rara. Y empezaron a aparecer por allí papeles de aluminio con las huellas de la adicción y me imagino que algún que otro altercado habría. Y todo a la vista de cuanto vecino pasase. Así que justo a primera hora de la mañana del día en el que nos íbamos a ir, apareció un señor enorme, rubio cortado a cepillo, vestido con ropa deportiva de calidad, recién estrenada, y que se presentó como tío de Manuel. Y nos echó del pueblo. No fue excesivamente violento en su razonar, pero sí expeditivo. A todo ello ayudaba que traía por compañía dos paisanos vestidos de albañil, que le franqueaban y subrayaban cada una de sus palabras. 

   Y este hubiera sido el final de nuestra historia gallega si no existiesen mujeres como las Ortega. 

   Todavía colapsados por las razones del tío, pero ya distantes unos kilómetros del pueblo, Olvido nos comunicó que se había dejado la cartera. Como buena hermana, y por lo tanto conocedora, Carol estuvo enseguida de acuerdo conmigo en que el olvido había sido intencionado a más no poder. El chico conductor simplemente paró el coche. Había que volver.

   Nos presentamos en casa del tío con la testuz gacha pero con un buen acopio de dignidad. Le manifestamos la causa de nuestro regreso y, pidiendo todos los perdones que hubiese que pedir, la nula culpa en el desmadre que en casa de su hermano se había producido. Las caritas de las Ortega no dejaban de decir: "Somos chicos buenos. Nosotros no fuimos. Y además nos vamos en cuanto recuperemos la cartera y nos despidamos de Manuel". Apareció el sobrino mustio y resacoso. Y el dueño nos llevó abajo a desayunar. 

   Lo que aquí defino como "abajo" estaba compuesto por una cocina de más de cien metros cuadrados, reluciente y perfectamente equipada, en la que trajinaban dos mujeres. Anexo a ella, un salón casi diáfano, de suelos brillantes, largo como el hambre, no se veía el final. Solo estaba vestido por una enorme mesa, también alargada, de madera maciza, rodeada de bancadas. Y en una de las paredes, marinas que parecían de calidad; en el otro, un eterno ventanón por el que se veía, allí cerca, la ría de lado a lado. Desayunamos de puta madre. 

   Del regreso, solo recuerdo que no paró de llover, y que Olvido durmió mucho rato en los asientos de atrás, con la  cabeza en mi regazo. Y que una vez que se despertó porque le estaba acariciando el pelo, sólo dijo "sigue, sigue".





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