martes, 30 de abril de 2013

El chamizo

   Si alguien se piensa que con las elementales nociones que nos impartió el Sifi estábamos preparados para la batalla, se encuentra bien alejado de la realidad. Incluso pienso que pudo ser contraproducente todo aquello, ya que se conjugaban más elementos en la maraña que por aquel entonces se había adueñado de nuestros púberes jardines. Las mujeres eran inalcanzables, raras, raras, lo mirásemos por donde lo mirásemos. Criaturas inaccesibles cuyo funcionamiento ignorábamos. Y lo peor era que ahora ¡las deseábamos!

   Mi hermana se ve que se lo olió y nos dejó prestado "el chamizo".

   Bego vivía de alquiler en el Camino Mirabueno, en la primera casa con la que te topabas nada más pasar el Puente de la Autovía. Era una barriada social. Una única manzana de viviendas no muy amplias, de una planta, pero con el gran atractivo de tener un patio interior desde donde mirar el cielo. El patio daba a tres habitáculos, además de a la vivienda. Uno era una mera despensa, del tamaño de una despensa y para tal se utilizaba. En el otro se amontonaban los archiperres de Chefra, del que mi hermana ya se habría separado. (Separación dolorosa y casi cruenta, huelga decirlo). Chefra, al que llamábamos Chema, era pintor barbudo y dicharachero. Artista. Ahora se dedica al teatro. Es el padre de mi sobrino Rubén y aún recuerdo la terraza de otra casa, en la calle La Puebla, donde casi cubría, con polvos de talco, a su recién nacido mientras se le comía la tripa a besos. Pero como también sabía ser un cabrón redomado, la cosa no acabó bien. El tercero de los locales, el más grande y más alejado de la vivienda, era el que terminó convirtiéndose en "el chamizo". Yo creo que si preguntas por la calle a gente de mi edad por el chamizo, muchos guardarían gratos recuerdos del lugar. Sí, sí. Se nos fue un poco de las manos el asunto, como era de prever. 

   Del chamizo guardo gratísimos recuerdos (ya te he contado, alguna vez, los besos eternos que duraban una canción de Bob Dylan). Hice, a los 15 o 16, lo que ahora llaman emanciparse. Y mis padres siempre podían preguntarle a mi hermana. 

   Para llegar a él no había que hollar la casa de Bego. Una puerta pequeña pero recia daba de la calle al patio. En el patio había un manzano al que nunca hicimos mucho caso. Y de allí, a nuestro lugar. Lo decoramos al estilo chamizo. Yo pinte una marilyn de dos por uno y medio que causó sensación. Pronto apareció un camastro y un sofá de tres plazas y de no muy excesivo uso.


    También teníamos máquina de escuchar música. Al principio un magnetofón sony casi de bolsillo y ya después un plato con su ampli y sus bafles, que mi hermana había jubilado. Sonaba fuerte Tequila. Pero también AC/DC, los Stones, los Siniestro... Gracias al chamizo hicimos una pandilla de once incondicionales que aún hoy nos creemos del mismo grupo. Aquellos once de mis cojones. Había tres o cuatro cuyas vergüenzas eran verdes y hacía tiempo que se las había comido el burro. Así que nos llenaban aquello de fiestas con las más bellas princesas de la ciudad. (Sueña, sueña, pajarito). Comprábamos la famosa ginebra Flyton y la mezclábamos con la cocacola de mis insomnios. Y por arte de birlibirloque, cada vez había menos luz o era más roja. Y entonces ya sonaba la vieja bruja de Roberto Zimmerman, o unas apretadorras y también eternas de Elton John. Y quizá Adamo, o La chica de ayer. Y aquí empezaba la fase sexo, por decirlo de alguna manera.

  

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