lunes, 8 de abril de 2013

Galicia caníbal (Tres)

   Quizá fue aquel el momento en que empezó a liarse todo, o es que lo había hecho antes incluso de salir de Burgos, quién lo sabe. 

   Al tercer o cuarto día las hermanas Ortega se empeñaron en que les acompañásemos. La mujer, de natural, tiene la virtud de la insistencia, pero se dan algunos ejemplares en los que la propiedad se convierte en pasión y marca de la casa. Mis amigas eran de esas. Al final accedí y Manuel no quiso llevarme la contraria. Aún nos daría tiempo para una visita al bar cercano, antes de que los tres terminasen de prepararse. Luego, enfilamos carreteruelas comidas por la fronda, subimos, bajamos. No faltaban ni cinco kilómetros para Padrón, cuando a Manuel se le apetecía un porro. El proveedor de hachís era servidor, así que me dispuse a prepararme un chifló que nos abriese los poros para la alta poesía. Así andábamos. Pero lo que pasó es que la bola de mierda que llevaba no aparecía por ningún lado. Hubo nervios generalizados, abrupta bajada del coche, recuento de todos mis bolsillos, dos o tres veces, miradas de soslayo. Pensando en el último porro, creí recordar que la podía haber dejado en una mesita del salón de la casa. Carol y yo nos acercamos a por ella. Acercarnos como figura literaria. Subidas, bajadas, carreteruelas comidas por la fronda. Unos cincuenta kilómetros. Y todo para comprobar que allí, pues no estaba la mandanga. Revisión de la casa. A fondo. Dos o tres veces. Sin resultados satisfactorios. No demasiado grato viaje de regreso. Solemne comunicado a los que nos esperaban. 

   Y solo fue entonces que Manuel se acordó. Ah, una bolita. Marrón. Del tamaño de una canica grande. No sé qué pensé que era. La he tirado por la ventana. No se lo merendaron porque era un corazonherido. Ahora fuimos él y yo los que realizamos en trayecto, pero antes les acercamos a Padrón. De vuelta, allí estaba la mierda, casi sonriéndonos en mitad de la calleja. El muy cabrón. 

   Al final, me perdí la visita a la tumba ("puro el aire, la luz sonrosada, ¡qué despertar tan dichoso!") pero compramos pimientos y un tarro de miel en el que, ya en el coche, íbamos metiendo el dedo no siempre por turnos. Paramos en un bar a bebernos una botella de vino del país con un plato de cangrejos de mar más grandes que las nécoras del Piñeiro. Paseamos por un bosque de meigas y fendetestas. Y acabamos en la playa de O Grove, ya al atardecer.

   Y allí fue donde me convertí en héroe ya para siempre jamás, a los ojos de aquellas chicas, al sacar de mar adentro a un Manuel sumamente borracho y al borde de la extenuación, que se había empeñado en hacer un alarde.


   Hoy te traigo a un grupo archiconocido aunque que no tenga lugar en mis altares. Son los AC/DC, banda sonora de aquellos días, que al muchacho Manuel le gustaban. 



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