A Manuel, en su transitoria orfandad, le iban mimando las necesidades diarias varias de las vecinas del lugar, que aparecían inopinadamente por su casa, menudas, consumidas, vestidas de negro y con pañuelo en la cabeza, pero también con cazuelas humeantes de sabrosos olores o bandejas de marisco aún en movimiento. No hablaban mucho. Manuel las puteaba a bromas que ellas aguantaban sin rencor. Cuando ya se iban les oías decir "Ay este niño". Así que no era de extrañar que Manuel luciese un aspecto sano y cuidado. Lleno de vigor. Tenía una amplia mandíbula para que le cupiese toda la sonrisa, o para que pudiese apretar los dientes hasta el chirrido, en caso de necesidad o apetencia. Siempre parecía recién duchado y no paraba de enseñarte las camisetas. Una pasada.
Casi todas las mañanas de aquellos días, el resto de la manada se iba de excursión. Manuel y yo nos hacíamos primero los perezosos y luego ya los remolones. Y la mayoría de los días nos despedíamos de ellos con la manita, cuando enfilaban la callejuela hasta que el coche desaparecía de nuestra vista, y era entonces que nos íbamos los dos a dar una vuelta. Solíamos empezar acercándonos hasta el bar que nos pillaba más próximo. Nos bebíamos un par de cañas y nos las jugábamos con algún lugareño al futbolín. Había media docena de bares y todos tenían su momento del día. Incluso muchos tenían varios momentos cada día. El que más frecuentábamos era el del puerto, al lado de la lonja, que bien pudiera llamarse Cofradía y que no cerraba nunca. Ibas a las cinco de la mañana y ya llegaba un amigo de Manuel, yonqui que no podía dormir. "Nada, que me cojo una peli y me piro para casa". Y cuando, al momento pasaba con la cinta bajo el brazo y Manuel le preguntaba: "¿Qué te llevas, primo?", contestaba sin mucho entusiasmo: "Cariño, me han encogido los niños". Había autobús diario al Hospital de Cambados, pagado por los concejos, para que a los que lo deseasen les diesen su dosis de metadona. Pero a mí me sonaba aquello a lavado de conciencias. Empezó todo con el trapicheo de tabaco y alcohol pero yo creo que se les fue de las manos y una buena parte de su preciosa juventud se echó a perder. La codicia. A veces nos llegábamos hasta un pazo cercano. Nos subíamos al muro de piedra que lo rodeaba. Parecía el muro de una fortaleza medieval. Soberbios cubos de granito juntados con mortero, que formaban una pared de no menos de dos metros de ancho, que rodeaba toda la inacabable parcela. La solidez hecha muro, maciza, enorme, exageradamente enorme. Fuerza es poder. Allí arriba nos fumábamos un cigarro o nos hacíamos un porro y seguíamos hablando hasta que llegaba alguno de la cuadrilla de albañiles. Siempre están de obras, nunca paran, me advertía Manuel. Se ve que le conocían porque nos invitaban a irnos sin excesiva vehemencia.
No recuerdo ninguna de nuestras conversaciones. No alcanzo siquiera a imaginar de qué podíamos parlotear y parlotear hasta gastar los días. Una vez deshecho el entuerto inicial, no creo que hablásemos demasiado de Olvido, ni del amor en un contexto más amplio. Me queda la impresión de saltar de un tema a otro, de nimiedad en nimiedad, conociéndonos y ocultándonos. Gustándonos a nosotros mismos e intentando gustar. Yo dejaba llevar mis pasos al ritmo que el anfitrión marcaba, sin preguntar nunca cuál iba a ser nuestro próximo destino. Dudo, incluso, que Manuel se plantease de antemano el recorrido diario. Lo mismo nos presentábamos en una cala formada en su totalidad por conchas de almejas muertas, que aparecíamos en lo más elevado de un castro celta, azotados por el viento, desde el que veíamos dibujadas en la ría las bateas de mejillón. No recuerdo haber estado sereno en ningún momento de todos aquellos días, pero tampoco haber llegado a la inconsciencia por más que no parábamos de beber y beber y beber. Y de todo. Creo que esa era la característica mía que más le agradaba, al chaval, la capacidad para seguirle el ritmo de los vicios sin perder demasiado los papeles.
Las chicas Ortega y el muchacho de las dos camisas estaban encantados con todo aquello de que nos llevásemos tan bien, ya que gracias a Jose el Bueno (así me llamaban entonces, supongo que por mi natural candidez y porque quizás hubiesen otros peores), gracias aquí a servidor, veían cumplido el objetivo del viaje, es decir, curar al desamado Manuel de la tristeza, sin tener que malgastar mucho de su tiempo en lamerle las heridas. Y podían dedicarse de pleno al turismo, que es lo que les interesaba.
Algún día no nos quedó más remedio que acompañarles en sus excursiones. Un de ellos fuimos a Padrón, a visitar la tumba de la Poeta ("jamás ha dominado en mi alma la esperanza de la gloria"), a un bosque interior de veras increíble, para acabar en la playa de O Grove, que da, supongo, de sobra para otro gulliver. Y para otro más, quizá anterior, o quizá para el mismo, queda contarte también los contratiempos que vivimos antes de llegar a ningún lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario