Galicia, y más concretamente su costa atlántica, desde Malpica hasta la desembocadura del Miño, es mi lugar del mundo preferido, el sitio donde me gustaría pasar el largo recreo de la jubilación. Todo ello desde una vez que partí para allí de improviso, invitado por las dos hijas de un conocido político burgalés. Qué tiempos de locura eran aquellos en los que subías a casa justo antes de comer, cogías dos mudas y algo de dinero y les decías a tus padres que te ibas fuera unos días, sin mucho más precisar. Tendría yo poco más de veinte años y un alborotado amor platónico por una de las hijas, Olvido. Cuán grande sería su belleza para asumir yo tan rápido mi derrota y no haberla metido ni el más pueril de los avances. Pero el viaje me apetecía y no tendría nada mucho mejor que hacer. Nos acompañaba el dueño del coche, cuyo nombre he olvidado pero no su vistosa manía de vestir con dos camisas al tiempo, la interior con el cuello subido y la de fuera remangada. Era un pijo bien majo, el animal. El viaje de ida se me ha olvidado, quizá para hacer hueco al cúmulo de recuerdos que de aquella semana larga me quedan. Tampoco las Ortega (apellido ficticio) eran excesivamente explícitas pero parecía ser que íbamos a consolar al novio de mi diosa Olvido, con el que había roto recientemente. Yo me puse el disfraz de comparsa y no le di más vueltas.
Así que tampoco entendía mucho de nada de lo que estaba pasando nada más llegar. La luz era ya escasa, si es que el sol no se había largado hace tiempo, con lo que uno no se hace idea con un mínimo de precisión del lugar en el que ha acabado. Notaba una tensión en el aire que podía cortarse con una cuchilla de afeitar pero nada les hacía sospechar a mis aletargadas defensas que dicha pulsión me iba destinada. Además, era como una energía muy eléctrica pero inofensiva, solo vibrante, elevada pero chisposa, o eso me parecía a mí. Nos recibieron Manuel, el desolado novio, y un amigo suyo o armario ropero, no me enteré muy bien, con un humor ácido que creí propio del lugar. Estaban bastante borrachos y nosotros no les íbamos a la zaga, con lo que nos fuimos durmiendo cada uno donde pudo. Yo elegí una habitación ciertamente curiosa, al estar defendidos los laterales de la cama por dos hileras hasta el techo de cajas de botellas de licor. No le di más importancia.
Lo que sí me sobresaltó, a la mañana siguiente, fue ser abruptamente despertado por un mono saltarín que pegaba botes en mi cama, empuñando una navaja abierta y aullando que me iba a matar. Una par de segundos después, una vez pasado el asombro inicial, volví a pensar en lo curiosos que eran los hábitos locales. Ciertamente desilusionado ante mi actitud, el mono saltarín aclaró que simplemente venía a invitarme a un tiro. Y así fue que me desperté todos y cada uno de los días que aquellas vacaciones con la visita del mono saltarín para regalarme con la mejor cocaína que podía conseguirse en aquel entonces en toda Europa. Sí, habíamos arribado a Villajuán de Arosa, casi barrio de Villagarcía, lo que venía siendo "la puerta de entrada".
Seguí pensando un rato en las curiosas y hospitalarias costumbres que allí se observaban con los visitantes hasta que, en el paseo matinal y sumamente clarificador, Manuel me advirtió que estuve en serio peligro la noche anterior, al pensarse él y su amigo que era yo nada menos que el ocupante sustituyo del corazón de Olvido. Libré por los pelos.
Libré y además pasé a ser "el turista un millón", forjándose con ello una amistad que duró muchos años, hasta que el odioso transcurso del tiempo y lo raras que van las vidas hicieron que sin darnos cuenta no supiésemos más el uno del otro. Sería curioso que ahora que me llegan remembranzas varias, apareciese un día Manuel tras cualquier esquina.
Era un tío ciertamente peculiar. Cum laude en el ICADE, niño pijo con litros de brillantina, bastante alcohólico a mi modo de ver, bruto como una bestia y coleccionista de camisetas de rayas marineras de todos las combinaciones posibles con el blanco. Tenía cientos. Estuve con él diez largos días de franca hermandad y solo llegue a enterarme de que su familia (padres y hermano mayor) vivía en EEUU, no sé si por negocios u obligados por los negocios que tenían aquí. Tampoco me preocupé mucho en insistir. Así que una vez acabados los estudios, Derecho y Economía al alimón, Manuel disfrutaba de unas merecidas vacaciones en Villajuán, en la casa de tres pisos de sus padres, llena de cajas de botellas del mejor licor.
(continuará)
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