viernes, 28 de junio de 2013

La montaña de la Mujer Muerta. Más días.

   Esto de la Mujer Muerta es un recuerdo tranversal. Dichos recuerdos, según Iain Percy, suelen ser de menor intensidad pero más prolongados en el tiempo. No es este el caso en lo que se refiere a la fuerza con que ahora los siento. 

   Recuerdo a mucha gente que hacía tanto y tanto tiempo que no pasaba ni un segundo por mi cabeza. Qué gozada, el Gulliver, qué regalos me trae. Gente normal y gente rara. Parejas imposibles que, hasta media tarde, guardaban elegantes los modos. Días enteros Jimmy y yo solos. Qué cortos se hacían. Qué grande se va construyendo así, sin quererlo, la amistad. Recuerdo también muchos regresos, con todos descansados, satisfechos, andandito en fila india por las sendas. No sé de dónde, pero era entonces que empezaban a aparecer las vacas. Siempre había uno que decía que había que mirarlas a los ojos, de frente, por suponerse así los animales que detrás de nuestra silueta se alargaba un cuerpo de caballo. 



   Hoy, sobre todo, tocaba presentarte a Cristina. Pero te vas de vacaciones. Y me da no sé qué empezar y quedarme con la miel en los labios. Quizá solo apuntar que era La Lirio de la Piquer. Igual de guapa, pero más lista. Y más buena, que eso sí que está difícil.

   Subimos a la montaña a consumar nuestro primer amor. Con mucha premeditación y más alevosía. Fue fuerte. Ya te contaré a tu regreso.   

   Pero mientras, sé feliz, muy feliz.









jueves, 27 de junio de 2013

La montaña de la Mujer Muerta

   Antes, cuando era más joven, siempre decía que no estaba muerta, ¡qué horror!, a lo sumo le parecía que estaba dormida. Y en avanzado estado de gestación. Aunque ahora que ya casi todo le da igual, han perdido esas precisiones gran parte de su interés.




   Dejamos ayer al Marino despojado de ropajes y entrando en el canchal que marcaba el fin de lo verde. ¿Se nos habrá resfriado? No han sido los bandoleros que en esa sierra tiene que haber los que le han forzado a tal desnudez, ni un exhibicionismo de salón. Tampoco nos pensemos que el niño Gulliver cree en religiones claras u obscuras, las batallas en las que ha participado le terminaron de convencer (sí, Luis, ni a dios, ni a patria ni a patrón). Lo hace, quizá, por no desentonar entre las piedras blancas, para evitar asustar a la corza que está de cría, qué sé yo. Conjetura tú, a mi no se me vienen más razones. Solo una vez se cruzó con otros seres humanos. Y tuvo que ser, claro, con unas alegres montañeras de la catequesis de no sé donde, acompañadas por el párroco o al menos el coajutor. Contra lo que pudiera pensarse, le saludaron con naturalidad, comentaron de lo bonito que era aquello y cada cual siguió sin más su camino.

   Habrás notado que el paisaje en el que está ubicado nuestro blogger hoy es poco menos que perfecto. Gulliver y la reina, dormida. El muchacho vela por que no la despierten, el cielo eterno, el mundo allá abajo, también dormido. El marino, claro, llega hasta los labios de la muchacha grande, la muchacha de piedra, le pone un beso suave, se lo posa con extremado mimo. A la niña montaña algo le dice que más le vale estar alegre, ese día. Bien lo sabe la niña montaña. 

   Cuando vuelve al campamento, se está jugando a las cartas. Antes de acercarse, antes siquiera de saludar, Gulliver se zambulle en la poza, en el agua fría. 



miércoles, 26 de junio de 2013

La mujer muerta

   De aquí para allá, de la noche arrebatadora y un poco peligrosa a los cielos largos de los días claros, en Segovia.

   Marisol, la galleguilla, nos adoptó muy bien. Nos presentaba a sus amigos, nos invitaba a merendar. Y sobre todo, nos hizo un descubrimiento asombroso, que nos dio pero que mucho de sí. 

   Solíamos salir juntos a pasear a Azor, su perro loco y cariñoso. Íbamos a Valsain, a Riofrío, el del palacio rosa, donde el animal se ponía enfermo al pasar junto a los gamos domesticados que se acercaban al coche para cogernos de la mano el pan que con tal fin llevábamos. Algún cafre hijo de puta se dedicó a envenenarlos. Que hay que ser cafre pero sobre todo hijo de puta. Así que prohibieron darles comida pero ellos se acercaban igual, solo que para saludar. Íbamos a Pedraza en invierno, por las tardes cortas y sin velas, íbamos al pantano de Revenga, íbamos a cualquier parte. Pero cuando había tiempo largo, los fines de semana, nos solíamos acercar hasta la ladera de la Mujer Muerta. Nos metíamos con el coche por un paso asustavacas y le dejábamos en cualquier pradera, antes de la primera valla. El campo de la provincia de Segovia está parcelado por unas vallas que lo único que pretenden es guardar el ganado. No hay problema en abrir los portones, de maderas o metálicos, si luego los vuelves a cerrar. Al menos, a nosotros nunca nadie nos dijo nada. Pero nosotros el coche le dejábamos no muy lejos de la carretera. Por ir llegando a pie. Cargábamos la comida y poco más. Cuando las praderas se acababan enfilábamos por una sendita que subía la ladera. A la media hora de camino, siguiendo el fluir de un arroyo limpio como mi corazón, llegábamos a nuestro destino. Era una zona de casi nula inclinación,  debido a lo cual el riachuelo había hecho un meandro, amansándose hasta engordar en una poza. Era una poza pequeña, no llegaba al metro de profundidad, pero Marisol y su gente, que llevaban yendo tiempo, la habían represado y convertido, por lo tanto, en una piscina natural, no mucho más que una bañera pero de casa rica, bañera grande o piscinita, que tanto da si era suficiente para que no dejásemos de pegar alaridos cuando intentábamos entrar de a poquitos. Y es que el agua estaba fría que te cagas. Así que al final optábamos por el tiro en la sien, que era lo que suponía irse hasta las piedras y pegar el brinco. Qué bueno, Luis. Qué rabia no poder hacerlo ahora. 

   Se tenían organizado aquello de una manera, cómo decirlo, no invasiva. Comíamos sentados y a la mesa, en unos piedrotes que seguro que bajaron rodando de la cima; había zona de siesta y una fuentecita que nacía allí mismo. Yo, entonces, casi no me echaba siesta, así que cuando todos iban cayendo, no sé porque, me daba por desnudarme y subir montaña arriba, hasta la cima. Tambien allí me pegaba buenos gritos. Me gustaba cruzarme con decenas de lagartos que me miraban curiosos. Nos sosteníamos el gesto casi como en un duelo. Eran grandes como ratas grandes pero muy reptiles. Esa manera de funcionar. Llegaba un momento en que, casi con desprecio, se daban la vuelta y se perdían entre la maleza. De repente, te cambiaba el suelo. Se veía la línea dibujada a este y oeste. Dejaba el verde de existir. Primero era como zahorra, pero, a poco que fueses subiendo, las piedras iban aumentando de diámetro, de entidad, hasta tener que vigilar las pisadas, saltar de piedra en piedra y parar, como en una escollera.



(continuará)





martes, 25 de junio de 2013

La Escuela

   Me pillaba al ladín de casa, La Escuela, por lo que iba allí con frecuencia. Y encantado. Y es que ponían una música estupenda, además. Pronto empezaron a conocerme como El Burguitos, y no me sentaba a mí mal ese nombre. Además de Lina, trabajaban allí dos hermanas altas y bellas como Modiglianis. La una, Elena, delgada y sin pecho, rubia pajiza, salía con un chaval macarrilla y jovial, que fue el que me puso el mote. La hermana, de pelo negro azabache y ojos liquidos, que te quitaban el pellejo en cuanto se lo proponían. No fue difícil hacer migas con toda aquella gente. A diario no íbamos muchos al bar, por lo que las conversaciones fluían sin problema. 

   Un día de esos de escasa clientela, me hallaba yo en mi rincón habitual en ese tipo de garitos, con la espalda apoyada contra la pared y a la vista la puerta de entrada, al modo de los capos sicilianos. Yo lo hago más por curiosidad y sobre todo comodidad. Vino La Moco, cuyo nombre de bautismo, inexplicablemente, he olvidado, y se sentó encima de las cámaras, en frente de mí. Dado que llevaba una falda larga y liviana, apenas cruzada en la parte delantera de la cintura, esta se abrió en gran ángulo, quedando a mi vista (madre del amor hermoso) unas braguitas blancas como la luz del cielo. Pese a embargarme la felicidad y existir el peligro de que mis palabras pudiesen acabar con el panorama, tuve que preguntarle si aquel regalo me iba dirigido o había sido más bien un descuido. A la chica le hizo un montón de gracia.


lunes, 24 de junio de 2013

Anda a vueltas Gulliver


   Anda Gulliver a vueltas. Sobre si continuar con su periplo segoviano o quedarse en el presente en el que se ha instalado tan ricamente. Pero, resuelto como es, la duda le ha durado unos segundos. Aunque hubiese sido más cómodo, más fácil, decide que hay que dejar al presente macerar, fermentar, coger grado y forma y poso y esa pátina que el tiempo da, todas esas cosas, para ver si fue para tanto.


Son luciérnagas, Luis. Todavía hay esperanza.
   Se pierden, de tantos, los recuerdos segovianos. Se mezclan y desordenan. Se bajaran. Vino Jimmy. Entró en escena Pepe, que ya estaba por allí, con su novia Lina, camarera de La Escuela. La Escuela merecería un tratado aparte, en estas crónicas del bloguero Gulliver. Y no descarto que algún día, si aún me quedan las fuerzas necesarias. Digamos por ahora que era un local enorme, con tremenda barra y, al fondo, un escenario en el que he visto desde a Paul Collins hasta a un amigo de nombre Carlos bajarse los calzoncillos ante una audiencia desatada. Qué perra la gente con bajarse los calzoncillos. Y como va la temporada de prendas íntimas, también te diré que en La Escuela, en una de mis primeras visitas, una camarera que contestaba al mal nombre de La Moco, prometió enseñarme las bragas todos los días que allí acudiese. Y no faltó nunca a su palabra. Voy a detallar la secuencia, para hacerla creíble, porque aquello muy normal no era. Pero, eso sí, en el próximpo gulli.



viernes, 21 de junio de 2013

Gulliver viaja al más rabioso presente

   Hay días en los que me lo paso muy bien escribiendo el Gulliver. No depende de la (improbable) calidad de lo que me va saliendo. Posiblemente, tampoco tenga que ver con el tema elegido.

   Ayer fue uno de esos días. Pese a ser el asunto tratado casi, casi macabro. Me cago yo en el clero, Luis. ¿Qué coño meterían en la cabeza de la muchacha?

   La verdad es que va la vida estos días tan alegre que no da tiempo ni de escribir, con lo bien que se lo pasa uno a veces. Y cuando eso sucede, ya sabes, aprovecho palabras ajenas que me han dicho algo. Todo sea por no faltar a mi trato, al trato hecho conmigo mismo. 

   Hoy te incluyo la que César Rendueles, al que no conocía ni en pintura, escribió este sabado en el Babelia para hablar de estos tiempos tan raros.


   "Mejor aún. Los corazones puros al fin pueden acceder a un éxito mundano que no degrada su generosa concepción de sí mismos. Adolescentes expertos en informática que piensan que convenio colectivo es un grupo de rap se hacen millonarios gracias a esa forma enajenada de especulación financiera llamada economía del conocimiento. La acción política se ha vuelto diáfana, el palacio de invierno nos espera apenas a un click de distancia.
   En la red circula una leyenda. A veces, por la noche, cuando los teclados enmudecen y desciende el tráfico de datos, se puede apreciar un rumor sordo. Es el eco de las carcajadas de Hegel, que resuena desde el cementerio de Dorotheenstadt."



   La imagen de hoy me parece a mí que explica un poco de todo esto.






    Y ya la canción, ni te cuento, pese a ser tanto una como otra de hace unos añitos.






jueves, 20 de junio de 2013

La princesa gitana llora


   En la más completa oscuridad, la princesa gitana llora. A Gulliver le da un respingo de partirle el corazón y se levanta de la cama para encender la luz y que la luz lo ilumine todo. Para mejor enterarse. Pero antes de llegar a hacerlo, Marta le grita que no, se lo pide por favor, se lo suplica entre sollozos que rompen en alma. El marino regresa al lecho y busca a tientas a su amada. La encuentra hecha un ovillo prieto y tembloroso. La abraza. Duda si indagar en los motivos de tan extraña manera de proceder pero prefiere no hacerlo en ese momento. Al rato nota como el cuerpo de la chica se va calmando, que su respiración se hace cada vez más leve, más acompasada. Al final ambos se duermen.




   A la mañana siguiente me desperté y de Marta no quedaba por allí ni la sonrisa. Y era una fase de mi desarrollo en la que me sumía con una facilidad pasmosa en las sombras de la existencia. Así que, hasta que abrieron la cantina, pase unas horas en la más profunda de las congojas. Por todo lo cual fue bastante grande mi sorpresa cuando, una vez en el local, vi a la chica hippie, a la niña pirata, desambular por entre las mesas con la soltura habitual. Sorpresa que, si ello fuera posible, se hizo mayor cuando, al verme, se apresuro a echárseme en el cuello y propinarme un jugoso beso. Tengo bastante cara de idiota, lo que me permite no empeorar demasiado en esas circunstancias, pero eso es algo que a mis veinticinco añitos desconocía. 

   Y así fue siempre con Marta, solo que peor, ya que la secuencia se repetía una y otra vez, con los más variopintos preliminares pero con similares resultados, y  en ningún momento se dejó la princesa interrogar por los motivos de (desde mi quizá sesgado punto de vista) tan extraño proceder.

   Los preliminares, como he dado en llamarles con rubor de colegiala, eran casi todos de exterior. Sí, era verano y Marta libraba de currar más bien poco, así que aprovechábamos las horas de las mañanas para irnos de aquí para allá, en una carrera sin obstáculos ni meta clara. ¿A dónde querría llevarme?, ¿a dónde querría llegar? Yo, porque la quería pero también por curiosidad, trotaba a su lado como un potro joven y descerebrado, con los nervios hechos fosfatina. Se podía permitir cualquier desvergüenza, en cualquier lugar, pero llegados al quiz de la cuestión le venía la llorera o el dolor o la rabia, y yo aquello no sabía manejarlo. Intenté su treta, intenté ser más loco aún, qué no intenté.  No sé por qué sería pero no tardamos mucho en dejar de vernos. Sospechaba entonces que aquella zona ignota de su alma, aquel país para mí sin descubrir, fue su buen pedazo en el pastel en que aquello se convirtió. No me acuerdo si tuvimos escena final. Sí que recuerdo algun momento, alguna frase.  Mis "no pasa nada" que no se creía por más que más sinceros no podían ser. 

   Se me quedó el cuerpo como extrañado. Pero iba la vida muy loca y no daba tiempo para pendejadas. 

   Luis, ya te has imaginado, pedazo de cabrón, que ahí no acabó la historia. Había pasado tiempo, quizás dos años. Un día me la encontré en la barra de un bar, como en las canciones. Estaba más señora en el vestir, más sensata en las maneras. El corte del pelo, esas cosas. Pero pronto empezó a besarme y a abrazarme como lo había hecho siempre. Nos tomamos unas cañas, muchas. Me llevó a su casa y lo intentamos por enésima vez. 

   (No queda muy bien el término "enésima" en esto si lo que pretendes, Gulliver, es hacer pseudoliteratura pseudoporno. A ver si te aclaras, majo). 

   Idéntico resultado. Pero entonces, aquel día, ya me enfadé y es lo que nos pasa a los que no nos enfadamos mucho, que cuando nos enfadamos... Así que no le quedó otra a Marta que, allí, en pelotas, a mi lado, contarme de qué iba todo aquello. La verdad es no me enteré de gran cosa. No sé qué cojones me contó de que había ido a un colegio de monjas, de que vete a saber qué le habían contado, que no era asco, ni repugnacia, era algo mucho peor lo que sentía cuando notaba que la iban a penetrar. "No pienses en términos de penetrar", me aventuré a aconsejarla, pero ni gracia le hizo. Me dijo que era mucho peor aún porque a todo aquel amasijo que le estrangulaba la respiración se unía las tremendas ganas que tenía de hacerlo. Todo esto que así he contado va entreverado de llantinas, ataques de nervios y terribles silencios de ciegas miradas. Más por cariño que por afán científico, la convencí para intentarlo una vez más. Pero sí, Luis, con idéntico resultado.



miércoles, 19 de junio de 2013

...y se hizo la oscuridad



   Cuando regresa de su largo viaje hasta la nada, Gulliver tiene hambre. Ganas de dulce. Siempre le pasa. Un par de alberchigos secos (u orejones) le quitan el ranchillo. Tiene que terminar esa misma noche la redacción de las aventuras que compartió con la princesa pirata, la gitana de la cara preciosa y rasgada. Marino, anda, ponte a escribir.

  


   Muchos de los recuerdos que de aquellos días tengo vienen acompañados por un ruido de fondo de piscinas de algún pueblo cercano a Segovia. Sería verano. Cuando no estábamos en el agua, nos resguardábamos del sol debajo de unos toldos que había cerca de la entrada, junto al bar. Al modo chill out. Allí se enseñoreaba con sus amigos el hermanito. La verdad es que a nosotros nos trataba de cine y nos mantenía alejados de las frecuentes trifulcas que se producían. En esos casos, tenía que sujetar yo fuerte a Marta, por ser mujer de sangre caliente y tener en alta estima el concepto de la familia. No solían llegar a mayores, o no solían llegar a muy mayores los altercados, que parecían iluminar a aquella panda de tarados. Siempre volvían de mejor humor.  Y yo, con franqueza, era un inconsciente.  


   Pero se trata en estas páginas de hablar del placer carnal, te lo tengo prometido. Donde, además, está en esta ocasión el intringulis del asunto. Sí, Luis, el conflicto. 

   Marta era sumamente cariñosa. Al ser espontánea no había ocasión mala para, por poner un ejemplo, mosdisquearme el lobulillo de la oreja y juguetear con la puntita de su lengua con un pendiente que llevaba (y aún llevo) allí clavado a meros efectos decorativos. Es lo que tiene el amor, que encuentra los vericuetos más divertidos para alegrarle a uno la vida. También gustaba la muchacha de agarrarme una mano y metérmela por debajo de su camiseta hasta alcanzarle yo los pezones que, quizá con demasiada premura, le había confesado que me encantaban. Cualquier ocasión le valía y aquello me ponía a mí a mil quinientos. 

   Pero las prisas no son buenas, Luis. Nunca. Así que cuando a la carrera llegábamos a mi cama de entonces y andábamos alborotados de caricias y suspiros pero también de resuellos, era cuando Marta me pedía que apagase la luz. Soy de natural impúdico pero también bastante razonable. A veces excesivamente razonable. Y tengo ese punto de cobardía que me hace no ver problemas incluso donde les hay. Así que apagaba la luz. Y, ante su súplica, la volvía a apagar. Y ya a la tercera vez que apagaba las luces sin haberlas encendido en ningún momento, me dije que algo allí no iba bien. Mas ya sabes cómo es el deseo de cegador, así que pospuse mis sospechas para ocasión más propicia y que mejor viniese, y me dispuse a seguir el primitivo ritual, por así llamarlo. Y era justo, justo en ese momento que, en mitad de una oscuridad de tercer nivel, oía a Marta sollozar.

   Y claro, me pegaba el gran susto, el susto de la puta madre. 






martes, 18 de junio de 2013

   Después de estos días afortunados de aventuras y dichas, que le han servido para no perder la forma, quiere el Marino encontrar un momento de descanso, por ponerse a reflexionar sobre ello con la debida calma y el recogimiento preciso. Brilla todo el mar a su alrededor. También el sol sonríe allá a poniente. Ninguna nube osa mancillar  la postal. El marino ha bajado un momento a su camarote y del secreter ha cogido una resma de papel tostado y los achiperres de escribir.



    Tumbado en la proa de la nave, el mar es el espejo en el que mirarse. Otra vez se ve envuelto en uno de esos líos que se hace el marinero a menudo. Este turno toca ser con forma de espiral ya que el muchacho, al chocarse con su sonrisa reflejada, amplía el gesto y, ya te imaginas, Luis, lo demás. Que no para hasta una carcajadota, ya qué importa una más, que le hace decir: "estás más tonto, Gulliver". 

    Decide no pensar en nada. Aprendió tan práctica habilidad en su último viaje a la tierra de los mantras, los aromas y las princesas cobrizas. No es fácil el proceso pero, ya conociéndole y habiéndose habituado mínimamente a él, no requiere de mayores esfuerzos.

   Viaja el marino por la nada con gran placer. Oye sonidos lejanos, ve colores apenas enseñados, que conforme se acercan le hacen estar más lejos, mejor. Nadie de la tripulación osa en esos momentos molestarle.






lunes, 17 de junio de 2013

Y llegó la paz

    Y por una vez, Luis, no sé si eso es bueno. ¿Qué coño hace uno en tiempos de paz? No todo va a ser acordarse y reírse y volverse a reír y a acordar. Ad infinitum. Bueno, ahora que lo pienso y que me río, tampoco parece mal plan. Terminó despertándose el marino. Hubo batalla inicial, no cruenta pero sí llena de todo. Había que driblar, moverse a un lado, fajar. Gracias al cielo que le ha dado al mostrenco una cintura. Las balas sonaban en los oídos. Y eran balas de gominola pero eran tantas. 



   Érase una vez, Luis, que no había palabras suficientes. Ni de coña. Hay peleas que no lo son y que encima no se pueden contar. Inabarcables, inauditas. Jo, qué bien, Luis.







viernes, 14 de junio de 2013

¡Abordaje, Luis!

    Se oyen gritos teñidos de amenaza, en lengua desconocida y ronca, que dan más miedo. Se confunden con las súplicas y los lamentos de los suyos. Es evidente que está siendo el barco atacado. Que el barco está herido. Pero el niño capitán, pese a ser su patria, mejor dicho pese a ser su lugar, pese a querer a su barco como a una antigua amada, no llega a desperezarse. No lo logra. Los sueños le tienen aún cogido al secreter, atado porque no quiere despertar. Y eso que se trata de una pesadilla. De esas que te pasas todo el día huyendo, venga que dale, sin resuello desde la primera REM, y van horas desde eso. Huye en sueños el marino para llegar antes o intentar llegar cuanto antes. Cuanto antes mejor. Pero no sabe a dónde. Será por eso que pertenece al género fantástico, la pesadilla. Sonríe entre babas Gulliver, ante estas evidencias, mas... los gritos cada vez más cerca, la cabeza pesa como una cordillera y, encima, sonríe el niño grande. 





jueves, 13 de junio de 2013

Marta La Hippie (2)

   Fue aquel un tiempo en el que nos lo pasamos de puta madre. No era impostada tanta vitalidad que mostraba la chica y ello hacía que el marino corriese siempre detrás de ella en su escapar hacia adelante, riéndose de lo triste. Tengo un recuerdo en el que me veo con ella en una escollera, mirando a lo lejos el mar. Debe de tratarse de un recuerdo falso pues no creo que saliésemos en ningún momento de la provincia de Segovia.




   Tenía Marta un hermano mayor. Y muy malo. De esos con movimientos lagartijeros, espamódicos, y risa de chacal. De meter miedo. Pero posee el Marinero esa cualidad no muy extendida entre el vulgo humano de caerle bien a tipos de semejante calaña. Justo debieron de coincidir aquellos días con uno de los periodos en los que no estaba el hermano en la cárcel. Y decidió adoptarnos.

   No, no, Luis. No fue así tan a la ligera. Se trataba más bien de que al hermano le encantaba tener a Marta cerca. Para cuidarla, para compartir su alegría contagiosa o por cualquier otro motivo de los que está plagada la Ley del Pirata.Y yo venía en el paquete. 



    Le entra sueño al Marino. Lleva unos días sin descansar, bregando contra los hechos por más que estos no se cansen de repetirle que la vida es irrefutable y que el tiempo da para lo que da. Así que, en un último alarde de mesura, con la postrera pizca de lucidez, decide posar el plumín en su escritorio y dejar para mejor ocasión la crónica de lo que con Marta vivió, para mejor contarlo. Y así se queda, dormido encima de la ultima hoja que ha emborronado.



miércoles, 12 de junio de 2013

Happy happy birthday!!


   Bueno, Luis, que ya sé que no eres dado a las algarabías propias de los días de  celebración. Pero ambos podremos soportar, en la intimidad que nos proporciona el barco de Gulliver, que te mande un abrazo fuerte por el hecho de que seguimos cumpliendo años, que no es cosa menor. 

   No nos vamos a andar en la bitácora extendiéndonos en temas que nos vienen grandes. Lo maravillosa que es la vida, lo cabrona que se pone a veces, los sueños, las ganas, la eternidad. 



-o-


   Había una vez, en uno de esos lejanos países que visita nuestro marino, una niña joven, una joven niña. Con ojos pendientes de todo, ojos de niña; con el cuerpo carnoso y fiero ya de mujer. Trabajaba en una vieja cantina que en todo nos recuerda a aquella que visitaba con asiduidad Long John Silver. La muchacha tenía trazas de gitana y, por dentro, la ley de los piratas. Una hermosa cicatriz le surcaba la mejilla izquierda. Se gastaba una mirada salvaje, que lo escudriñaba todo. Mas al marino no le engañaban esa desenvoltura alegre, ese desenfado, esa bravura, ese revuelo del aire cuando pasaba cerca. Se llamaba Marta y tenía una voz bronca que no le pegaba nada. Sería verano porque la chica vestía siempre camiseta de tirantes, de esas livianas, bajo la que se agitaban y hasta se estremecían unas tetas que estaban para comérselas.

   Tan grande era el prestigio que tenía la cantina en aquellos años que Marta iba allí hasta los días en que no trabajaba. Una tarde se sentó junto al marino y empezaron a hablar. Se despidió ese día con un beso rico y carnoso en los labios del chaval, que se quedó mucho rato allí, pensando en ella.

   ¿Dónde está el truco?, te preguntarás con gran razón. ¿Dónde el conflicto que ha de contener cualquier página que se precie en los diarios del Gulliver?

   Pues habrás de esperar paciente a que llegue un nuevo día, que para el de hoy , tan completo en amplias ideas, en cuestiones vitales y en temas cronológicos, ya tenemos el cupo de sentimientos sobrepasado, me parece a mí.



martes, 11 de junio de 2013

Bruno, un conejo blanco

   Lo de ser tan irresponsable no me viene de ahora, Luis. Ya desde la niñez tardía tengo episodios de absoluta irracionalidad que me llevan a cometer las acciones más absurdas e incongruentes. 

   A ello le achaco yo la manía que me entró por tener un conejo. Que ya ves tú.

   El hijo del herrero aquel, que se llama Santos Mansilla y que es pero que buen amigo, sabiendo de mis apetencias, se presentó un día en Segovia. Bien pudiera ser la ocasión en que Perico Delgado, ese hombre, ganó el Tour, pero a ello le dedicaremos uno o dos episodios en esta saga. El único motivo de su visita, o al menos el más reseñable, era hacer realidad mis sueños. Por el telefonillo me conminó a que bajase al coche y una vez allí, posó con mimo en mis brazos los que pasaría a ser Bruno, un conejo de apenas diez días y más blanco que mi corazón. Como tanta felicidad de sopetón nunca es buena, al cogerle yo entre mis manos y acercármele a la cara, por que se fuera acostumbrando a mis perfiles, comprobé, con gran disgusto, que tenía los ojos llameantemente rojos.

   -Joder, Santi, me lo has traído con mixomatosis.




   Ya me aclaró que vienen así de fábrica, los conejos blancos, al menos los conejos blancos albinos.  

   Como todo bicho viviente en tan temprana fase del desarrollo, el animal no parecía que fuese a entrañar en sí mismo ningún problema ni peligro para nuestra convivencia. Lo hacen así queriendo, los gnomos programadores que la Naturaleza, esa madre, tiene. Por asegurar la continuidad de las especies que, con tanto esmero, ha ido fabricando de tan a poquitos. Los ponen así como para comérselos y decirles tontadas. "Ay mi chiquirritín", en ese plan. Mas no tardó Bruno en mostrar sus habilidades. Una amplia gama. No era la menos celebrada el haberle cogido con ahínco el placer por morder las zapatillas del Maño, por ser, suponíamos, en aromas las más sustanciosas. Las dejaba de dos números menos en cuestión de segundos y bastante inservibles. Y, francamente, el sentido del humor del de Ariza tenía amplias lagunas. 

   Pero lo mismo que te digo una cosa, te digo la otra. Nos era, el roedor, de gran utilidad en las noches de farra. Con tan temprana edad era fácilmente transportable y nos lo llevábamos a los antros del placer que solíamos frecuentar. Me lo metía yo dentro de la camisa y asomaba, curioso, la cabecita por el escote; daba gusto verle. Otra manera más de que un gran tímido pueda iniciar una conversación. Cuando ya no nos podíamos aguantar las ganas de ir a bailar, bien porque pusiesen al Thorogood, bien por la cantidad del alcohol ingerido, me buscaba en un segundo, ¿como decirlo?, canguros cuidadoras para el animal. Siempre las elegía guapotas y con pinta de inofensivas. Se quedaban encantadas con el Brunito mientras nosotros, desaforados, le buscábamos el ritmo a la vida. Cuando regresábamos,  francamente sudorosos, las cuidadoras ya no sabían a quien cuidar y Bruno correteaba, solo y juguetón, por los sofás corridos del piso de arriba de la disco.



   Como nos pasa a todos, y más últimamente, Bruno creció. Creció sin freno ni sentido del ridículo. Se transformó en un conejo-monstruo de cerca de 15 kilos. Seguía igual de cariñoso pero ya no podíamos salir con él a la calle. Nos miraba como preguntándonos el porqué de aquel alocado engrandecimiento. Yo tampoco sabía muy bien qué explicarle. Cuando no estábamos en casa, le teníamos que encerrar en la terraza porque su apetito era más que voraz. Jodido conejo bulímico. Una zapatillas del Maño le duraban medio asalto. Tenía especial predilección por los papeles importantes. Todas las sillas empezaron a cojear... Una cosa...

   Siempre me acompaña ese factor suerte que creo no merecer pero que me facilita grandemente mi estancia en este valle de lágrimas. Un compañero del trabajo tenía granja multianimal. Un poco de todo. Nos despedimos con mocos y pañuelo, Bruno asomado a la ventana de atrás del coche, como en el anuncio. "Él no lo hubiera hecho". Joder, a veces, la vida.

   Supongo que por tranquilizarme, el granjero me iba dando novedades, cada poco, de su periodo de aclimatación. Al ser tan grande y estar, ¿cómo decirlo?, intacto, parece ser que desempeñaba un papel fundamental como procreador de su raza, con suma satisfacción tanto por parte de sus nuevos dueños como del propio animal. Pero como mi compañero tenía muy agudizado el sentido del humor, nos invitó a comer un día, junto a la galleguilla pecosa. Adivina qué había de segundo.













lunes, 10 de junio de 2013

Mis camareras y yo




      La consideración de gran tímido tiene, como vamos a intentar demostrar aquí, una serie de virtudes. La más evidente es enternecer a las posibles suegras de que allí dentro, debajo de todos esos arreboles y titubeos, en el cogollo de la cebolla, palpita un alma. Otra, no tan palmaria, tiene lugar cuando por la misma acumulación de timidez se sobrepasa el umbral máximo, dándose en ese caso la conocida figura del "ya qué más da todo". Suele acaban con el gran tímido subido en la barra del bar y a punto de bajarse los calzoncillos. Se recomienda solo en ocasiones muy especiales. Y sin posibles suegras a la vista. 

   Una tercera ventaja del gran tímido es que está obsesionado en conocer a gente. Una vez conocidas las personas, dan menos pánico, siempre y cuando vengan en grupos de menos de tres. Si no, el pánico es similar.

  Una ventaja de vivir en Segovia es que es una ciudad que no se aleja significativamente de la media de bares por metro cuadrado de España. La ventaja de los bares de Segovia es que suelen tener camarera. Yo también lo haría, en el improbable caso de ser el amo de una de esas barracas-vertederos de amor. Un conocido empresario del sector llegó a hacerme la confidencia de que él no hacía trabajo fino de recursos humanos. Lo que él hacía era casting. 

   Una de las ventajas de todo lo anterior, para el gran tímido, es  que puedes hablar con personas sin que medien presentaciones. Y lo que al principio era un frío y aséptico "ponme una caña, por favor, maja", al cabo de los días y sobre todo de las noches podría llegar a convertirse en el comienzo de una amistad. 

   Sí, Luis, salí con tres camareras en Segovia. Tendrán sin duda su lugar y sus días en este vademécum del sexo, la repanocha y el frenesí, pero hoy solo quería apuntar el hecho. Como mera curiosidad. 


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Nota del procesador de textos

   En nuestra última entrega, me pareció que una canción le podía gustar a tu hijo Arturo. Entretenimiento puro y duro, ganas de compartir solamente. Saliste del despacho y me dijiste que se la habías mandado. Te ibas tú también a la provincia esa mañana y no nos veríamos hasta hoy, lunes. ¿Qué fueron, siete segundos? En ese brevísimo intervalo de tiempo, no sé qué ocurrió, ¿un destello en la mirada, un movimiento enérgico de manos? En cuanto vine a casa me puse otra vez la canción. Y la verdad es que le va perfecto. Con lo cual, queda demostrado que una sección como la muestra, de tan solo dos unidades, puede llegar a unos niveles de interactuación, de suma de potencialidades y, sobre todo, de valor añadido, de la madre que lo parió.  Que viva la SATA, Luis.






jueves, 6 de junio de 2013

Tendría que reconocer que no tengo razón - Paseos por El Parral

   Yo cito mis fuentes, oiga usted. Y este título de hoy no me pertenece sino que es cantado en algún lugar por el grupo Lori Meyers. Al César lo que es del César. Y encima, reconozco que, cuando las estaba escribiendo, he pensado que esas palabras me iban a venir de perillas. 

   Pero una vez aquí puestas no sé muy bien qué hacer con ellas. 



   Hay días aquí en la bitácora en que todo se resume a un título. Con trampa, perezoso, zopenco las más de la veces. ¿El de hoy es enigmático o se trata de una declaración de principios? Muchos de los títulos que aparecen por aquí, muchas de las canciones que te he puesto no son otra cosa que declaraciones de principios. Aunque es harto arriesgado proferir semejantes afirmaciones tan solemnes ya que es dado del ser humano el creer que su versión de los acontecimientos es la buena, que no pueden existir otras y así vienen luego los malentendidos y con ellos las pendencias. Sé que es imposible que ese sea tu caso, por lo que aquí, en este barco callejero, me puedo permitir semejantes devaneos.


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   Toca ahora la música, me lo ha chivado Cronos al oído. Un poco marica, el Cronos, pero de lo suyo entiende.

   Esta, además, creo que le puede gustar a Arturo. No sé por qué. Si tú también lo piensas, mándasela de mi parte. Pero sin decírselo, eh. Su título también es una declaración de principios. O quizá sólo de intenciones.





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   Segovia es muy de pasear. Tiene el tamaño y el pasado adecuados. Qué importante es haber tenido un par de reyes no del todo malos en tu historia. Una lotería.



   Bien sea intramuros o por las riberas de los dos ríos, Gulliver se da largas caminatas. Siempre él solo, por más que le decían que era arriesgado para la mente, ya que estos hábitos despertaban a los demonios, y estos son pérfidos y maldicientes, por definición. Y engatusan y enredan.

   Hoy toca caminar por los Paseos del Parral y de la Fuencisla, con parada obligatoria en la iglesia de la Vera Cruz. El joven marino lo observa todo. Absorbe el aire afrutado, los olores que salen de las ventanas, el tacto de los muros de las casas, el piar alborotado de los gorriones, las luces pestañeando entre los árboles. 

   Ha pasado un momento a saludar a su amigo Leopoldo Yoldi. Leopoldo es mago de los bosques pequeños. Tiene una vitalidad de primerizo y unas gafas pasadas de moda, por las que mira todo como que todo pueda ser mejor, a nada que nos lo propongamos. Pronto le vinieron a avisar de que si seguía con esa actitud no iba a alcanzar nunca las más altas cimas de la miseria en que ellos se emponzoñaban. Era ingeniero de montes en los tiempos en que un ingeniero de montes era otra cosa. Se llevaba unos disgustos de caballo. Por el marino sentía una estima especial, que era justamente correspondida. Se bebieron un vaso de vino en el jardín. A su mujer, que leía en una hamaca, sólo se le oía cómo se le escapaba algún bufido o directamente ya la carcajada. 

   -No estás pendiente de tus lecturas, bella dama.

   -Es que sois unos gamberros. 


   Después de la charla, el joven marinero prosigue su trayecto. Cuando ya está casi atardecido (es el momento preciso) entra en el templo rosacruz y allí reafirma su juramento. Ni a dios ni a patria ni a patrón. La libertad, solo, siempre. La libertad.  







miércoles, 5 de junio de 2013

El "Proud Mary"

   Nadie quiso acompañar al muchacho. Decían que si estaba loco. Que se dejase de memeces. Así que tuvo que hacerlo él solo.

   Esa noche le había venido a llamar la inspiración. Toc, toc, hizo a su puerta. Llevaba tiempo esperándola, casi desde que empezaron sus aventuras a rodar. Sabía que era un asunto en el que no valían las prisas. Ni los empeños.  




   -No os lo repito más- les advirtió. 

   -Gulliver. Estás pirao- se mofaban.


   Así que tuvo que ir él solo. 

   Al llegar se remangó y fue pintando una a una las letras con todo el mimo que reunió. Primero las silueteó con una lápiz de carpintero. De tanto en tanto se alejaba unos pasos hacia atrás, para comprobar el resultado y el efecto. "Las estrellas son testigos" declamó con una sonrisa. "Veniros al más acá", las invitó. Cuando terminó el último de los trazos posó el cubo con la pintura y se volvió a alejar. Se sentó en el suelo. Se prendió un cigarro y boqueó un humo espeso y satisfecho. Sacó del morral dos botellas de cerveza. Abrió una, limpió el gollete con el faldón de la camisa y dio un trago largo que notó cómo atravesaba su garganta. La otra botella la lanzó contra el barco y se hizo añicos . 

   -Querido compañero, viejo amigo. Hoy te bautizo.









martes, 4 de junio de 2013

Los amos de la barraca

   Daba ya por cerrado el capítulo dedicado a Elena en este Gulliver. Pero no paran de chaparrear recuerdos, vaya mayito hemos pasado, cómo de invierno empieza junio. Y además, tengo la sensación de que se merece el marino algo más de tiempo en su compañía.


 
   En aquella ciudad, en aquel entonces, era verdadera y enorme la pasión que se profesaba a lo del futbolín. Lo cuál le ofreció al muchacho la ocasión perfecta para festejar. Ni que se necesitasen motivos. Concedieron los hados que su princesa Elena fuese también una gran jugadora. Y para que la felicidad fuese inabarcable, formaban entre ambos muy buen equipo. Elena jugaba atrás y era segura y cañera. Lo paraba todo. Le arreaba fuerte y seco. Sonaba a truenos y el marino aullaba. Combinaba bien poco aquello con el tweed de la chica y su melenita rubia de no haber roto un plato, pero ello no era sino otro as en la manga con que alcanzar la más aplastante de las victorias. 

   Se formaban auténticas colas para poder jugar con ellos. El amo de la barraca estaba encantado de tanto vender cervezas. Pero no se daba cuenta de que los amos de la barraca eran ellos. 

   Qué bestias, oye. El chaval, cuando procedía, se dedicaba a hacer fantasías, virguerías y filigranas con las que enfurecer al prójimo. Efectitos, delantera-media-delantera... Algunas veces, cuando los otros se empeñaban, jugaban a dinero, pero no eran de su agrado esas lides con otro premio que no fuese el poder berrear alto. Cuando los rivales procedían de Madrid, querían imponer sus normas. Que si no sé qué, que si no sé cuál. La princesa, entonces, dictaba ley: "Aquí vale todo menos meter la mano".





lunes, 3 de junio de 2013

Elena

   El grupo de ex futuros informáticos duro poco. Fue intensa pero breve, la relación. Llegaron las vacaciones, se fueron yendo todos y yo me quedé con Elena. 

   Al único que seguí viendo, y eso de ciento en viento, fue a Félix (creo que así se llamaba el carcelero, pero no me hagas mucho caso). Eso sí, cuando nos encontrábamos por Segovia nos poníamos muy contentos y, rápido, nos liábamos a festejar y la echábamos larga. Un par de veces me tocó ir a la prisión, en no demasiada buena forma, a  ver si podía con algún problema de tipo mediano en sus equipos informáticos. Daba canguelo tanto abrirse y sobre todo cerrarse puertas con estruendo y tremendos cerrojos.



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   Llegó el verano y allí que nos quedamos Elena y yo. Y poco a poco... con el calor... Fue una relación atípica, fácil de llevar, sin lo tremendo de las emociones subidas de tono. Más que amarnos apasionadamente se podría decir que nos teníamos un cariño de la hostia. Nos queríamos sin muchas alharacas. Elena tenía un crío de cinco años al que nunca llegué a conocer. El padre estaba en Madrid. Lo habían dejado al poco de nacer el chaval pero, casi cada fin de semana, Elena y el hijo se iban a ver al padre. A mí qué me iba a importar. Me daba un poco de pena por ella pero es que en su casa no le dejaban separarse. Sus padres. Un poco de surrealismo segoviano. O de sub-realismo, mejor.  Sub-segoviano.

   Me ha apetecido acercarme al baúl de los recuerdos, donde voy almacenando los que me van cayendo; lo tengo petao, el baúl, últimamente. He encontrado una foto suya. Me ha hecho revivirla con mayor nitidez y cariño. Dientes blancos de colegio de pago. Como decía la canción, "con el pelo rubio, y los dientes rubios..." Siempre vestía de tweed. No sé muy bien qué es eso pero parece definir con bastante exactitud su manera de vestir. Como con americana y jerseys de cuello cisne, de color pistacho tostado. Eso durante el curso. Con el calor se empezó a poner unas minifalditas negras (muy tweed también) que, con sinceridad, le quedaban estupendamente. En la foto me mira, riéndose, en un bar, como diciendo: "¿Pero qué me estás contando?".

   Se pintaba la raya del ojo de un azul que casaba a la perfección con sus pupilas. No era muy frecuente verlo, entonces. Pero yo ya tenía experiencia y no me sobresalté.

   Cuando nos empiltrábamos, lo que más hacíamos era hablar. Luego, al rato, cuando llegaba el silencio, ya fuese por ganas o por cómo son los instintos, nos empezábamos a acariciar. Siempre con esa sonrisa, zalamera, Elena me iba arrastrando hacia sí. Con suma suavidad. Dirigía el dueto, por así decirlo, y yo le dejaba hacer y también me reía. Recuerdo como le empezaban a chispear los ojos y empezaba a chispear yo entero. Cuando ya me tenía muy, muy cerca, se olvidaba de los miramientos y se ponía hecha una bestia. Ya no se reía sino que se descojonaba. Y a mí también aquello me hacía un montón de gracia.

    Llegaba un momento, ya no muy lejano el final, en que se olvidaba de mí, completamente. A mí me encantaba observarlo. Era como que quisiese subir a su cielo, disfrutar de aquello todo para ella. Como pensando: "Me lo tengo bien ganado".