Marisol, la galleguilla, nos adoptó muy bien. Nos presentaba a sus amigos, nos invitaba a merendar. Y sobre todo, nos hizo un descubrimiento asombroso, que nos dio pero que mucho de sí.
Solíamos salir juntos a pasear a Azor, su perro loco y cariñoso. Íbamos a Valsain, a Riofrío, el del palacio rosa, donde el animal se ponía enfermo al pasar junto a los gamos domesticados que se acercaban al coche para cogernos de la mano el pan que con tal fin llevábamos. Algún cafre hijo de puta se dedicó a envenenarlos. Que hay que ser cafre pero sobre todo hijo de puta. Así que prohibieron darles comida pero ellos se acercaban igual, solo que para saludar. Íbamos a Pedraza en invierno, por las tardes cortas y sin velas, íbamos al pantano de Revenga, íbamos a cualquier parte. Pero cuando había tiempo largo, los fines de semana, nos solíamos acercar hasta la ladera de la Mujer Muerta. Nos metíamos con el coche por un paso asustavacas y le dejábamos en cualquier pradera, antes de la primera valla. El campo de la provincia de Segovia está parcelado por unas vallas que lo único que pretenden es guardar el ganado. No hay problema en abrir los portones, de maderas o metálicos, si luego los vuelves a cerrar. Al menos, a nosotros nunca nadie nos dijo nada. Pero nosotros el coche le dejábamos no muy lejos de la carretera. Por ir llegando a pie. Cargábamos la comida y poco más. Cuando las praderas se acababan enfilábamos por una sendita que subía la ladera. A la media hora de camino, siguiendo el fluir de un arroyo limpio como mi corazón, llegábamos a nuestro destino. Era una zona de casi nula inclinación, debido a lo cual el riachuelo había hecho un meandro, amansándose hasta engordar en una poza. Era una poza pequeña, no llegaba al metro de profundidad, pero Marisol y su gente, que llevaban yendo tiempo, la habían represado y convertido, por lo tanto, en una piscina natural, no mucho más que una bañera pero de casa rica, bañera grande o piscinita, que tanto da si era suficiente para que no dejásemos de pegar alaridos cuando intentábamos entrar de a poquitos. Y es que el agua estaba fría que te cagas. Así que al final optábamos por el tiro en la sien, que era lo que suponía irse hasta las piedras y pegar el brinco. Qué bueno, Luis. Qué rabia no poder hacerlo ahora.
Se tenían organizado aquello de una manera, cómo decirlo, no invasiva. Comíamos sentados y a la mesa, en unos piedrotes que seguro que bajaron rodando de la cima; había zona de siesta y una fuentecita que nacía allí mismo. Yo, entonces, casi no me echaba siesta, así que cuando todos iban cayendo, no sé porque, me daba por desnudarme y subir montaña arriba, hasta la cima. Tambien allí me pegaba buenos gritos. Me gustaba cruzarme con decenas de lagartos que me miraban curiosos. Nos sosteníamos el gesto casi como en un duelo. Eran grandes como ratas grandes pero muy reptiles. Esa manera de funcionar. Llegaba un momento en que, casi con desprecio, se daban la vuelta y se perdían entre la maleza. De repente, te cambiaba el suelo. Se veía la línea dibujada a este y oeste. Dejaba el verde de existir. Primero era como zahorra, pero, a poco que fueses subiendo, las piedras iban aumentando de diámetro, de entidad, hasta tener que vigilar las pisadas, saltar de piedra en piedra y parar, como en una escollera.
(continuará)
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