lunes, 3 de junio de 2013

Elena

   El grupo de ex futuros informáticos duro poco. Fue intensa pero breve, la relación. Llegaron las vacaciones, se fueron yendo todos y yo me quedé con Elena. 

   Al único que seguí viendo, y eso de ciento en viento, fue a Félix (creo que así se llamaba el carcelero, pero no me hagas mucho caso). Eso sí, cuando nos encontrábamos por Segovia nos poníamos muy contentos y, rápido, nos liábamos a festejar y la echábamos larga. Un par de veces me tocó ir a la prisión, en no demasiada buena forma, a  ver si podía con algún problema de tipo mediano en sus equipos informáticos. Daba canguelo tanto abrirse y sobre todo cerrarse puertas con estruendo y tremendos cerrojos.



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   Llegó el verano y allí que nos quedamos Elena y yo. Y poco a poco... con el calor... Fue una relación atípica, fácil de llevar, sin lo tremendo de las emociones subidas de tono. Más que amarnos apasionadamente se podría decir que nos teníamos un cariño de la hostia. Nos queríamos sin muchas alharacas. Elena tenía un crío de cinco años al que nunca llegué a conocer. El padre estaba en Madrid. Lo habían dejado al poco de nacer el chaval pero, casi cada fin de semana, Elena y el hijo se iban a ver al padre. A mí qué me iba a importar. Me daba un poco de pena por ella pero es que en su casa no le dejaban separarse. Sus padres. Un poco de surrealismo segoviano. O de sub-realismo, mejor.  Sub-segoviano.

   Me ha apetecido acercarme al baúl de los recuerdos, donde voy almacenando los que me van cayendo; lo tengo petao, el baúl, últimamente. He encontrado una foto suya. Me ha hecho revivirla con mayor nitidez y cariño. Dientes blancos de colegio de pago. Como decía la canción, "con el pelo rubio, y los dientes rubios..." Siempre vestía de tweed. No sé muy bien qué es eso pero parece definir con bastante exactitud su manera de vestir. Como con americana y jerseys de cuello cisne, de color pistacho tostado. Eso durante el curso. Con el calor se empezó a poner unas minifalditas negras (muy tweed también) que, con sinceridad, le quedaban estupendamente. En la foto me mira, riéndose, en un bar, como diciendo: "¿Pero qué me estás contando?".

   Se pintaba la raya del ojo de un azul que casaba a la perfección con sus pupilas. No era muy frecuente verlo, entonces. Pero yo ya tenía experiencia y no me sobresalté.

   Cuando nos empiltrábamos, lo que más hacíamos era hablar. Luego, al rato, cuando llegaba el silencio, ya fuese por ganas o por cómo son los instintos, nos empezábamos a acariciar. Siempre con esa sonrisa, zalamera, Elena me iba arrastrando hacia sí. Con suma suavidad. Dirigía el dueto, por así decirlo, y yo le dejaba hacer y también me reía. Recuerdo como le empezaban a chispear los ojos y empezaba a chispear yo entero. Cuando ya me tenía muy, muy cerca, se olvidaba de los miramientos y se ponía hecha una bestia. Ya no se reía sino que se descojonaba. Y a mí también aquello me hacía un montón de gracia.

    Llegaba un momento, ya no muy lejano el final, en que se olvidaba de mí, completamente. A mí me encantaba observarlo. Era como que quisiese subir a su cielo, disfrutar de aquello todo para ella. Como pensando: "Me lo tengo bien ganado".



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