A ello le achaco yo la manía que me entró por tener un conejo. Que ya ves tú.
El hijo del herrero aquel, que se llama Santos Mansilla y que es pero que buen amigo, sabiendo de mis apetencias, se presentó un día en Segovia. Bien pudiera ser la ocasión en que Perico Delgado, ese hombre, ganó el Tour, pero a ello le dedicaremos uno o dos episodios en esta saga. El único motivo de su visita, o al menos el más reseñable, era hacer realidad mis sueños. Por el telefonillo me conminó a que bajase al coche y una vez allí, posó con mimo en mis brazos los que pasaría a ser Bruno, un conejo de apenas diez días y más blanco que mi corazón. Como tanta felicidad de sopetón nunca es buena, al cogerle yo entre mis manos y acercármele a la cara, por que se fuera acostumbrando a mis perfiles, comprobé, con gran disgusto, que tenía los ojos llameantemente rojos.
-Joder, Santi, me lo has traído con mixomatosis.
Ya me aclaró que vienen así de fábrica, los conejos blancos, al menos los conejos blancos albinos.
Como todo bicho viviente en tan temprana fase del desarrollo, el animal no parecía que fuese a entrañar en sí mismo ningún problema ni peligro para nuestra convivencia. Lo hacen así queriendo, los gnomos programadores que la Naturaleza, esa madre, tiene. Por asegurar la continuidad de las especies que, con tanto esmero, ha ido fabricando de tan a poquitos. Los ponen así como para comérselos y decirles tontadas. "Ay mi chiquirritín", en ese plan. Mas no tardó Bruno en mostrar sus habilidades. Una amplia gama. No era la menos celebrada el haberle cogido con ahínco el placer por morder las zapatillas del Maño, por ser, suponíamos, en aromas las más sustanciosas. Las dejaba de dos números menos en cuestión de segundos y bastante inservibles. Y, francamente, el sentido del humor del de Ariza tenía amplias lagunas.
Pero lo mismo que te digo una cosa, te digo la otra. Nos era, el roedor, de gran utilidad en las noches de farra. Con tan temprana edad era fácilmente transportable y nos lo llevábamos a los antros del placer que solíamos frecuentar. Me lo metía yo dentro de la camisa y asomaba, curioso, la cabecita por el escote; daba gusto verle. Otra manera más de que un gran tímido pueda iniciar una conversación. Cuando ya no nos podíamos aguantar las ganas de ir a bailar, bien porque pusiesen al Thorogood, bien por la cantidad del alcohol ingerido, me buscaba en un segundo, ¿como decirlo?, canguros cuidadoras para el animal. Siempre las elegía guapotas y con pinta de inofensivas. Se quedaban encantadas con el Brunito mientras nosotros, desaforados, le buscábamos el ritmo a la vida. Cuando regresábamos, francamente sudorosos, las cuidadoras ya no sabían a quien cuidar y Bruno correteaba, solo y juguetón, por los sofás corridos del piso de arriba de la disco.
Como nos pasa a todos, y más últimamente, Bruno creció. Creció sin freno ni sentido del ridículo. Se transformó en un conejo-monstruo de cerca de 15 kilos. Seguía igual de cariñoso pero ya no podíamos salir con él a la calle. Nos miraba como preguntándonos el porqué de aquel alocado engrandecimiento. Yo tampoco sabía muy bien qué explicarle. Cuando no estábamos en casa, le teníamos que encerrar en la terraza porque su apetito era más que voraz. Jodido conejo bulímico. Una zapatillas del Maño le duraban medio asalto. Tenía especial predilección por los papeles importantes. Todas las sillas empezaron a cojear... Una cosa...
Siempre me acompaña ese factor suerte que creo no merecer pero que me facilita grandemente mi estancia en este valle de lágrimas. Un compañero del trabajo tenía granja multianimal. Un poco de todo. Nos despedimos con mocos y pañuelo, Bruno asomado a la ventana de atrás del coche, como en el anuncio. "Él no lo hubiera hecho". Joder, a veces, la vida.
Supongo que por tranquilizarme, el granjero me iba dando novedades, cada poco, de su periodo de aclimatación. Al ser tan grande y estar, ¿cómo decirlo?, intacto, parece ser que desempeñaba un papel fundamental como procreador de su raza, con suma satisfacción tanto por parte de sus nuevos dueños como del propio animal. Pero como mi compañero tenía muy agudizado el sentido del humor, nos invitó a comer un día, junto a la galleguilla pecosa. Adivina qué había de segundo.
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