En aquella ciudad, en aquel entonces, era verdadera y enorme la pasión que se profesaba a lo del futbolín. Lo cuál le ofreció al muchacho la ocasión perfecta para festejar. Ni que se necesitasen motivos. Concedieron los hados que su princesa Elena fuese también una gran jugadora. Y para que la felicidad fuese inabarcable, formaban entre ambos muy buen equipo. Elena jugaba atrás y era segura y cañera. Lo paraba todo. Le arreaba fuerte y seco. Sonaba a truenos y el marino aullaba. Combinaba bien poco aquello con el tweed de la chica y su melenita rubia de no haber roto un plato, pero ello no era sino otro as en la manga con que alcanzar la más aplastante de las victorias.
Se formaban auténticas colas para poder jugar con ellos. El amo de la barraca estaba encantado de tanto vender cervezas. Pero no se daba cuenta de que los amos de la barraca eran ellos.
Qué bestias, oye. El chaval, cuando procedía, se dedicaba a hacer fantasías, virguerías y filigranas con las que enfurecer al prójimo. Efectitos, delantera-media-delantera... Algunas veces, cuando los otros se empeñaban, jugaban a dinero, pero no eran de su agrado esas lides con otro premio que no fuese el poder berrear alto. Cuando los rivales procedían de Madrid, querían imponer sus normas. Que si no sé qué, que si no sé cuál. La princesa, entonces, dictaba ley: "Aquí vale todo menos meter la mano".
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