Dejamos ayer al Marino despojado de ropajes y entrando en el canchal que marcaba el fin de lo verde. ¿Se nos habrá resfriado? No han sido los bandoleros que en esa sierra tiene que haber los que le han forzado a tal desnudez, ni un exhibicionismo de salón. Tampoco nos pensemos que el niño Gulliver cree en religiones claras u obscuras, las batallas en las que ha participado le terminaron de convencer (sí, Luis, ni a dios, ni a patria ni a patrón). Lo hace, quizá, por no desentonar entre las piedras blancas, para evitar asustar a la corza que está de cría, qué sé yo. Conjetura tú, a mi no se me vienen más razones. Solo una vez se cruzó con otros seres humanos. Y tuvo que ser, claro, con unas alegres montañeras de la catequesis de no sé donde, acompañadas por el párroco o al menos el coajutor. Contra lo que pudiera pensarse, le saludaron con naturalidad, comentaron de lo bonito que era aquello y cada cual siguió sin más su camino.
Habrás notado que el paisaje en el que está ubicado nuestro blogger hoy es poco menos que perfecto. Gulliver y la reina, dormida. El muchacho vela por que no la despierten, el cielo eterno, el mundo allá abajo, también dormido. El marino, claro, llega hasta los labios de la muchacha grande, la muchacha de piedra, le pone un beso suave, se lo posa con extremado mimo. A la niña montaña algo le dice que más le vale estar alegre, ese día. Bien lo sabe la niña montaña.
Cuando vuelve al campamento, se está jugando a las cartas. Antes de acercarse, antes siquiera de saludar, Gulliver se zambulle en la poza, en el agua fría.
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