En la más completa oscuridad, la princesa gitana llora. A Gulliver le da un respingo de partirle el corazón y se levanta de la cama para encender la luz y que la luz lo ilumine todo. Para mejor enterarse. Pero antes de llegar a hacerlo, Marta le grita que no, se lo pide por favor, se lo suplica entre sollozos que rompen en alma. El marino regresa al lecho y busca a tientas a su amada. La encuentra hecha un ovillo prieto y tembloroso. La abraza. Duda si indagar en los motivos de tan extraña manera de proceder pero prefiere no hacerlo en ese momento. Al rato nota como el cuerpo de la chica se va calmando, que su respiración se hace cada vez más leve, más acompasada. Al final ambos se duermen.
A la mañana siguiente me desperté y de Marta no quedaba por allí ni la sonrisa. Y era una fase de mi desarrollo en la que me sumía con una facilidad pasmosa en las sombras de la existencia. Así que, hasta que abrieron la cantina, pase unas horas en la más profunda de las congojas. Por todo lo cual fue bastante grande mi sorpresa cuando, una vez en el local, vi a la chica hippie, a la niña pirata, desambular por entre las mesas con la soltura habitual. Sorpresa que, si ello fuera posible, se hizo mayor cuando, al verme, se apresuro a echárseme en el cuello y propinarme un jugoso beso. Tengo bastante cara de idiota, lo que me permite no empeorar demasiado en esas circunstancias, pero eso es algo que a mis veinticinco añitos desconocía.
Y así fue siempre con Marta, solo que peor, ya que la secuencia se repetía una y otra vez, con los más variopintos preliminares pero con similares resultados, y en ningún momento se dejó la princesa interrogar por los motivos de (desde mi quizá sesgado punto de vista) tan extraño proceder.
Los preliminares, como he dado en llamarles con rubor de colegiala, eran casi todos de exterior. Sí, era verano y Marta libraba de currar más bien poco, así que aprovechábamos las horas de las mañanas para irnos de aquí para allá, en una carrera sin obstáculos ni meta clara. ¿A dónde querría llevarme?, ¿a dónde querría llegar? Yo, porque la quería pero también por curiosidad, trotaba a su lado como un potro joven y descerebrado, con los nervios hechos fosfatina. Se podía permitir cualquier desvergüenza, en cualquier lugar, pero llegados al quiz de la cuestión le venía la llorera o el dolor o la rabia, y yo aquello no sabía manejarlo. Intenté su treta, intenté ser más loco aún, qué no intenté. No sé por qué sería pero no tardamos mucho en dejar de vernos. Sospechaba entonces que aquella zona ignota de su alma, aquel país para mí sin descubrir, fue su buen pedazo en el pastel en que aquello se convirtió. No me acuerdo si tuvimos escena final. Sí que recuerdo algun momento, alguna frase. Mis "no pasa nada" que no se creía por más que más sinceros no podían ser.
Se me quedó el cuerpo como extrañado. Pero iba la vida muy loca y no daba tiempo para pendejadas.
Luis, ya te has imaginado, pedazo de cabrón, que ahí no acabó la historia. Había pasado tiempo, quizás dos años. Un día me la encontré en la barra de un bar, como en las canciones. Estaba más señora en el vestir, más sensata en las maneras. El corte del pelo, esas cosas. Pero pronto empezó a besarme y a abrazarme como lo había hecho siempre. Nos tomamos unas cañas, muchas. Me llevó a su casa y lo intentamos por enésima vez.
(No queda muy bien el término "enésima" en esto si lo que pretendes, Gulliver, es hacer pseudoliteratura pseudoporno. A ver si te aclaras, majo).
Idéntico resultado. Pero entonces, aquel día, ya me enfadé y es lo que nos pasa a los que no nos enfadamos mucho, que cuando nos enfadamos... Así que no le quedó otra a Marta que, allí, en pelotas, a mi lado, contarme de qué iba todo aquello. La verdad es no me enteré de gran cosa. No sé qué cojones me contó de que había ido a un colegio de monjas, de que vete a saber qué le habían contado, que no era asco, ni repugnacia, era algo mucho peor lo que sentía cuando notaba que la iban a penetrar. "No pienses en términos de penetrar", me aventuré a aconsejarla, pero ni gracia le hizo. Me dijo que era mucho peor aún porque a todo aquel amasijo que le estrangulaba la respiración se unía las tremendas ganas que tenía de hacerlo. Todo esto que así he contado va entreverado de llantinas, ataques de nervios y terribles silencios de ciegas miradas. Más por cariño que por afán científico, la convencí para intentarlo una vez más. Pero sí, Luis, con idéntico resultado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario