Cuando regresa de su largo viaje hasta la nada, Gulliver tiene hambre. Ganas de dulce. Siempre le pasa. Un par de alberchigos secos (u orejones) le quitan el ranchillo. Tiene que terminar esa misma noche la redacción de las aventuras que compartió con la princesa pirata, la gitana de la cara preciosa y rasgada. Marino, anda, ponte a escribir.
Muchos de los recuerdos que de aquellos días tengo vienen acompañados por un ruido de fondo de piscinas de algún pueblo cercano a Segovia. Sería verano. Cuando no estábamos en el agua, nos resguardábamos del sol debajo de unos toldos que había cerca de la entrada, junto al bar. Al modo chill out. Allí se enseñoreaba con sus amigos el hermanito. La verdad es que a nosotros nos trataba de cine y nos mantenía alejados de las frecuentes trifulcas que se producían. En esos casos, tenía que sujetar yo fuerte a Marta, por ser mujer de sangre caliente y tener en alta estima el concepto de la familia. No solían llegar a mayores, o no solían llegar a muy mayores los altercados, que parecían iluminar a aquella panda de tarados. Siempre volvían de mejor humor. Y yo, con franqueza, era un inconsciente.
Pero se trata en estas páginas de hablar del placer carnal, te lo tengo prometido. Donde, además, está en esta ocasión el intringulis del asunto. Sí, Luis, el conflicto.
Marta era sumamente cariñosa. Al ser espontánea no había ocasión mala para, por poner un ejemplo, mosdisquearme el lobulillo de la oreja y juguetear con la puntita de su lengua con un pendiente que llevaba (y aún llevo) allí clavado a meros efectos decorativos. Es lo que tiene el amor, que encuentra los vericuetos más divertidos para alegrarle a uno la vida. También gustaba la muchacha de agarrarme una mano y metérmela por debajo de su camiseta hasta alcanzarle yo los pezones que, quizá con demasiada premura, le había confesado que me encantaban. Cualquier ocasión le valía y aquello me ponía a mí a mil quinientos.
Pero las prisas no son buenas, Luis. Nunca. Así que cuando a la carrera llegábamos a mi cama de entonces y andábamos alborotados de caricias y suspiros pero también de resuellos, era cuando Marta me pedía que apagase la luz. Soy de natural impúdico pero también bastante razonable. A veces excesivamente razonable. Y tengo ese punto de cobardía que me hace no ver problemas incluso donde les hay. Así que apagaba la luz. Y, ante su súplica, la volvía a apagar. Y ya a la tercera vez que apagaba las luces sin haberlas encendido en ningún momento, me dije que algo allí no iba bien. Mas ya sabes cómo es el deseo de cegador, así que pospuse mis sospechas para ocasión más propicia y que mejor viniese, y me dispuse a seguir el primitivo ritual, por así llamarlo. Y era justo, justo en ese momento que, en mitad de una oscuridad de tercer nivel, oía a Marta sollozar.
Y claro, me pegaba el gran susto, el susto de la puta madre.
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