jueves, 25 de abril de 2013

Chupitos de sumo

   Lo pasemos bien esos días, que diría el otro. Como siempre que voy a esa tierra celta. Ya sabes que habeilas hailas y que parece que me llevo bien con ellas.  Pero, fíjate, no creo que se inmiscuyesen en los ratos que recuerdo como los mejores de aquella excursión. 

   Cuando volvíamos a casa después de cenar y mi padre se acostaba, salíamos Charo y yo a la terraza de la casa, la que daba al bosque con el mar al fondo, la que lindaba con el cementerio y la capilla del cementerio. Y seguíamos con las rondas de chupitos de orujo con que habíamos dado fin a la cena. A tal efecto, nos habíamos provisto en alguna de las playas paseadas de dos conchas de aspecto especialmente redondeado. Las llamaban conchas de mar de cerca. Y allí que nos íbamos bebiendo el orujo a poquitos, brindando cada vez. Siempre terminábamos bailando muñeiras y abrazados. Una de las noches, estando yo en calzoncillos, me los remangué lo mejor que pude y le interpreté a mi amor un perfecto ritual de sumo. Lo que me ha dado pie a poner en este gulliver ese título tan horrible como ruborizante.

   Y poco más queda de contar de la querida Galicia. El viaje de vuelta fue tranquilo. Paramos en Astorga a visitar la Catedral y el Palacio Espiscopal, donde Gaudí lo flipó como nunca. Y como llegamos a Burgos al atardecer, nos fuimos los tres a cenar a la peña de San Pedro y San Felices y mi padre se pidió una tortillita de espárragos, de seis huevos.




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