Al poco de adquirir mi primer vehículo y con el objeto de festejar dicha compra y de ir yo soltándome al volante, organizamos una excursión a los lagos de Sanabria. Nos acompañaría, en esa ocasión, un pareja bastante peculiar. Baste de muestra el tiempo que tardaron en decidirse a aceptarnos como dignos acompañantes, basándose en vete tú a saber que conjeturas científicas que hacían improbable que se diese algún tipo de problemática entre todos nosotros. Se trataba de Carlos Costa y su pareja de siempre, Gema. Ella era mucho mayor que los demás. Creo que era profesora y como que le pegaba muy bien a Carlos. Conjuntaban. Él era alto y fornido y hablaba siempre en serio. No fuese a pensarse por ello que adoleciese de sentido del humor. Más bien muy al contrario. Era pintor. En aquella época, y según bajo mi estrecho punto de vista, era bastante malo aunque a veces, sin explicarte el porqué, le salía una obra de categoría. Iba viviendo como podía con su arte. A Sanabria llegamos sin percances reseñables, a la hora de comer. Íbamos a quedarnos en el camping que hay a pie de lago, un pinar enorme donde cabían 700 tiendas de campaña. Pero antes comimos en Puebla de Sanabria, un pueblote en cuesta, oscuro de humedad, que termina en una iglesia románica y un castillo del siglo XV, con unas vistas acojonantes sobre el valle de Tera. Tanto la comida como las edificaciones eran recias. Pero fue más tarde, cuando hubimos plantado las tiendas y nos acercásemos en un paseo al lago, cuando lo sentí.
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