martes, 3 de diciembre de 2013

T


   Cuando ya llevas un tiempo en esta ciudad, si vas con prisas atravesar la Calle Real, subiéndola o bajándola, puede llegar a exasperarte. Parece que los segovianos no hagan otra cosa en su puta vida que pasear (calle arriba, calle abajo) por dicho lugar. Así que cada dos pasos te tienes que parar a saludar a conocidos. A veces, las menos, esos encuentros se convierten en bocacalles por las que girar y cambiar con ello el destino del destino.

   No puede ser de otra manera si te encuentras con T, huerfanito por ambos ramales de la genealogía desde que era un crío. Todos se asombran en la ciudad de lo bien que, no se sabe cómo, ha ido dibujando su autobiografía día a día. Ahora es segurata de mi empresa. Le queda el uniforme como a un adefesio pero ninguna de mis compañeras se queda sin su retrechería cada mañana. Es alto y narigudo, con gafas de cristal grande, y cuando se ríe, lo que hace con excesiva frecuencia, la cabeza se le baja hasta tocar casi el pecho y allí rebota y vuelta a empezar. Se parece entonces a los buitres pelmazos del Libro de la selva (versión Disney). 

   Tiene bastante vicio, T. Y alguna vez le acompañamos Jimmy y servidora a hacer la ronda y en el aparcamiento que hay en la parte trasera del edificio nos fumamos un porrete sin mucho disimulo. Supongo que todo el mundo lo sabe. 

   La tarde aquella en la que nos le encontramos en la Calle Real nos arrastró a su casa, donde ya le esperaban Juanjo (dueño de bar y traficante, pequeño pero bien formado y con una pose como de estar en la final mundial de culturismo todo el rato) y otro elemento del que apenas tengo recuerdo. Era grande, peludo y más mayor que nosotros. Sus facciones no me vienen. Por sus movimientos pensabas que no era conveniente hacerte enemigo suyo. Aunque ese día se comportó como todo un caballero. Yo creo que era el proveedor del camello (fractal de nivel superior). T venía de comprar más cervezas, que se les habían acabado. Y así nos pasamos desde las 4 de una tarde de un domingo tonto hasta las 6 de la mañana de un lunes laboral a todos los efectos, jugando a las cartas. Nos apostábamos mandanga y acabamos que no cabíamos dentro. Alternamos mus, chinchorro y póquer. Creímos conveniente parar cuando Jimmy, mi pareja de mus en ese momento, mientras se bebía un zumo de naranja, se empeñó en echar veinte duros al rey de uno de  nuestros contrincantes, pensando que estábamos en el póquer. Son señales que te manda la conciencia.

  

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