Tiene varios refugios preferidos, cuya localicación aquí callaremos por no ser perseguidos en los mapas. Aclararemos, eso sí, que desde uno, al atardecer, el acueducto parece una flauta andina, de esas llamadas de Pan, con muchos tubos. El otro es mezcla de cueva verde y hornacina. Ya ves, Altamira y altar. Además tiene truco porque es lugar perfecto para ver y no ser visto. Y el Marinero es fisgón y cotilla. Allí está como en una cámara de Gessel, de esas de las pelis de polis. Los niños son los más naturales. Le sorprende la cantidad de gente que va hablando sola, enfadada con el cielo. De tanto en tanto, Gulliver apunta con mala letra en una libreta resobada lo que luego aquí te contará. Un señor al que conoce de vista se afana, estirado, en ser visto. Otro negativo de lo contrario. Ser visto que quiere ser visto. Un par de angelicales criaturas revoloteran a sus pies. Mellizos de tres o cuatro años. En su afán de sentirse observado, el hombre no se fija en ellos nunca.
Al poco ve pasar a Boni, con esos andares tumbados de cuello bajo. Boni es un roquero tartaja. Le gustaría ser mucho peor de lo que es pero, por más que con ahínco se afaba, no le sale, no va con su carácter.
El Marino decide alcanzarle y tomarse con él unas cervezas. Y así es como, después de esos paréntesis, la vida continúa.
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