Empieza semana y empieza mes, que es el último del año. De otro año. Y nosotros con las maletas preparadas desde el viernes, para volver, para regresar. Domingo, tres de la mañana en aquel Burgos. Es una hora más que prudente para irnos yendo, Pepe y yo, pongamos que en su esmerado corsa. Rescato mi maleta de un bar distinto al bar en el que la dejé a primera hora de la tarde, a falta de mejores consignas. En este primer bar (que ya estaba cerrado) me redireccionaron con una primorosa tarjeta (que aún conservo) en la que nos deseaban buen viaje y nos indicaban dónde habían dejado la valija.
Hasta Aranda hay autovía. No, no te creas que está ahí desde hace tanto. Luego, cogemos la carretera de Cantalejo y Turégano. Al principio vamos cantando. Pero al poco, por las horas, dejamos oírse a otros y solo escuchamos. Pepe, si ve que me duermo y no le apetece, me pega un tosidón cerca de la oreja, o treta similar.
En Cantalejo son fiestas y el pueblo está tomado por una alborozada verbena. Espesa. Compacta. Intentamos pasar poco a poco, al ralentí. Pero allí todo el mundo empieza a ponerse nervioso y cada vez más. Y no es cuestión de bajar del coche a explicarse ya que alguno ya está dando manotazos en el capó y después en el techo, que retumba más y ya en los cristales. Gente curtida. De pueblo. Quizá sonase un corrido de fondo musical. Pepe mete la marcha atrás y empezamos despacio a retroceder. Luego, ya no tan despacio ya que nos persiguen y algunos se agachan a coger piedras del suelo. Gracias al cielo que no pillamos a nadie.
Estuvimos una hora larga palpando caminos en la oscuridad. Hasta las liebres se reían.
Llegamos y Pepe aprovecho a echarse una horita antes de ir a trabajar. Yo me tomé un par de cafés.
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