Como era de prever, trabajaba de camarera, en aquellos entonces. Pero no era una camarera al uso. Digamos que no era camarera a título principal. Te cuento.
Érase una vez en Segovia, que había un chiringuito de esos de temporada de verano, en un parque situado entre el Cementerio Municipal y los Bomberos. De ambos modos era conocido. Propiedad del ayuntamiento, lo sacaban a subasta cada dos o tres años. Y había dos hermanos que iban prorrogando la autorización una y otra vez. Se llamaban César y Luis. Los Mantecas. Les llamaban así porque así se apellidaban. Y ya, por el mero transcurso del tiempo, el chiringo adquirió un tercer nombre. Era mencionado, indistintamente, como el Chirringo del Cementerio, el de los Bomberos o el de los Mantecas.
Luis era amacarrado, pero con buenos modales y buen talle. Pena de gafas de mil quinientas dioptrías por metro cuadrado. También era diabético pero de verdad que tenía muy buen aspecto. Luego, se fue estropeando bastante. Pero con el que mantuvimos una estrecha relación fue con César. Era muy amigo de la novia de Pepe y Segovia, lo que se dice un pañuelo. Menudo, esmirriado. Con pinta de ratita y los ojos muy claros. Hay fenotipo. Gafas grandes para su cara y unas ansias culturales apenas satisfechas. Trabajaba de farmacéutico lo cual le venía de perlas para la actividad que más le satisfacía en este mundo. Sí, tanto Luis como él eran yonquis perdidos. Y aún así, se mantuvieron años conduciéndose por la vida con una dignidad ni disimulada ni tan siquiera forzada. No diré yo que lo llevasen bien pero casi. César no se cansaba de traernos vinilos con sus grupos amados; nosotros, que ya los habíamos escuchado hacía mil años le mirábamos como a nuestra abuela. Después, también nos daba consejos vivenciales. Y una vez, no sé a cuento de qué, nos llevó a su casa, a Lina -la novia de Pepe-, y a mí, y nos regaló un éxtasis y fresas. Actuaba como que aquello fuese muy especial. Y no digo yo que en la parte más oscura de su mente, no soñase en que nos lo hiciésemos los tres. Recuerdo viajes por la provincia. Siempre agarraba el volante por la parte superior, con las dos manos que ya tenían los nudillos hinchados, deformes. Íbamos mucho a las fuentes de La Granja.
Quedémonos por hoy amparados por el frescor y el sonido de su agua, que el marinero está cansado. Cómo se pierde la mano con la ociosidad, lo mismo para las letras que para las batallas que para el amor.
Y hablando de amor, he encontrado en el marasmo musical a una verdadera diosa. Y cómo canta, la jodida.
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