viernes, 26 de julio de 2013

Lucía, compañera de viaje

   Pero qué estupenda compañera de viaje que es Lucía. Se desvive por cuidarte y que vayas disfrutando, se inventa juegos y vidas. Es una desastre terremoto, eso sí. En el avión tiró la botella de agua dos veces, ambas abierta, tuve que ir a rescatarla de los baños, cuando comprobé que tardaba, y se le explotó un rotulador en su mochililla. El más perjudicado por este fatal desenlace del rotu que me he cansado yo de decirle que le pusiera la capucha, ha sido un pequeño peluche, del tamaño de una mano, pero al que no se puede meter en la lavadora ni tan siquiera pasar por el grifo, por ir impregnado de los olores de su mamá Charo. Menudo disgusto. Con todos los dedos negros de tinta y sin un triste pañuelo de papel, juraba y perjuraba que iba a dormir con el oso teñido, sí o sí.

   A veces me imagino que este invento gulliveriano no es otra cosa que la manera que tengo de que sepa cómo soy, cómo he sido, cuando, dentro de unos años y con tu permiso, le dé la llave de la puerta de esta casa nuestra. 

   ¿Qué pensará de su padre? 

   Siendo yo como todos coqueto y necesitado de autoestima, la imagen que intento dar del marino es por fuerza idealizada, bonitizada. Digo lo que me gusta decir y no me atrevo. Hago lo que me hubiera gustado hacer. Pero seguro que Lucía sabrá leer entre líneas, rellenar los huecos que oculto, traduccirlos al lenguaje madre y hacerse una idea bastante veraz de lo que su padre quiso ser, y, a través de ello, de lo que su padre fue, terminó siendo. Menos más que todo ello lo verá con los ojos magnánimos del cariño que me tiene. 

   Y aún así da vértigo.









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