jueves, 18 de julio de 2013

El chiringo transversal

   Ayer terminábamos llegando a donde no queríamos llegar y ahora  me doy cuenta de que no acabo de llegar a donde quiero, que no es otra cosa que hablarte de Cristina. ¿Qué tendrán las palabras que nos replican, nos ignoran y nos manejan? ¿Por qué no somos otra cosa que títeres prepotentes de nosotros mismos en sus manos? Y lo malo es que no alcanzo a comprender sus intenciones o sus reparos. Sus deseos.

   No me extraña que digan que ha llegado a la ciudad un loco flotando en una barca. La canción que hoy te presento me ha llegado de una fuente madre. Mi amigo Quique, al que aún no sé si he recuperado. Él me la dedicaba a mí, por algo será.




   El Chiringo de los Mantecas pasó a ser en aquellos veranos nuestro segundo hogar, si no el primero, habida cuenta de las horas que pasábamos allí. Al final, ambos hermanos fueron desapareciendo del paisaje. Luis estuvo una larga temporada ingresado en una clínica de desintoxicación que de poco le sirvió, huelga decirlo. Y César, ante el fallecimiento de su hermano, decidió cambiar de aires y se fue sin dejar señas. Cristina y Pitusa (asómbrate como yo, me acaba de venir el nombre de la chica aquella) pujaron por el establecimiento y lo mantuvieron muchos años. Cambió el color pero no el ambiente. Muchas tardes, al anochecer, les llevábamos de casa morcillas asadas o croquetas recién hechas, por que los perdidos que por allí merodeaban se fuesen a la cama con algo en el estómago. Aún recuerdo lo agradecidos que eran, los pobres infelices. El fin último de estos desvelos era que dejasen a las chicas en paz y a fe que lo conseguimos, ya que no sufrieron el más mínimo hurto ni otro altercado digno de mención. 

   Después yo me fui a Valladolid y fui abandonando el pasado, como suelo. Volví un par de veces o tres. Y allí seguían las chicas batallando los veranos. Me trataban como a un rey, pero yo era ya un rey de otro país. 
 

   Me acabo de dar cuenta. Aquel chiringuito veraniego es otro de mis grandes recuerdos transversales, tan difíciles de abarcar en estás humildes páginas. Caen los momentos como gotas en la niebla y mojan el papel. 

   · César  malhumorado porque se le llenaban las mesas de abuelos de viaje subvencionado. Se sentaban a merendar y pedían una botella grande de agua para todos. "Pero si te sobra sitio", le atacábamos. Y siempre contestaba medio en serio: "Que se joda, la tercera y última edad".

    · Las sobremesas de los viernes. Después de pasarme la semana invitando a copas a Pepe (y a sus amigos), tenía a bien convidarme a comer a un chino y llevarme luego en su corsa rojo a la Burgati. Éramos unos inconscientes suertudos ya que antes de meternos en viaje nos pasábamos por el chiringo y como entonces era moda, nos trajinábamos cerca de una botella de tequila a golpeaos. Se trataba aquello de llenar un vaso de chupito con media medida de tónica y media de la susodicha tequila (que nosotros pronunciábamos así, en femenino, a posta). Lleno el vaso se tapaba con la palma de la mano y se agarraba fuerte. Porque había que pegar un buen porrazo con él en la barra (si era de madera) o en una tabla de cortar embutidos que en todos los locales tenían preparada para tal fin. Una inabarcable marea de espuma tendía a escapársete entre los dedos por lo que había que proceder, raudo, a intentar beberse todo aquello. Tenía , como ves, su parte de circo ruso ya que bien pudiera ser que, en alguna momento del complicado proceso, le mojases la oreja al más bruto de la cuadrilla de bestias que bebían al lado. Mas como eran usos y costumbres muy arraigados, no solían llegar las sangres al río.


  ·  Una vez que regresé. Y que, como Cristina y yo vivíamos cerca, nos íbamos cada uno para su casa. Y que Cristina se alocaba de ganas de contarme cosas, quizá por que no hablase yo. Y que nos cayó tremendo chaparrón... Pero no, Luis, eso no toca ahora. Tendrás que esperar unos días. Sigamos el hilo que nos lleva.



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