lunes, 27 de mayo de 2013

¿Tú hablas japonés?




     Esta sí que es fractal, Luis. Empieza  a quedarse corto el acervo popular. Unas cosas llevan a otras, patatín, patatán. Ha sido zambullirse en esta vaina y me han  caído los recuerdos como en granizada. Y, claro, con esos mimbres y mi condición, va a terminar mi vida contada durando más que la vivida. Y tampoco es eso. Tendríamos que salir de una vez de mi despacho segoviano para que nos dé un poco el aire. Pero es que me da una pena. Abandonaría a su suerte a tantos conocidos dignos de alabanzas, de peroratas, de cuentos largos, de cotilleos...

   Se me está llenando esto de fractales, Luis, ¿qué hacemos?






   Del mar de camas pasé a pensión enmoquetada pero que también tenía su punto underground. El dueño nos regalaba una de cada tres duchas y también, claro, hay anécdota.

  Utilizo en la anterior frase el verbo en plural ya que Javier Isern (ya te he hablado de él, el cataluño-salmantino con ojeras) había tenido más pericia o más suerte que servidora a la hora de elegir descanso para su primera noche. Llevaba unos días y me invitó al cambio. Es obvio decirlo, no me hice gran cosa de rogar. Por la nostalgia que le entraba al compañero, llegábamos las más de las tardes borrachos perdidos a esa otra pensión, en plena Calle Real. Una de las noche había en la fonda gran alborotina. Carreras nerviosas por los pasillos, un clamor de murmullos. Parecía ser que a un japonés que llevaba solo una noche allí le habían bailado sus pertenencias. Por el sencillo pero eficaz método de haberle metido algo en su zumo de naranja. Estaba grogui el animal. Todo eran palanganas. Hasta ahí todo normal, pero empezaba el problema a darse por el hecho de que el amo de la posada, un extremeño entre amable y astriñido, no le había pedido la documentación al nipón y lo que es ahora, el nipón ya no la tenía. No parece así de primeras muy grave el asunto pero tanto a Javier como a mí se nos desbordaba la solidaridad por los cuarto costados. Y al hospedero le iba a dar algo. Se dibujaron en el aire gruesas palabras, "policía", "denuncia", "ruina". Intentamos una aproximación al japonés pero no estaba para trotes y solo conocía la lengua del bardo y Javier, francamente, estaba más pez que yo en lo del inglés, ni te digo el posadero, para que veas lo peliagudo de la situación. El chaval sólo decía "mailagich, mailagich" como implorando.  Solo algunos meses después me enteré yo de que se refería a su maleta.  Pero ya era demasiado tarde. Lo que más le dolía, en eso sí que se hizo entender, era haber perdido las fotos. Y a veces, se ponía a hablar en su lengua materna y parecía de blasfemaba. Después de una reunión de urgencia, con sus tiras y sus aflojas y sus acercamientos de posturas, buscamos una solución intermedia entre nuestra posición, que era la de llamar a un médico para el muchacho, y la de la pareja de caseros que optaba más  por la vía de dejarle en el banco más próximo que encontrásemos en la calle. Te preguntarás, Luis, o no, por ese acuerdo, que no fue otro que llevarle hasta la puerta de una  Comisaría y salir pitando. 






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