miércoles, 15 de mayo de 2013

¿Tiempos salvajes?

   Uno piensa que aquello es lo máximo y rauda se apresta la vida, esa jodida tunante, a hacerte nonito con el dedo índice. Qué gracia que tiene a veces la vida. Nonito, nonito.


-o-


    Reconozco que esto de zambullirme en el Universo del Sexo ha sido cuanto menos osado, cuando no meterme en todo un berenjenal. Pero Gulliver es guerrero y cumple sus promesas. Al igual que Yorick y con los mismos usos y herramientas. No retrocederé por grande y pesado que sea el respeto que tales asuntos me produzcan y complicado me resulte arrastrarlos hasta la punta del  plumín de mi estilográfica.  

   [Esta evidente alusión al pene del autor no será tenida en cuenta]

   Llegó la temporada en que tocaba levantar el vuelo. De la pandilla, unos se irían a estudiar fuera, otros a currar. Y a otros, después de ir repitiendo y repitiendo cursos, no nos quedaría más remedio que  hacer la mili.

   Dicho así suena como que se hubiese oigo un a sus puestos, listos, ya. Y no, qué va, aquel proceso que he contado en tres segundos bien pudo durar dos o tres años. La primera consecuencia que tuvo, o al menos la más determinante en nuestro quehacer diario, fue que tuvimos que dejar el piso de Trinas. Todo pasó a ser mucho más callejero.  ¿Tiempos salvajes? No sería para tanto. 

   Consecuentemente con lo anterior (fractal de segundo grado) vino que carecíamos de habitáculo apropiado donde seguir experimentando. Bien por eso, bien por tener yo un alma aventurera y un tanto impudorosa, los revolcones de entonces tuvieron ocasión en los más inimaginables rincones de la ciudad. La socorrida Pradera, de que te hable no hace tanto, el rellano de mi casa, las orillas del río (bien Espolón, bien La Isla y más raras veces La Quinta, ignoro el motivo). No podía faltar el asiento trasero de un Seat 124, creo recordar, rojo. Ni un rincón no muy recoleto del mismísimo Tu Bar, que estaba al lado del Mi Bar, templos ambos de la diosa noche burgalesa.

   Lo del rellano de mi casa tenía su aquel, además de la cercanía a mi piltra y una vez allí, al bien ganado descanso del guerrero (ya sabes, Luis, perro ladrador...) En la Alhóndiga vivíamos en un séptimo. Nos llegábamos hasta allí servidor y una chica de cuyo nombre no debo acordarme, llamábamos al ascensor por si llegaba algún vecino aún más trasnochador, por ponerle las cosas fáciles y evitar que subiese por la escalera, y nos agazapábamos en el descansillo de la entreplanta. Aquello era una competición de acrobacias llena de duro suelo y esquinas que se te clavaban por todo el cuerpo, los escalones, la barandilla, una auténtica tortura. Ay, juventud, ay, deseo. Una noche llegó a casa más tarde que nosotros Alberto Morquecho, compañero del colegio, en la infancia. Y como vivía en el primero, despreció el ascensor, agarró las escaleras y de casi que se nos lleva por delante. Se quedó muy quieto, se ve que aturdido, y solo acertó a decir "Hola, buenas noches". Transcurrido un tiempo prudente de cortesía le tuve que decir que si se iba a quedar allí mucho tiempo.

   Pero la anécdota de ese cariz que más se me ha quedado grabada no me concierne. Era de esperar. El protagonista es uno de los principales machos alfa de la manada de búfalos que tenía entonces como amigos. Omitiré una vez más el nombre del causante, por ser hermano de una compañera de nuestra querida empresa (que mil años dure) y por tener una vida pública notoria en esta ciudad. Conjetura, Luis, conjetura. Habíamos salido a celebrar su cumpleaños. Había nevado y estábamos refugiados en un pub de nombre Trastos, si la memoria no me falla. Ni nos dimos cuenta de que el homenajeado llevaba un tiempo sin aparecer. Y cuando lo hizo traía escrita en la cara la huella de la delectación. Siempre fue muy teatral. Nos contó que habiendo procedido a invitar a un trago a una de las innumerables diosas que plagaban el lugar y al ofrecer como excusa que el motivo del gesto era por cumplir ese día él años, cuál no fue su sorpresa cuando la interpelada aceptó de buen gusto la bebida y propuso corresponder con un regalo. Le arrastró hasta los baños y le hizo una buena mamada, así resumiendo y según nos contó. Era teatral el chico, pero no fantasma. Mas no tendría tanta importancia en mis recuerdos la ocasión si no viniese la misma acompañaba de una segunda parte que, si eso, ahora te cuento.

   No habiéndole parecido el regalo de la chica cosa menor, mi amigo A. decidió que debía ser complementado con... la guinda al pastel, pongamos. A tal fin, desapareció por la puerta del bar llevándose tras de sí a la muchacha. Al día siguiente nos contaba entre carcajadas que había sido la noche más bonita de su vida. A falta de mejor lugar y con los deseos muy crecidos, no se le había ocurrido sitio mejor para completar la tarta que las laderas del Castillo. Allí se despelotaron, la chica se tumbó en el suelo esperando las acometidas del chaval. Nos contaba que cada vez que se le echaba encima, por estar el terreno elegido en cuesta y cubierto de nieve, resbalaban por la pendiente unos cuantos metros para abajo, entre risas y jadeos. "Lo más bonito que nunca me ha pasado", no se cansaba de repetir.  


   Y ahora toca la canción. ¿Y con cuál de ellas edulcoro semejante bravata? Me queda poco tiempo para pensar y una especie de nebulosa pues vengo de la fiesta menor, vísperas en honor del santo patrón de nuestras cuitas. San Isidro Labrador. Mañana te cuento pero te juro que me comían en las manos las más bellas funcionarias  del lugar. ¿Quieres nombres? Pero bueno, Luis, es que no me conoces. Te fuiste pronto. Tú te lo perdiste por ese afán de ser mayor aunque no lo parezcas, de ser sensato aunque eso no, eso no lo pareces. Me sentí libre.


   
   Qué fuerte, macho.

  



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