Por llenar las tardes ociosas de contenido y alejarme un poco de las morriñas de Javier, que eran sumamente contagiosas y a poco que me descuidase iban a terminar matándome a mí también, a los pocos meses de llegar a Segovia me apunté a estudiar informática en un centro de formación profesional. Se me daba bien aquello. Iba con mi manera de ver el mundo: absoluto control, ausencia de errores, lógica aplastante. Qué grande era mi ignorancia.
Teníamos unos profesores competentes que hacían lo complicado sencillo y, además, lo difícil fácil. Pero, como siempre, lo mejor fue la de compañeros que me eché. Algo de veras inaudito, con mi profunda timidez. Al principio me sentaba al lado de un muchacho enorme, de aspecto porcino y las uñas pintadas de color naranja. Era como el de los Cure con elefantiasis. Al segundo día, me pinté yo también la uñita de un menique del mismo color y así anduve cierto tiempo. Al muchacho le hacían el vacío, el resto de tropa se mofaba de su naricita de cerdo, le tiraban bolas de papel, le escondían los apuntes. A él le daban unos tremendos ataques de ira que, por suerte, siempre pude reprimir. No era tan odioso. Incluso, en el fondo, era una madre. Me traía y me llevaba de casa en una moto ruidosa. Compartíamos confidencias. Quedábamos en algún bar a hacer la tarea, que se nos multiplicaba hasta llegar a idear el programa total, "la Aplicación", con el que manejar el mundo. No sé si iba en basic o en cobol.
No cejé hasta que el muchacho, cuyo nombre he olvidado, fue admitido por el club. Por decirlo de alguna manera. Y así, creció el grupo que iba al bar ya que se nos juntó un carcelero reconsumido y también irascible, y dos chicas. Una, rubia natural y de metro ochenta y cinco, con andares desganados en su tipazo de reina y un montón de vida acumulada detrás. La otra, de media melena, entradita en carnes, pizpireta, de ojos vivos y gran retranca. A mí me gustaba más la regordeta pero acabé con la rubia. Lo cual, te imaginarás, va en el siguiente gulliver.
De aquellos días y de aquella escuela me queda el recuerdo raro de otro amigo, seguidor empedernido de Elvis Presley, con el que me paseaba por la ciudad en un Chrysler de época (reluciente como el sol, color crema) escuchando las canciones de su ídolo, o de los Straits Cats, o de Gene Vicent. Era rubio de película. De película californiana con brillantina, atardeceres gloriosos, un poco de surf y unas chicas deliciosas que, la verdad, nunca aparecieron por allí.
El otro gran recuerdo que tengo de aquellos días, un recuerdo intenso pero como con la niebla echada, es la amistad extraña, la camaradería que se creó en tan breve tiempo entre los que te he contado antes (el Suspicios Mind rubio fue como un paréntesis que no sé dónde meter, seguro que también era de la pandilla, no me acuerdo). Con la banda del Mirlitón, por llamarles de alguna manera, quedaba para comer, quedaba para cenar, quedaba para festejar; a clase, bien es cierto, dejamos de ir bastante. Nos presentábamos a los exámenes pero estos siempre coincidían en el tiempo (qué mala suerte) con alguna sobremesa larga, de cartas y órgados. Aún así íbamos, bastante bebidos. Una ocasión especialmente festiva se tradujo en sonada apuesta. El carcelero no se podía creer que, en nuestro lamentable estado, pusiese yo algo coherente en el examen. "Mínimo notable. Fijo", estaba yo baladrón. A los pocos días, conocido ya el resultado, se tuvo que pagar el guardián una cena elegante para todos. Nueve y medio que saqué.
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