Se está acostumbrando el Gulliver, presumido como es, a estos inicios tan conceptuales. Que si una cosa, que si la otra.
Voy a obviar en este blog, para gran alivio de su destinatario, todo el proceso de búsqueda de un piso que permutar por la pensión del extremeño. Es sobradamente conocido el ritual. Aunque cada caso concreto tenga sus peculiaridades. En el nuestro, por poner un ejemplo, se daba el hecho de que el periódico local en el que buscar las ofertas, pese a llamarse El Adelantado, salía a las tres de la tarde.
Aún así, hacíamos sobremesa larga, Javier y yo, y solo al final del último orujito abríamos el diario por la página de los anuncios, nos insuflábamos valor y remarcábamos en rojo las posibilidades. Vimos auténticos tesoros del pasmo. Inimaginables muestras de irrealidad. Cochambres inhabitables cuando no infectas. La sensación al final de la tarde era de desánimo y dolor de pies. Volvíamos a la pensión y nos encontrábamos un japonés o nos bebíamos con el posadero un botella de vino de Toro que había traído Javier, espeso como la miel.
Podía más la velocidad que la intriga, aquellos días. Al marino le caía un pedrisco de sensaciones y sucedidos y le pillaba mirando hacia otro lado. Pendiente de no sé qué. Ya al hacerse mayor aprendió a ir quitando, con mimo, los celofanes de los regalos que le llegaban. Se le fue alargando el pico para mejor libar. Se le multiplicaron los ojos, se le encendían las bombillas de aviso. ¡Lo que es la práctica, Luis!
Al final alquilamos un cuarto piso en un barrio de los años del desarrollismo. Tenía unas canchas cercanas en las que Isern y yo batallábamos con los chavales del barrio a eso del baloncesto. Quemábamos las energías sobrantes y nos íbamos conociendo. Van a tener razón sus defensores, que el deporte, como el alcohol, unen mucho.
Lo más probable es que viviésemos allí una buena temporada porque en el festival de los recuerdos aparecen ínclitos protagonistas en posiciones diversas.
Dado lo mostrenco de la decoración que teníamos en el salón (puro minimalismo del de a la fuerza ahorcan: mesa camilla, 4 sillas y un aparador de mírame y no me toques) pasó a ser mi habitación el campo de juego, por así llamarlo. Tenía, además de la cama, un mueblote con un cajones en los que cabía un ternero, una mesilla irrisoria (por mera comparación) y un escritorio macizo. Allí recuerdo una noche, a las tantas, de vuelta de festejar, a Pepe y a servidora, comiéndonos directamente de la cazuela, con dos cucharas, las lentejas preparadas para el día siguiente. No anduvimos ni calentándolas. Teníamos un hambre...
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